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El asteroide tardó sólo cuarenta y dos segundos en atravesar los novecientos treinta y tres kilómetros del golfo de México, tras lo cual penetró de nuevo en tierra firme dieciséis kilómetros al oeste de Paraíso, México, a una altitud de tan sólo dos mil noventa y dos metros sobre el nivel del mar. Hasta entonces la altitud del asteroide se había venido calculando como la media entre el punto más bajo y el más elevado sobre el nivel del mar de la parte más baja a cada rotación. Pero llegado este momento, la media dejó de ser orientativa. Dados la forma y giros del asteroide, la distancia entre éste y la tierra variaba en más de un kilómetro y medio a cada giro de ocho segundos y medio, dependiendo de qué parte del asteroide estuviera más cerca de la tierra en el momento de la medición. El asteroide estaba ya tan próximo a la superficie que la altitud media no importaba tanto como la distancia entre los dos cuerpos en cada instante concreto.

Además había otro factor cada vez más relevante. Al avanzar por el sur de México en dirección a las estribaciones de la Sierra Madre del Sur, el terreno se elevaba rápidamente y salía a su encuentro.

Cuanto más se aproximaba a la superficie, disminuía la potencia de la carga estática que necesitaba el asteroide para superar la distancia hasta la tierra, así que empezó a liberar un rayo tras otro, que fueron fulminando los restos de madera y escombros que habían desafiado a los vientos que precedían a su anfitrión. Nada más liberar la electricidad estática acumulada, recuperaba su carga como consecuencia de la fricción con la atmósfera y en menos de un segundo volvía a descargarse con efectos demoledores similares. Al acercarse a la tierra, el intervalo entre rayos fue disminuyendo hasta que la velocidad de descarga y carga fue tan rápida que a simple vista -de haber sobrevivido alguien para presenciarlo- habría parecido que un sólido relámpago envolvía la anchura total de veinte kilómetros del titán giratorio y arrasaba todo lo que se encontraba a su paso milésimas de segundos antes de barrerlos consigo.

Cuarenta y ocho kilómetros más adelante, la tierra se levantaba como queriendo recibir a su visitante celestial. La sucesión de sierras rocosas, cada una ligeramente más elevada que la anterior, se erguía unos segundos más allá, aguardando silenciosa y desafiante en medio del camino del asteroide. El impacto era inminente.

Al aproximarse a la serie de picos situados trece kilómetros al noroeste de la comunidad de Petalcingo, en Chiapas, México, el asteroide rozó la superficie de la primera montaña, horadando un paso de dieciocho metros de profundidad y 2,8 kilómetros de ancho. El contacto aminoró la velocidad del asteroide de forma tan imperceptible que ni los satélites meteorológicos que observaban el fenómeno desde lo alto pudieron medir la diferencia. Su paso por la siguiente cordillera no fue tan limpio.

La segunda cumbre se erigía desafiante ante el invasor, superando la cota inferior del asteroide en algo menos de mil metros. Aunque su tamaño resultaba insuficiente para detener el asteroide, sí que iba a disminuir considerablemente su velocidad. Una fracción de segundo más tarde, el asteroide alcanzó a la montaña novecientos setenta y cinco metros por debajo de la cumbre. La colisión descabezó el pico, lanzó millones de toneladas de rocas y fragmentos de asteroide en un radio de mil novecientos kilómetros de distancia, y fue recogida por todos los detectores sísmicos del planeta. Una milésima de segundo después, el movimiento giratorio del asteroide estrelló la prominencia más importante de su masa contra la cresta de la siguiente montaña, ligeramente más baja, pulverizó el pico con la presión y provocó una avalancha de rocas que se precipitó sobre los valles de más abajo. Un pueblecito de trescientos habitantes que ocupaba la ladera fue arrastrado hasta el fondo del valle, donde quedó sepultado por toneladas de rocas y escombros. Las montañas vecinas fueron sacudidas y los corrimientos de tierra resultantes llegaron hasta cuarenta y ocho kilómetros de distancia. Tiempo después, los científicos calcularían que la potencia de la colisión había sido de unos cinco megatones de TNT, o el equivalente a doscientas cincuenta veces la potencia de la bomba lanzada sobre Hiroshima.

