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Lo cierto es que tampoco hacía falta que Paul empezara a ordeñar tan temprano. Había reducido a un tercio las cabezas de ganado para poder estirar el heno del año anterior. Pero era el horario al que él, y también sus vacas, estaban habituados. Al igual que Paul, las vacas no necesitaban un despertador para saber cuándo tocaba el ordeño. Y así, cuando llegaba cada mañana, ellas estaban allí, esperándole.

Paul había tenido más fortuna que la mayoría. El invierno anterior había sido muy suave y la granja Overholt tenía todavía un silo rebosante de maíz y un granero lleno de heno del año precedente. Eso y el hecho de que Paul hubiese plantado la mayoría de sus campos de trébol, cosecha a la que no había afectado la plaga, habían hecho posible que conservara casi todo el ganado y pudiera continuar ordeñando. A pesar de todo -o, más bien, gracias a todo-, aquél era un buen año para los Overholt, el precio de la leche estaba por las nubes. La carne de vacuno había bajado como consecuencia del incremento de sacrificios, pero seguro que la situación se normalizaría ese mismo año.

A medio camino entre la casa y el granero, advirtió que algo no iba bien. Las vacas estaban demasiado calladas. No es que sean animales precisamente ruidosos, pero con sesenta vacas en el prado junto al granero, lo habitual era oír algún que otro mugido; y el ruido de los excrementos y la orina cayendo al suelo era casi constante. Al aproximarse, Paul comprobó a la luz del granero que allí no había vacas esperándole.

Era casi habitual que faltara alguna que otra vaca, incluso había ocasiones en las que no había ninguna, pero éstas eran las menos. Paul Overholt ahuecó las manos delante de la boca a modo de megáfono y gritó: «¡Suk, vacaaa! ¡Suk, suk, suk, suk, vacaaa!». Era el mismo reclamo que utilizaban su padre y su abuelo. Es más, conocía a muy pocos vaqueros que no llamaran así a sus vacas. Tan familiar le resultaba que jamás se había parado a pensar en lo ridículo que sonaba.

Las vacas ya no tardarían en venir, así que decidió aprovechar el retraso para prepararlo todo. Entró en la fresquera y comprobó que el tanque refrigerador de acero inoxidable de más de cinco mil quinientos litros funcionaba correctamente. La leche que había ordeñado la noche anterior estaba a 3,8 °C, la temperatura idónea. A continuación hizo circular por los conductos una solución de cloro para eliminar las bacterias. Concluida la desinfección, estimó que había pasado tiempo suficiente para que al menos algunas vacas se hubiesen acercado hasta el granero.

En ese momento entró en la fresquera su mujer.

– ¿Y las vacas? -preguntó.

– ¿No están ya ahí afuera? -inquirió Paul.

– No, no hay ni una -repuso ella.

– Las he llamado.

– Ya. Te he oído.

– Pues no sé -dijo él-. Puede que anoche me dejara la portilla cerrada. Lo dudo, pero iré a echar un vistazo. Tú adelántate y ve llenando de forraje los comederos y prepara la mezcla de sal.

Paul salió del establo y descendió hacia el prado siguiendo el arroyo. No recordaba haber cerrado la portilla, pero si lo había hecho, no sería la primera vez que hacía algo sin pensar, sobre todo con tantas cosas en la cabeza. Y la noche anterior había estado meditando sobre una conversación que había mantenido con sus hermanos la noche antes del Desastre y…

