»Sean quienes sean -concluyó el comentarista-, visto lo que han hecho aquí hoy, no podemos sino plantearnos varios interrogantes: ¿son enviados de Dios como aseguran ser? ¿Acaso se trata de profetas apocalípticos? Y si no, ¿procede, entonces, su poder de otra fuente? Y si sí que son enviados de Dios, no cabe sino preguntarse: ¿nos hallamos ante una manifestación de la ira divina?»
Milner se acercó al televisor y lo apagó.
– ¿No podéis hacer nada para detenerlos? -suplicó Decker.
– Todavía no ha llegado la hora -contestó Christopher, meneando la cabeza-. El mundo no está preparado para conocer la verdad aún.
– Pero ¿cómo puedes estar seguro? -insistió Decker.
– Cuando estuve en el desierto de Israel, mi padre me dijo que sólo sabré que ha llegado la hora cuando comprenda lo que he de decirle al mundo y comprenda toda la verdad sobre mí mismo.
– ¿Y? -dijo Decker, instándole a continuar.
Christopher meneó la cabeza, señal evidente de su frustración.
– Pero esto no puede seguir así. ¡Tienes que hacer algo! ¡Alguien tiene que detenerlos!
Christopher dejó caer la cabeza y presionó las manos contra las sienes, como si intentara evitar que ésta estallara por la presión. Parecía sufrir un gran dolor. Decker no lo había visto así jamás.
– Decker -dijo Milner-, no hay nada que él pueda hacer.
Decker sabía que de haber podido hacer algo, Christopher ya lo habría hecho hacía tiempo. Su insistencia era fruto de su frustración, del dolor y la rabia. El mundo estaba al filo de la destrucción, habían muerto cientos de millones de personas, la mitad del planeta se debatía por encontrar comida y agua suficientes para sobrevivir, y aun así no había nada que ellos pudieran hacer. Decker apoyó su mano sobre el hombro de Christopher.
– Lo siento, Christopher -dijo-. Sé que todo esto te duele también, ¡pero es que es tan increíblemente insoportable!
– Lo sé, Decker -susurró Christopher sin levantar la mirada.
– Entonces, por el momento esperamos, ¿nada más? -preguntó Decker.
– Al menos no le harán más daño al planeta. -Christopher levantó la cabeza y dejó deslizar los dedos por las mejillas hasta quedar entrelazadas las manos-. Ahora se concentrarán en herir a la gente, nada más.
Parecía un augurio nada prometedor.
9
Dos meses después
Jerusalén, Israel
Pasaron casi dos meses antes de que Juan y Cohen fueran vistos de nuevo, y su aparición fue casi idéntica a la anterior, aunque en esta ocasión la policía recibió órdenes estrictas de no interferir o intentar apresar a la pareja si no se veían claramente amenazadas la seguridad o las instituciones públicas. Una vez más, Juan y Cohen recorrieron las calles de Jerusalén repitiendo su mensaje, y de nuevo se acercaron hasta la escalinata del Templo. Esta vez su mensaje era mucho más largo. Tal como apareció transcrito en los periódicos al día siguiente, decía así:
Escuchad, oh naciones de la Tierra, lo que el Señor, Dios de Israel, Creador del Cielo y de la Tierra, ha dicho: «¡Maldito el varón que confía en el hombre y hace de la carne su brazo, mientras de Yahveh se aparta su corazón! Será como tamarisco en la estepa». ¡Escuchad! Y el quinto ángel dio un toque de trompeta. Y vi una estrella caída del cielo a la tierra: se le dio la llave del pozo del abismo infernal, y abrió el pozo del abismo infernal, y del pozo subió humo, como el humo de un horno grande, y el sol y el aire se oscurecieron por el humo del pozo, y del humo saltaron a la tierra langostas, y se les dio poder como el poder que tienen los alacranes de la tierra; se les dijo que no hicieran estragos a la hierba de la tierra, ni a nada verde ni a ningún árbol, sino sólo a los hombres que no llevaran la marca de Dios sobre la frente; y se les concedió no que los matasen, sino atormentarlos por cinco meses, con un tormento como el que produce el alacrán cuando pica a un hombre; y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la encontrarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos. [13]
Como en la ocasión anterior, tan pronto hubieron hecho su anuncio ante el Templo, Juan y Cohen abandonaron el lugar y caminaron hasta el extremo norte de la ciudad. Allí, rodeados de testigos, y de cámaras que emitían el suceso en directo para todo el mundo, volvieron a esfumarse. Como esta vez no hubo muertes, las cadenas carecían de material morboso para sus emisiones, pero aprovecharon la oportunidad que les brindaba el acontecimiento para volver a emitir las imágenes de quienes habían muerto calcinados durante la anterior aparición de la pareja.