El impacto contra la cumbre de la montaña más baja propulsó el asteroide hacia el cielo, de tal forma que pasó justo por encima de la más alta de las montañas y salió despedido algo más hacia el este. El impacto, apenas perceptible, había no obstante modificado de forma relevante la rotación del asteroide. El cambio era ínfimo, pero suficiente para reducir el coeficiente de resistencia y que la inercia se convirtiera en la fuerza principal y alterara, así, la aerodinámica del asteroide. Como resultado, en lugar de ser arrastrado lenta e inexorablemente hacia el suelo, el asteroide viajaba ahora casi en línea recta. Dada la curvatura de la Tierra y el hecho de que la velocidad del asteroide fuera todavía más que suficiente para contrarrestar la gravedad terrestre, el asteroide empezó a elevarse sobre la superficie. Aunque lo hacía de forma apenas perceptible -aproximadamente once metros de subida por cada kilómetro y medio-, para cuando alcanzó Ciudad de Guatemala, trescientos treinta y cuatro kilómetros más al sur, el asteroide se había elevado dos mil trescientos cuarenta y cinco metros, hasta una altitud media de tres mil doscientos ocho metros, lo que lo situaba bien por encima de las montañas que descansaban a su paso.

A efectos prácticos, poco importaron estos cambios en su trayectoria y su altitud. El grado de destrucción provocado por el asteroide no se vio modificado. Los habitantes de Ciudad de Guatemala sufrieron el mismo destino que el que habían encontrado las gentes de las demás ciudades por las que había pasado.

El asteroide tardó sólo 13,5 segundos en atravesar Guatemala y cruzar la frontera de El Salvador a medio camino entre San Vicente y San Salvador, con dirección a la costa pacífica salvadoreña. Una vez sobre el Pacífico, se mantuvo a unos doscientos cincuenta y siete kilómetros de la costa de Centroamérica excepto allí donde el litoral dibuja una curva hacia el norte pasado Punta Mariato, en Panamá. A lo largo de su travesía sobre el océano continuó el ascenso y cuando arribó a la costa de Colombia había alcanzando una altitud de diecisiete mil trescientos ocho metros. Siete segundos después, a una velocidad de 18,3 kilómetros por segundo, el asteroide pasó a dieciocho mil ciento ochenta y cinco kilómetros sobre Ipiales, en la frontera de Colombia con Ecuador.

Bajo el asteroide, el bosque húmedo de la costa pacífica colombiana -llamado Chocó por los lugareños- y los grandes bosques amazónicos de los llanos orientales se convirtieron en leña para los vientos y el fuego que acompañaban al asteroide. Cientos de especies de flora y fauna específicas de la jungla sudamericana fueron destruidas de un plumazo, al tiempo que millones de acres rompían en llamas casi al instante.

Cuatro minutos y veintiocho segundos más tarde, a una altitud de cincuenta mil ochocientos ochenta y cinco metros y después de haber destruido las ciudades costeras de Itabuna e Ilhéus, en Brasil, el asteroide alcanzó el océano Atlántico. Había recorrido la parte más ancha del continente sudamericano en sólo seis minutos y ocho segundos. Setenta segundos después, a una velocidad de 15,44 kilómetros por segundo, pasó a cincuenta y ocho mil setecientos metros sobre las islas Trinidade y Martin Vaz, en el Atlántico. Al aumentar su altitud y enrarecerse más y más el aire, la resistencia disminuyó rápidamente, lo que permitió que el asteroide fijara su itinerario, dibujara un ángulo más pronunciado de alejamiento de la superficie terrestre y redujera el tiempo necesario para salir de la atmósfera.

A las 7h 53m 27s a.m. GMT, a cuatrocientos noventa y siete kilómetros sobre Bethanie, en Namibia, el asteroide 2031 KD regresó al espacio. Su paso por la atmósfera terrestre no había durado más de veinte minutos y había cubierto veintidós mil ochocientos sesenta y ocho kilómetros. Había atravesado quince zonas horarias y causado más destrucción que todas las guerras anteriores a la era atómica juntas. Cuando penetró en la atmósfera, el asteroide viajaba a veintinueve kilómetros por segundo; cuando la abandonó, no lo hacía más que a 13,5 kilómetros por segundo (cuarenta y ocho mil ochocientos cuarenta kilómetros por hora). Aunque se trataba de una velocidad suficiente para escapar de la fuerza gravitatoria terrestre, el paso por la atmósfera de la Tierra había modificado su órbita y lo lanzaba ahora directamente contra el Sol. En el vacío del espacio y atraído por la tremenda fuerza de gravedad del Sol, el asteroide iría ganando más y más velocidad. Doce días después de abandonar el planeta y tras alcanzar la increíble velocidad de ciento nueve kilómetros por segundo, el asteroide penetraría en la órbita del planeta Mercurio. Veintidós horas después empezaría a derretirse bajo el efecto del calor solar, y pocas horas después, se transformaría en una nube gaseosa antes de ser finalmente absorbido por el Sol.