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En la Tierra, la humanidad aguardaba. Situado ya aproximadamente a media distancia entre la Tierra y Marte, el gigantesco asteroide brillaba en el cielo nocturno como una gran estrella. En caso de un fallo total o parcial, el segundo y tercer grupo de cabezas nucleares, que habían sido lanzados después del primero en intervalos de treinta y cinco minutos, brindarían dos oportunidades más de conseguir el objetivo. Entre la segunda y tercera cargas, varios dispositivos infrarrojos debían monitorizar el éxito de la carga anterior y establecer telemétricamente para las cabezas nucleares del grupo siguiente los nuevos objetivos entre los grandes fragmentos restantes que se dirigieran hacia la Tierra.

Dada la distancia, hubo que esperar dos minutos y cuatro segundos a que llegara a la Tierra la señal con los datos sobre la interceptación del asteroide por la primera carga; el mismo tiempo que tardó en llegar al planeta el destello de luz producido por las explosiones. Instantes después, la gente se frotaba los ojos para recuperar la visión y oteaba el cielo en vano intentando localizar la estrella amenazadora. Para gran alivio de todos y sorpresa de muchos, la interceptación había sido todo un éxito, y su efecto superaba incluso las estimaciones más optimistas. La mayor parte de la masa del asteroide había sido reducida a fragmentos cuyo tamaño variaba entre el de una partícula de polvo y el de una roca de apenas un metro cúbico. Y de entre los fragmentos de mayor tamaño, ninguno se dirigía hacia la Tierra.

Según se fueron recibiendo los datos sobre el éxito del impacto, se tomó brevemente en consideración la posibilidad de utilizar las cabezas nucleares de la segunda y tercera carga para dispersar aún más el material que todavía se dirigía rumbo a la Tierra, pero tras un detenido análisis de la situación, se decidió que los fragmentos restantes no constituían una amenaza y que la detonación no haría sino aumentar su carga radioactiva.

Por tanto se resolvió dispersar los misiles, los cuales fueron detonados una vez se encontraron completamente alejados de los restos de asteroide que se dirigían hacia la Tierra. El análisis científico de la interceptación concluyó que el éxito imprevisto de la primera carga se había debido a la singular composición del asteroide, cuya masa predominantemente férrea estaba aparentemente entretejida de venas de piedra o de algún metal mucho más frágil que el hierro.

* * *

En el mundo entero se sucedieron grandes festejos que celebraban la destrucción del tercer asteroide. Para alguien procedente de otro planeta, aquellas celebraciones habrían resultado, cuando menos, curiosas, puesto que mientras la gente se regocijaba y brindaba por el éxito, el fuego seguía activo en los bosques de dos continentes devastados, las aguas del mayor océano del planeta ya no albergaban vida alguna, y la extendida actividad volcánica escupía nubes de vapor, dióxido de carbono, gases sulfurosos, ceniza y ascuas a la atmósfera.

Dos semanas después

A pesar de la creciente capa de humo y ceniza volcánica que cubría la estratosfera, los cielos ofrecieron un espectáculo de fuegos de artificio sin precedentes, que se prolongó durante las dos noches en las que los millones de toneladas de polvo y pequeñas partículas del tercer asteroide atravesaron la atmósfera. Las cabezas nucleares habían cumplido su objetivo excepcionalmente bien, tanto que apenas habían quedado fragmentos lo suficientemente grandes como para resistir la entrada en la atmósfera y alcanzar la Tierra con un tamaño reconocible. Como la mayoría de meteoritos, los fragmentos pequeños del asteroide empezaron a fundirse al contacto con la estratosfera, ofreciendo un breve fogonazo en el cielo nocturno antes de desintegrarse en diminutas partículas de polvo candente que se enfriaban y se precipitaban inofensiva e inadvertidamente sobre la superficie terrestre.

