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Cargados con la humedad del mar Ártico y de los ríos Peel y Channel, los vientos huracanados de la estela del asteroide se extendieron en cuestión de minutos por cientos de kilómetros al este y al oeste, arrancando y derribando miles de kilómetros cuadrados de bosque virgen canadiense, borrando de la faz de la tierra a pueblos enteros, y reduciendo a escombros cuanto se encontraban a su paso. Tras ellos, gigantescas bolas de fuego, avivado por la atmósfera sobrerrecalentada y el metal fundido del asteroide, fueron arrastradas por el viento como llamas infernales, que consumían cuanto quedaba, como en un horno gigantesco, y en pocos minutos reducían bosques centenarios a brasas humeantes. Lagos y ríos enteros rompieron a hervir a borbotones, destruyendo toda forma de vida en su seno, antes de ser succionados por la inmensa fuerza del viento. El vapor se condensaba en las diminutas partículas de asteroide fundido ya frías, en el polvo y en otros residuos, y se precipitaba en forma de lluvia. Parte caía sobre la Tierra, parte era barrida a la atmósfera superior por la tremenda fuerza del viento, donde se congelaba en forma de pedriza, caía y volvía a repetir el ciclo hasta que enormes pedriscos, algunos de hasta once kilos, se precipitaron sobre la Tierra, chisporroteando, como mantequilla en una sartén, al entrar en contacto con el abrasado paisaje.

Bajo el asteroide, los escombros, incluidos objetos de varias toneladas de peso, fueron barridos y arrastrados a velocidades de miles de kilómetros por hora. Automóviles, camionetas, camiones, barcos, caravanas, aviones, losas de roca y de hormigón, fragmentos de casas y otras estructuras, junto con su contenido -tan retorcidos y destrozados que apenas guardaban algún parecido con su estado anterior-, fueron izados del suelo y transportados por el aire a cientos de kilómetros de distancia.

Unos ciento sesenta kilómetros al sur de Fort McPherson, a sesenta y seis grados latitud norte, el asteroide empezó por fin a penetrar en la noche. Sesenta y tres segundos después, diecinueve mil kilómetros al sur de donde había estado ubicado Fort McPherson, el asteroide pasó a 30,32 kilómetros sobre el oeste de Edmonton, Alberta, la primera zona densamente poblada en su trayectoria, y descargó sobre sus setecientos cincuenta mil habitantes la misma destrucción que con anterioridad habían sufrido los de Fort McPherson, Fort Goodhope, Norman Wells, Fort Norman y Wrigley. En escasos segundos, todas las construcciones de la ciudad y su extrarradio fueron pasto de las llamas. La mayoría de la población murió con la primera explosión de calor y la lluvia de hierro fundido; el resto lo hizo escasos momentos después en los incendios o fueron absorbidos por la estela del asteroide. A la mortal fusión se sumaron explosiones de gas natural, petróleo y otros combustibles, que incineraron los restos de los pueblos y hogares de los alrededores de Edmonton como rastrojos. En las calles, el asfalto en llamas fluía como agua, formando charcos de brea allí donde el terreno formaba alguna hondonada. Aquí y allá, la intensidad del calor alcanzó temperaturas tan altas como para derretir los fragmentos de vidrio de los edificios demolidos.

En los diecisiete segundos siguientes, el asteroide pasó sobre Red Deer, Calgary y Medicine Hat descargando sobre todas una destrucción similar. Los pocos edificios que quedaron en pie en los límites occidentales de Calgary fueron derribados como castillos de arena por la onda de choque que siguió escasos momentos después. A los ocho segundos, el asteroide atravesó implacable la frontera con Estados Unidos, y sólo cuatro segundos más tarde, ahora a menos de veinticuatro kilómetros de la superficie del planeta amenazado y después de arrasar Shelby, Havre, Great Falls, Lewiston y Roundup, alcanzó Billings, en el Estado de Montana.