Diez días después
Nueva York, Nueva York
Decker Hawthorne dio una propina al taxista y se apeó del vehículo, que se había detenido ante el edificio de la Secretaría de Naciones Unidas. Hacía un día deprimente, cubierto de niebla, como lo eran ahora casi todos, aunque la situación mejoraba poco a poco. Buena parte de la ceniza volcánica se había depositado, y la temperatura ya sólo era doce grados más baja que la habitual; así y todo, el Sol no se veía con claridad más que de tanto en tanto. La hierba había vuelto a salir; lo que era de agradecer teniendo en cuenta que, a pesar de que la ausencia de luz solar había atrofiado el crecimiento de las plantas herbáceas, aún se esperaba obtener cuando menos una pequeña cosecha.
Al acercarse a las puertas giratorias que brindaban acceso al vestíbulo de la Secretaría General, oyó un sonido parecido al de un helicóptero aproximándose y levantó la vista. En vez de un aparato, Decker se encontró con que el manto de ceniza volcánica parecía haberse transformado, de pronto, en un espeso líquido gris, que se derramaba lentamente sobre la tierra. Entornó los ojos para ver mejor qué era aquello, pero sin éxito. Cuanto más descendía la nube oscura, más intenso era el ruido. De una carrera Decker se refugió bajo la marquesina de la entrada del edificio, y volvió a mirar hacia arriba. El ruido era ya un rugido que parecía retumbar sobre toda la ciudad. El grueso de la masa oscura se hallaba a poco más de un centenar de metros sobre el suelo, pero en algunas partes se derramaba como petróleo, cubriendo la sección superior de los edificios circundantes e incluso las ramas más altas de los árboles. De pronto empezó a oír cómo la gente gritaba aterrorizada a su alrededor, y al fijarse, descubrió por fin de qué se trataba: era una nube inmensa de insectos, pero de una especie que él no había visto jamás. Tenían el tamaño de pájaros pequeños; y se contaban por millones.
Decker corrió hacia la puerta, pero ya se habían posado sobre él una docena de insectos. Consiguió pasar al interior, pero con él lo hicieron también un centenar más de aquellos bichos. Los que él llevaba encima se habían prendido de su ropa, pero entonces uno trepó por el cuello de la camisa hasta la nuca. Decker alzó la mano para apartarlo, pero no llegó a tiempo y un dolor abrasador estuvo a punto de derribarle al suelo cuando la criatura, simultáneamente, le picó con el aguijón de la cola y le mordió para chupar su sangre. En el vestíbulo, la gente chillaba y palmoteaba desesperada, mientras los insectos mordían y picaban allí donde hallaban una fracción de carne descubierta.
El dolor era casi insoportable, pero Decker se llevó la mano de nuevo a la nuca para intentar aplastar el insecto. La criatura, que era más grande de lo que esperaba, casi le llenaba la palma de la mano. Como no podía aplastarlo, se lo arrancó del cuello, lo arrojó contra el suelo y lo pisó. El dermatoesqueleto no cedió hasta que no hubo descargado todo su peso sobre él, y entonces reventó y salpicó el suelo de entrañas y sangre -incluyendo parte de la que ya le había chupado a Decker.