Paul Overholt tropezó y cayó al suelo. Sus pies habían chocado con algo, que resultó ser una vaca. El animal no se movió cuando Paul cayó sobre él, así que era poco probable que sólo estuviera dormido. En ese momento deseó haber llevado encima la linterna. Miró al animal de cerca, e incluso en la oscuridad pudo ver que estaba muerto y bastante hinchado, por lo que dedujo que llevaba así varias horas. Paul corrió hasta el granero, cogió la linterna y regresó. Cuando llegó al lugar, enfocó la linterna hacia la vaca muerta. No había señales de que hubiese sido víctima del ataque de algún depredador; no había sangre por ninguna parte, así que tampoco había sido obra de algún cazador insensato; la panza del animal tampoco estaba descolorida, lo que descartaba el impacto de un rayo; y no era una vaca que hubiese parido hacía poco y estuviese amamantando a su ternero, así que tampoco podía haber muerto de fiebre de la leche. No tenía otra opción que esperar a que amaneciera, para examinarla mejor, llamar al veterinario y que éste determinara la causa de la muerte. Lo último que deseaba es que aquello se extendiera al resto del rebaño. Y dependiendo de qué se tratara, era posible que tuvieran que desechar la leche ordeñada la noche anterior.

De momento, no obstante, el misterio no estaba del todo resuelto. Paul continuó hacia la portilla que pensaba podía haberse dejado cerrada. La encontró abierta de par en par. Llamó a las vacas de nuevo, pero no oyó nada. Paul enfocó el haz de la linterna hacia un bulto que obstaculizaba el camino. Era otra vaca, hinchada y rígida. El hallazgo le desconcertó por completo. Corrió hacia el arroyo que discurría al extremo del prado. Allí encontró otra vaca, muerta también. Y luego otra, y otra. Paul se detuvo, como paralizado, y elevó la linterna sobre su cabeza para iluminar el campo que se extendía ante él. A su alrededor, pero sobre todo a orillas del riachuelo, yacían las vacas, inertes.

Gdansk, Polonia

El doctor Alexander Zielenski entró en la sala de urgencias del Hospital St. Stanislawa con Anna, su hija de cinco años, en brazos. La niña se había puesto enferma esa noche. Parecía un simple dolor de estómago, pero en lugar de mejorar, los síntomas se habían ido agravando con el paso de las horas. Al principio había intentado atajar el dolor, pero la niña había sufrido varios accesos de vómito incontrolados, seguidos de episodios de diarrea aguda, y el doctor decidió llevarla al hospital. El aparcamiento estaba completo, hecho nada habitual a aquella hora del día, así que acercó el coche hasta el aparcamiento reservado al personal sanitario y estacionó en su plaza reservada. Al entrar en la unidad de urgencias comprobó enseguida por qué el aparcamiento estaba lleno. La sala estaba repleta de hombres, mujeres y niños esperando a que les atendieran. Los pocos que se encontraban relativamente bien ocupaban las sillas y bancos de la sala. El resto yacía tumbado en el suelo, donde sus familiares intentaban confortarlos. El aire apestaba a vómito.

El doctor Zielenski examinó con detenimiento los rostros de los pacientes que, demacrados, parecían víctimas de desnutrición severa.

– Gracias a Dios que estás aquí, Alexander -oyó que decía una voz familiar a su espalda-. Toda ayuda es poca.

Se volvió y comprobó que era su colega el doctor Josef Markiewicz.

– Oh, vaya -dijo el doctor Markiewicz al ver a Anna en brazos de su padre-. También ha caído la pobre Anna.

– ¿De qué se trata? -preguntó Zielenski.

– No estamos seguros todavía -repuso Markiewicz, y condujo a Zielenski al interior de un despacho vacío donde poder hablar con él en privado-. Por los síntomas, todo indica que se trata de cólera, pero estamos haciendo análisis para asegurarnos. Empieza con ardor de estómago y de garganta, seguido de vómitos severos y después de diarrea. Al principio las deposiciones son fecales, pero luego adquieren un aspecto acuoso y a menudo contienen sangre. Los pacientes sufren de sed y deshidratación extremas, pero cuanto beben lo expulsan a los pocos minutos. Presentan un cuadro de astenia y colapso físico; rasgos demacrados; piel húmeda y cianótica; luego aparecen calambres en las pantorrillas. Con el paso de las horas, el pulso se hace cada vez más débil e irregular, y la respiración más y más dificultosa. La muerte…

– ¡Muertos! -le interrumpió Zielenski, e instintivamente apretó a su hija aún más contra sí.