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Tan sólo ocho segundos después de penetrar en la atmósfera, después de que las aves marinas que volaban por la zona fueran abrasadas vivas por tan tremenda emanación de calor, y de que sus plumas carbonizadas llenaran el aire con su putrefacto hedor, el asteroide alcanzó el nivel del mar. Setecientos cincuenta y seis kilómetros al sur de Kochi, Japón, en la sección más meridional de la cuenca de Shikoku, el asteroide 2031 KE se estrelló contra el océano Pacífico, lanzando las aguas a sesenta y siete mil metros de altitud.

A pesar de la elevada resistencia del agua, el asteroide no necesitó más que un tercio de segundo para alcanzar el fondo marino, a cinco mil setecientos noventa metros de profundidad. Su descenso por las aguas fue tan veloz que llegó al fondo antes de que el mar pudiera llenar el vacío, creando momentáneamente un foso abierto de tres kilómetros de diámetro entre superficie y el fondo. La tripulación de un petrolero que navegaba a menos de dos kilómetros del punto de impacto pensó que el asteroide se estrellaría contra ellos, pero cuando la embarcación fue engullida por el abismo, no les quedó duda alguna sobre cuál iba a ser la causa exacta de su muerte.

El asteroide chocó contra el fondo marino con una potencia equivalente a noventa mil megatones (noventa mil millones de toneladas de TNT), o nueve veces la potencia de destrucción total de la suma del armamento nuclear mundial en el punto álgido de la guerra fría, o cuatro millones y medio de veces la potencia de la bomba atómica de Hiroshima. En el núcleo del impacto, a una temperatura tres veces superior a la de la superficie solar, se vaporizaron la arena y la roca con las que entró en contacto el asteroide, y en un radio de veintidós kilómetros, el agua del mar rompió a hervir violentamente y llenó el aire de un vapor abrasador que escaldó, como a langostas en una olla, a los ciento cincuenta y siete hombres que componían la tripulación de la fragata de la Armada japonesa.

Abriéndose paso como una bala en un pedazo de madera blanda, el asteroide creó un cráter gigantesco de treinta y cinco kilómetros de diámetro y diecinueve mil metros de profundidad. De haber impactado en seco o en aguas menos profundas, la metralla habría llenado la atmósfera y formado un oscuro manto de polvo sobre la totalidad del planeta. En pocas semanas, dicho manto habría acabado con toda o casi toda la vida en la Tierra. Al caer, no obstante, en una de las zonas más profundas del océano, en aguas de más de cinco mil seiscientos metros de profundidad, sólo fue expulsado sobre la superficie del océano aproximadamente el dos por ciento o noventa y seis mil millones de toneladas de desechos. De éstos, la vasta mayoría se componía de grandes fragmentos de hierro y tectitas gigantescas, que volvieron a caer sobre la Tierra en un radio de dos mil quinientos setenta y cuatro kilómetros. Sólo un porcentaje mínimo del material era lo suficientemente pequeño para permanecer suspendido en el aire.

Aunque la resistencia del agua evitó que la mayor parte de los fragmentos pequeños saliera a la superficie y contaminara de polvo la atmósfera, el mar, en cambio, se llevó la peor parte y más de 3,8 billones de toneladas de desechos lo suficientemente pequeños como para quedar suspendidos en las corrientes oceánicas -entre ellos más de setecientos veinte mil millones de toneladas de partículas de hierro del asteroide- fueron arrastrados por el océano por las olas gigantes nacidas como consecuencia del impacto.

En el fondo marino, la fuerza del impacto inicial y la consiguiente fractura del manto terrestre produjeron terremotos a gran escala que pudieron sentirse a miles de kilómetros en todo el Cinturón Circumpacífico y en las placas tectónicas euroasiática, de las Filipinas y de las Fiji. En tierra firme, decenas de miles de personas morían aplastadas bajo los escombros de los edificios derrumbados, y en el mar, los temblores produjeron, a cientos de kilómetros de distancia, nuevas olas gigantes que se convertirían en un pequeño adelanto de las producidas directamente por el impacto.