Dos días después

Villa Valeria, Argentina

Juan Pérez apretaba, preso de la emoción, la mano de su abuelo mientras caminaban en el frío aire nocturno, justo antes del amanecer, hacia el lago de tres hectáreas y media y hacia la aventura que allí les esperaba. En la otra mano, Juan llevaba su nueva y flamante caña de pescar. Era el día de su sexto cumpleaños y lo iba a celebrar con su primera salida de pesca. La cabeza le bullía con imágenes de la enorme pieza que iba a capturar y la cara que pondría su madre cuando se la enseñara al regresar a casa.

Sobre sus cabezas, la nube de ceniza volcánica ocultaba casi por completo la luz de las estrellas, y la Luna parecía envuelta en una espesa niebla negra. Su abuelo mantenía la linterna bajo el brazo para iluminar el sendero que conducía al lago, y aunque todavía les separaban algo menos de veinte metros de la orilla, Juan recordó la advertencia que éste le había hecho sobre la importancia de moverse con sigilo para no espantar a los peces, y empezó a caminar de puntillas.

La brisa ligera que soplaba a sus espaldas cambió de dirección y llevó hasta ellos el inconfundible hedor a pescado podrido. Al echarse Juan la mano a la nariz, poco le faltó para meterle la caña en el ojo a su abuelo. Éste se agachó para esquivar el golpe, soltó la mano de su nieto y caminó lentamente hacia el lago, dejando solo a Juan, con la mano tapándose la nariz. El pequeño se alegró de que le dejara atrás; de repente aquello de la pesca no parecía tan divertido como había pensado.

Al levantar la linterna para iluminar la superficie del lago, el abuelo descubrió la fuente del olor. Hasta donde alcanzaba la vista, la superficie del agua estaba cubierta de peces hinchados flotando boca arriba.

Monte Gretna, Pensilvania

Cuando sonó la alarma, Betty Overholt estiró el brazo, apagó el despertador, y enterró el rostro en la almohada mientras buscaba a tientas el interruptor de la lámpara. Eran las cuatro y cuarto de la madrugada. Sin prisa, asomó los ojos por encima de la almohada para acostumbrarse a la luz, y su nariz se llenó con el delicioso aroma a café recién hecho y beicon procedente de la cocina. Como siempre, su marido, Paul, estaba ya en pie y había empezado a preparar el desayuno. Siempre había envidiado esa capacidad de levantarse cada mañana a la misma hora sin necesidad de un despertador. Era cosa de los genes, pensaba. Hijo, nieto y bisnieto de vaqueros, Paul Overholt no podía haber salido de otra manera. Cuando estaba en el instituto, había llegado a contemplar la posibilidad de estudiar Derecho, pero el día después de cumplir los diecisiete, sus padres y sus dos hermanos mayores fallecieron en el Desastre, y él quedó solo a cargo de la granja.

Cuando Betty entró en la cocina, Paul ya había empezado. Salvo por un detalle, se trataba del desayuno de siempre: revuelto de tres huevos de las gallinas de su corral, seis lonchas de beicon del cerdo que habían sacrificado el mes anterior, un buen vaso de leche fresca ordeñada de la vaca la noche previa, y una taza doble de café. Lo único que faltaba ese día eran las cuatro tostadas. El pan se había convertido en un alimento muy caro y difícil de encontrar desde la enfermedad que había atacado a las herbáceas, incluidos el trigo, el centeno y el maíz. En el sitio de Betty había una ración más pequeña de lo mismo, excepto café, porque no había llegado a acostumbrarse al sabor a azufre del agua del pozo.

Paul salió de la casa en dirección al granero, y dejó a Betty recogiendo los restos del desayuno y metiendo los cacharros en el lavaplatos. Faltaba una hora para el amanecer pero Paul Overholt había recorrido tantas veces el camino hasta el granero que rara vez necesitaba una linterna para guiarse. Además, estaba la luz del granero, que había encendido desde el porche al salir de la casa. Durante el último mes, no obstante, la mezcla del humo procedente de los incendios activos al oeste y de la ceniza volcánica que llenaba la atmósfera había oscurecido tanto el cielo nocturno que Betty insistía en que llevara siempre una linterna, no fuera a tropezar. La temperatura era fría; había refrescado desde hacía un par de semanas. En el telediario decían que la temperatura había bajado una media de dieciocho grados sobre la habitual debido a la capa de ceniza.