– ¿Qué es esto? -preguntó Judy, por fin-. ¿Dónde estamos?
Jason había seguido conduciendo caída la noche, hasta que perdió de vista la carretera y las condiciones le impidieron proseguir sin riesgo. Conocía la respuesta a las preguntas de Judy, pero no acababa de creérselo del todo. Señaló a la pantalla del GPS de la camioneta. Judy contempló el paisaje circundante y de nuevo volvió a mirar el GPS, donde se podía leer «cruce de la Interestatal 40 con Rio Grande Blvd., Albuquerque, Nuevo México».
Nueve meses después
Jerusalén, Israel
Nadie los vio llegar. Nadie los había vuelto a ver después del impacto del primer asteroide. Y entonces, de pronto, allí estaban -los profetas, los lunáticos-, levantando tantos recelos como el mensaje que seguro venían a anunciar. Recorriendo las calles de Jerusalén, con mucha parsimonia y resolución, repetían una y otra vez en hebreo: «¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra, por los siguientes toques de trompeta de los tres ángeles que van a tocar!». [12]
El cielo de Jerusalén era del gris de la arpillera cubierta de ceniza que colgaba de sus cuerpos, pero hasta donde la vista alcanzaba no se divisaban nubes de lluvia. Hacía dos años y medio que los campos de los kibutz yacían resecos y yermos. Sólo los que se regaban con agua de las desalinizadoras israelíes producían alguna que otra cosecha. No, el gris del cielo no era otra cosa que el cada vez más fino pero omnipresente manto de humo y de ceniza volcánica. La última erupción se había producido cinco meses atrás, pero la capa persistía, ocultando hasta una tercera parte de la luz del Sol durante el día y la de la Luna y las estrellas por la noche.
Cuanto habían augurado en el pasado se había cumplido, y ahora regresaban de nuevo. Aunque en el resto del mundo la mayoría seguía sin relacionar las profecías y lo acaecido sobre el planeta, las gentes de Jerusalén lo habían hecho ya hacía tiempo.
Enseguida se envió una unidad móvil de la televisión local para que los siguiera e informara sobre sus profecías. Pero ellos se limitaban a repetir lo mismo una y otra vez: «¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra, por los siguientes toques de trompeta de los tres ángeles que van a tocar!». Una extraña energía parecía envolver a los dos hombres y hacía temblar de miedo a cuantos se hallaban a su alrededor. Nadie osaba acercarse, ni siquiera la policía, que no tardó en acudir, pero que se limitó a mantener la distancia y observar.
La situación se alargó durante varias horas. Los profetas siguieron caminando, repitiendo su mensaje; la policía mantenía a raya a los curiosos, y cámaras y periodistas los perseguían. Entonces, en un giro inesperado de los acontecimientos, los hombres empezaron a caminar hacia el monte del Templo.
Nueva York, Nueva York
Cuando Decker llegó al despacho de Christopher Goodman, Robert Milner ya estaba allí. El televisor estaba encendido y era evidente que se habían enterado ya de las noticias procedentes de Jerusalén. Sin mediar palabra, Christopher le invitó a sentarse en el butacón de cuero situado junto al suyo, y allí tomó asiento, reuniéndose así con ellos ante la pantalla. Decker reconoció el escenario de inmediato. Se trataba de una de las calles de los alrededores del monte del Templo, en el casco antiguo de Jerusalén; él había estado allí en más de una ocasión. Un periodista británico narraba los hechos.
«Los dos hombres continuaron su marcha sin provocar incidentes hasta que la policía se percató de que pretendían acercarse al Templo, el santuario más sagrado del judaísmo y principal atracción turística de Israel. Temerosa de que estos dos fanáticos pudieran perturbar a los fieles y a los visitantes del Templo, la policía les dio el alto, aunque infructuosamente. Como podrán comprobar los espectadores por las imágenes proporcionadas por nuestro corresponsal en la zona, la policía ha procedido entonces a su arresto. Al aproximarse la patrulla, compuesta por doce efectivos, los dos hombres cesaron por fin de repetir su mensaje y lanzaron la siguiente advertencia en hebreo a la policía: "Deteneos o probaréis la ira de Dios". La policía continuó su avance y entonces…»
En la pantalla, Decker, Christopher y Milner vieron ahora cómo los efectivos de la patrulla policial israelí empezaban a sufrir convulsiones y a gritar de dolor, e instantes después estallaban en llamas. Pero el fuego no procedía de los uniformes; más bien, había brotado del interior de sus cuerpos, ardiendo hacia el exterior y prendiendo después la ropa. A pesar de lo escalofriante de la escena, la cámara no había dejado de grabar captando cada uno de aquellos horrendos minutos mientras los dos hombres en arpillera permanecían allí de pie, entre alaridos y carne en llamas. No estaba seguro -la imagen a través de las llamas no estaba clara y los gritos ensordecían cualquier otro sonido-, pero a Decker le pareció ver que los dos hombres lloraban.