En la bahía de Wangpan Yang, al sur de Shanghai, en China, el Pacífico empezó de repente y sin previo aviso a retroceder a increíble velocidad hacia mar abierto, arrastrando consigo prácticamente todo lo que flotaba en el agua que no estuviese firmemente atado o anclado. Con un aterrador estruendo de siseos, sorbetones y gorgoteos, las aguas que bañaban la costa hasta la desembocadura del río Fuchun fueron drenadas en menos de cinco minutos, dejando en seco miles de hectáreas de fondo marino. En Wangpan Yang, barcos y cargueros bien anclados de todos los tamaños quedaron varados en el fondo. Salvo las de casco plano, las embarcaciones habían volcado y yacían recostadas sobre un lado, y las tripulaciones habían tenido que descolgarse de cubierta y abrirse paso entre las criaturas marinas que las aguas, en su retirada, habían dejado varadas. En la orilla, la gente, estupefacta ante el espectáculo que ofrecían los peces y el botín de algún que otro naufragio largamente olvidado, se lanzó rauda a aprovechar lo que a todas luces se les presentaba como un regalo de la naturaleza, ignorando que lo que ahora se les daba les sería reclamado con igual prontitud, junto con sus vidas.

En la boca de la bahía, los tripulantes de los barcos que la marea arrastraba mar adentro se aferraban aterrados a cubierta mientras contemplaban con impotencia cómo sus embarcaciones, grandes y pequeñas, eran succionadas hacia el turbulento seno de muerte de la ola que, como una imponente montaña espumeante de sesenta y siete metros de alto, se aproximaba a ellos.

Escasos minutos después se repetía lo mismo en todas las bahías y en la desembocadura de todos los ríos importantes de la costa asiática, y las aguas del Pacífico se adentraban en China hasta tres kilómetros tierra adentro. A lo largo del río Yangtsé, las inundaciones llegaron hasta Nanjing.

Las regiones costeras y las ciudades de Taiwán quedaron sumergidas bajo las aguas, un desastre que se saldó con cuatro millones de muertes e incalculables pérdidas económicas.

Aunque gigantescas, aquellas primeras olas no eran sino la pálida sombra de las que estaban por llegar. A dos o tres horas de allí, según el punto geográfico de referencia en la costa asiática, se originó en el punto de impacto del asteroide una cadena de olas que, como ondas, se expandió hacia afuera formando anillos que avanzaban por el océano a más de setecientos veinticuatro kilómetros por hora; olas tan grandes que, a su lado, la que había arrasado la bahía de Wangpan Yang no era más que una pequeña onda. Cientos de millones de vidas en las islas Ryukyu, en Okinawa, Filipinas, Malasia, Indonesia, las Marianas Septentrionales y Guam; en las islas Sunda, las Palau, en Micronesia, las Carolinas, las Salomón, las Marshall, las Santa Cruz, las Gilbert y las islas Phoenix; en Nueva Zelanda y en las islas Cook, y muchos cientos más se encontraban indefensas en la trayectoria de las gigantescas olas asesinas.

En Siberia, Corea, China y Vietnam, los que en tierra habían sobrevivido a los terremotos y al primer tsunami huían como podían hacia el interior en busca de zonas elevadas. Los barcos amarrados que las primeras olas no habían logrado echar a pique y que pudieron reunir en tan breve espacio de tiempo a la tripulación suficiente levaron anclas y se adentraron en el mar, con la esperanza de alcanzar aguas profundas antes de que el tamaño de las olas fuera insalvable. Pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Cuando la cadena de olas empezó a remontar la plataforma continental asiática, la ola en cabeza alcanzaba ya cincuenta y cinco metros de alto; para cuando se encontraron a veinte millas de la costa, esa misma ola había superado los trescientos noventa y seis metros. Las embarcaciones que habían abandonado el puerto buscando refugiarse en aguas más profundas descubrieron que navegaban hacia una muerte segura tan pronto divisaron la pared de agua que avanzaba veloz a su encuentro y a la que ninguna nave podía sobrevivir. Enseguida, barcos de todas las formas y tamaños fueron arrasados y engullidos como barcos de papel por olas como leviatanes.