La estela del asteroide, de más de cuatrocientos ochenta y dos kilómetros de largo, arrastraba con violencia los objetos que había ido recogiendo por el camino, como la cola de una cometa infantil. Entre los más pequeños se contaba un número creciente de seres antes vivos -tanto personas como animales- que, al no encontrarse lo suficientemente cerca del asteroide, no habían sido incinerados por la onda de calor, aunque sí zarandeados y despedazados. Sus cuerpos sin vida, semejantes ahora a muñecos de trapo viejos y desgastados, sufrían una tremenda presión y luego eran barridos a zonas de vacío casi absoluto, donde eran aplastados como uvas y exprimida su sangre como vino de sacrificio en honor a la roca extraterrestre. Animales salvajes, ciervos, alces, caribúes y osos, miles de cabezas de ganado y ovejas, y poblaciones enteras de pueblos y aldeas entregaban su sangre a la mezcla de lluvia y granizo tan pronto eran succionados y desplazados cientos o miles de kilómetros en escasos segundos. Entre los despojos humanos, estaban los de muchos que habían muerto las semanas previas y que, arrancados de sus tumbas recientes por la violenta turbulencia, se habían unido al cortejo del asteroide.

De forma imperceptible, salvo para los satélites meteorológicos que observaban su avance desde lo alto, y sin trascendencia alguna para quienes se encontraban a cientos de kilómetros de su trayectoria, más abajo, la velocidad del asteroide disminuía muy lentamente debido a la resistencia de la atmósfera terrestre. Para cuando alcanzó Billings, había caído a unos veinticinco kilómetros por segundo. Treinta y un segundos y más de un millón de vidas cobradas después, cuando pasaba a 18,9 kilómetros sobre Fort Collins, Boulder, Denver y Aurora, en Colorado, la velocidad se había visto disminuida en otros 0,4 kilómetros por segundo.

Las montañas Rocosas no sirvieron para contener el viento y el calor, que las atravesó como una exhalación, y ocasionó en Grand Junction, Montrose, Cortez y Durange la misma destrucción ocurrida en bosques, lagos y ciudades de más al norte.

* * *

Kilómetro a kilómetro, ciudad a ciudad, el asteroide mantuvo inexorable su despiadado avance, destruyendo todo aquello situado a trescientos veintiún kilómetros de su ruta. Colorado Springs, Pueblo y Trinidad, en Colorado; Raton y Tucumcari, en Nuevo México; Amarillo, Lubbock, Sweetwater, Odessa, Midland, Abilene y San Angelo, en Texas; y un millar de pueblos al este y al oeste desaparecieron por completo o fueron reducidos a montones de escombros irreconocibles. Fort Worth y Dallas apenas corrieron mejor suerte. Cuando el asteroide llegó a Austin, en Texas, no habían pasado más que cinco minutos y siete segundos desde su entrada en la atmósfera. Su velocidad había disminuido a 23,8 kilómetros por segundo y su altitud era ya de tan sólo doce mil treinta y siete metros sobre el nivel del mar. El coste material y de vidas fue incalculable.

Veinticuatro segundos más tarde, después de haber devastado San Antonio y Corpus Christi, el asteroide pasó sobre Brownsville, en Texas, y Matamoros, en México, y continuó su trayectoria hacia el sudeste, cruzando el golfo de México. Su altitud era ya de tan sólo ocho mil quinientos veintinueve metros sobre el nivel del mar y su velocidad había descendido a 23,5 kilómetros por segundo. De nuevo sobre el agua, la estela del asteroide volvió a cargarse de humedad con la que alimentar y sustentar las monstruosas tormentas creadas a su paso.

Segundos después de abandonar tierra firme, y a una altitud de algo menos de seis mil cuatrocientos treinta y siete metros, ocurrió algo digno de investigarse científicamente, pero que dadas las circunstancias atrajo escasa atención. Desde el momento en que el asteroide penetró por primera vez en la atmósfera, su masa empezó a cargarse de electricidad estática como resultado del roce con el aire. Cuando la caída lo situó a seis mil noventa y seis metros sobre la superficie terrestre, el asteroide liberó una carga electromagnética en forma de relámpago, tan inmensa y potente que, literalmente, vaporizó el agua donde cayó, creando momentáneamente un cráter gigantesco de quinientos cuarenta y ocho metros de diámetro y setenta y nueve metros de profundidad.