«Varios refuerzos policiales han abierto entonces fuego contra los dos hombres -continuó el reportero británico-, aunque con consecuencias igualmente terribles.» Se oyó entonces una ráfaga de disparos, pero era como si las balas no alcanzaran su objetivo. Y como sus compañeros antes que ellos, los policías que habían disparado ardieron instantáneamente. Tras la emisión de las espeluznantes imágenes, el periodista prosiguió con el relato.
«Muertos o agonizantes los miembros de la patrulla, y sin rastro de la llegada de refuerzos, los dos han reanudado en silencio su marcha hacia el Templo sin que nadie intentara detenerlos y dejando atrás los montones de carne humana carbonizada.»
La imagen cambió, prueba de que se habían cortado algunos minutos de la grabación, y en la pantalla aparecieron Juan y Cohen, en sus arpilleras cubiertas de ceniza, ante la amplia escalinata de piedra que asciende al Templo. La policía del Templo se mantenía a distancia, sus rifles en posición de alerta, intentando, al parecer, que la muchedumbre de fieles y turistas no se aproximara demasiado a los hombres, aunque nadie habría osado hacerlo. A mitad de la escalinata, acompañado por sólo unos pocos de sus ayudantes, que le seguían a cierta distancia a su espalda, había un hombre menudo con barba, ataviado con ropajes y un tocado muy elegantes. El periodista continuó:
«Al llegar a la escalinata del Templo, el sumo sacerdote judío, Chaim Levin, un hombre que rara vez se deja grabar por las cámaras, les esperaba a mitad de la escalinata. No sabemos si pretendía hacerles frente o si sólo había salido a presenciar el suceso en directo; lo cierto es que ya sea por temor o por respeto al sumo sacerdote, o porque su único objetivo era llamar la atención de Chaim Levin, los dos hombres no han seguido adelante. Al contrario, se han limitado a repetir su mensaje para que todos lo pudieran oír, añadiendo que la primera penalidad llegará pronto; han dado media vuelta y se han alejado tranquilamente. La cámara de nuestro corresponsal los ha grabado mientras se alejaban del Templo, seguidos por la policía y por algunos de los curiosos más osados».
La imagen había cambiado de nuevo, y ahora mostraba a Juan y Cohen en el extremo norte de la ciudad moderna.
«A las afueras, el ejército israelí aguardaba la llegada de los dos hombres, con aparente nerviosismo, temiendo correr, tal vez, la misma suerte que la policía. Pero llegados a los límites de la ciudad, y ante la mirada de cientos de personas y de nuestras cámaras -como podrán comprobar en estas increíbles imágenes-, los dos hombres se han detenido y se han esfumado.»
Al pronunciar el periodista estas palabras, Juan y Cohen desaparecieron de la pantalla, dejando a la muchedumbre de policía, periodistas, soldados y curiosos boquiabierta y mirándose unos a otros con incredulidad.
«Que estos hombres, a los que conocemos como Juan y Cohen, poseen poderes fuera de lo corriente es ya innegable -decía ahora el reportero, cuya imagen aparecía por primera vez en pantalla desde el comienzo del reportaje-. En Israel, muchos achacan la larga sequía en la zona a la intervención de estos dos hombres y se afanan en destacar las sorprendentes similitudes entre las profecías que anunciaron en enero pasado y la devastación producida por los tres asteroides. Algunos creen incluso que ellos y sus seguidores son los responsables de que los asteroides modificaran su órbita para lanzarse contra la Tierra.