Al último interrogante se podía responder con relativa certeza. Los misiles, que habían iniciado su viaje hacía cinco días y llevaban casi cinco millones de kilómetros recorridos, habían ya superado la distancia de la Tierra en la que el primer asteroide había variado de rumbo, y las medidas telemétricas de todos los misiles indicaban que seguían su trayectoria sin novedad. En lo referente a si el diminuto agujero negro o el fragmento de enana blanca, o lo que fuera, seguía allí afuera y si suponía una amenaza para la Tierra -ya fuera porque pudiera alterar el rumbo del segundo asteroide o porque pudiese colisionar contra el planeta-, las posibilidades eran casi nulas. «En el espacio, los cuerpos se encuentran en constante movimiento», había dicho uno de los científicos entrevistados. «La posibilidad de que vuelvan a repetirse las circunstancias necesarias para cambiar el rumbo del segundo asteroide y lanzarlo contra la tierra es tan remota que resulta inimaginable.»
Nueva York, Nueva York
El embajador Christopher Goodman contemplaba con la mirada perdida a quienes lo rodeaban, mientras discutían en la reunión de urgencia del Consejo de Seguridad la forma de proporcionar ayuda a los supervivientes de la devastación causada por el asteroide. Hacía menos de dos horas del paso de éste. Como era lógico, el primer punto a tratar era el envío de equipos para analizar la situación y poder recomendar luego qué hacer. Aparte de aquello, no podían hacer otra cosa que disponer lo necesario para el reparto de ayuda.
Pero no iba a ser tarea fácil. La ONU todavía tenía problemas para asistir a los supervivientes de la guerra entre China, India y Pakistán, y ahora eran, en gran medida, los países de donde provenía aquella ayuda quienes se encontraban necesitados de apoyo. Nadie había expuesto el tema abiertamente, pero los representantes permanentes en el Consejo de Seguridad de los países destrozados por la guerra eran plenamente conscientes del problema. Sabían que los países de Norteamérica y Sudamérica se centrarían ahora en cubrir sus propias necesidades, y que ello pondría fin o recortaría de manera sustancial el envío de ayuda a Oriente.
Su única esperanza era conseguir que Europa y el Norte de Asia incrementaran el envío de ayuda. Pero desde el punto de vista diplomático, no era el momento más adecuado para sacar el tema de la ayuda a China y la India. Norteamérica y Sudamérica habían sufrido un duro golpe y no era de recibo que, con las ruinas de la destrucción todavía humeantes, algunos miembros exhibieran una excesiva preocupación por sus propios problemas. Era mejor aguardar y discutir el asunto en privado con los representantes permanentes del Norte de Asia y de Europa algo más adelante. Además, el representante permanente de Europa, Christopher Goodman, parecía estar en aquel momento totalmente sumido en sus pensamientos.
Si los embajadores de China y la India hubiesen sabido lo que Christopher sabía, se habrían dado cuenta de que los problemas de sus países estaban a punto de agravarse mucho más. Juan y Cohen habían demostrado que no lanzaban amenazas en balde. La primera profecía se había cumplido al pie de la letra. Y si el resto de las profecías seguían el mismo camino, el sufrimiento no había hecho sino empezar.
6
Cordillera Kiso, Japón
Mientras proseguían con el cometido de observar la aproximación del segundo asteroide, los astrónomos de la estación remota del Observatorio Astronómico de Tokio, situada doscientos kilómetros al oeste de Tokio, permanecían atentos al televisor y a las explícitas imágenes de la destrucción que había causado el primer asteroide en el continente americano.
Eran científicos y sabían lo improbable que era que se repitiese lo sucedido con el asteroide 2031 KD. Aun así, no había ni uno que no estuviera, como el resto de la población mundial, pendiente del televisor, por si se producía la más mínima variación en el rumbo del segundo asteroide. Cuando empezó, nadie pronunció palabra. Al principio, era tan ínfima que sólo podía detectarse a través del instrumental más sensible, y este tipo de aparatos es, por su propia naturaleza, el más susceptible a cometer errores. Aparte, era tan increíble por improbable que el segundo asteroide hubiese cambiado de rumbo que nadie deseaba ser el primero en hablar y arriesgarse a sembrar el pánico como consecuencia de un ínfimo error informático. Pero la variación aumentaba por segundos, y el equipo científico del observatorio supo enseguida que no se trataba de un error: el asteroide estaba cambiando de rumbo. Al poco la variación le resultaría evidente hasta a un principiante.
El doctor Yoshi Hiakawa, director de la estación remota de Kiso, del Observatorio Astronómico de Tokio, miró hacia el equipo de televisión e hizo una señal al corresponsal jefe para que se acercara.
– Hemos detectado una ligera variación en el rumbo del asteroide -le dijo en el tono más trivial que pudo.
El periodista esperó en vano a que el investigador ampliara la información.
– ¿Se dirige hacia nosotros? -le apuró.
– Si mantiene el rumbo actual, no colisionará contra la Tierra -dijo el doctor Hiakawa-. Pero si el ángulo de variación del rumbo original sigue aumentando, podría darse esa posibilidad, sí.
– ¿Y si lo hace, dónde caerá?
– Como le decía, por el momento no hay indicios de que vaya a chocar contra la Tierra, sino solamente que está sufriendo en su trayectoria una variación anómala para la que no encontramos explicación.
– ¿Qué le digo al público? -preguntó el periodista.
El doctor Hiakawa meneó la cabeza.
– No lo sé -contestó-. Yo le doy la información. Lo que usted haga con ella es asunto suyo.
Hiakawa no deseaba hacer cundir el pánico, y arriesgarse a causar aún más víctimas, pero tampoco quería ser el responsable de ocultar información. Dejar la decisión en manos de la prensa era la salida más airosa por la que podía optar, y así lo hizo.
Hubo que esperar casi media hora para determinar si el asteroide colisionaría contra la Tierra o no. Luego, no fue más que cuestión de minutos calcular con cierta exactitud el lugar en el que se produciría el impacto. El asteroide 2031 KE impactaría contra la Tierra en algún punto próximo a o en el interior mismo de la cuenca de las Filipinas, en el océano Pacífico. Enseguida comenzaron a emitirse avances informativos en los que se aconsejaba a los residentes de la zona que se refugiaran en zonas altas y llanas, apartadas de cualquier tipo de construcción, para protegerse de la ola gigante o tsunami (a menudo erróneamente calificada como marejada) y de los terremotos que el impacto iba a provocar.
Eran las 10h 47m 18s GMT cuando el asteroide 2031 KE atravesó la atmósfera terrestre. A diferencia de su predecesor, el rumbo del segundo asteroide no dejaba lugar a dudas sobre la certeza de un impacto. Doce segundos después de penetrar en la atmósfera, y a una velocidad de ciento ocho mil doscientos setenta y seis kilómetros por hora, la temperatura de la corteza del asteroide superó los mil quinientos veinticinco grados centígrados, punto de fusión del hierro. Casi al instante, las gotas de hierro fundido que iban desprendiéndose del asteroide formaron un escudo cóncavo, que al concentrar buena parte de la temperatura del asteroide, hizo posible que el núcleo del meteoro permaneciese frío. La ardiente cola roja de hierro líquido confería al asteroide el aspecto aterrador de una gigantesca montaña en llamas.