A su alrededor todo eran llantos y quejidos, pero tampoco es que le importara. Unos pocos suplicaban la muerte, pero el dolor que sentía Decker era demasiado intenso como para que los problemas de los otros pudieran distraerle. Dieciséis verdugones enormes, de entre quince y veinte centímetros de diámetro, le cubrían la piel de arriba a abajo. La temperatura le había subido a treinta y nueve grados y medio, como consecuencia de la reacción del cuerpo al veneno. Jamás había experimentado un dolor semejante. Gimoteaba, y las lágrimas no cesaban de surcar sus mejillas, pero ni siquiera lo sabía. Los médicos le habían suministrado las dosis más elevadas de una docena de tranquilizantes diferentes, pero ninguno había surtido efecto. Cada segundo que pasaba era una eternidad. El tiempo se había detenido, y ahora sólo conocía el tormento.
De entre la selva de perchas metálicas que poblaba el espacio junto a su cama, con sus zarcillos y sus frutos de plástico transparente, le observaba un rostro familiar, aunque Decker no lo veía. Christopher Goodman miró a su alrededor, para cerciorarse de que no había médicos ni enfermeras cerca, y extendiendo la mano tocó a Decker en la frente. Al hacerlo, una placentera ola de alivio recorrió el cuerpo de éste. Estaba agotado, pero en ese mismo instante desaparecieron el dolor y la fiebre.
– ¿Cómo estás, viejo amigo? -preguntó Christopher, con una sonrisa.
Decker rompió a llorar, aliviado.
– Gracias -dijo sollozando, y alargó la mano para tocar el brazo de Christopher.
– He venido en cuanto me he enterado -contestó Christopher.
Decker miró a los que seguían tumbados a su alrededor, y luego levantó la vista hacia Christopher. Éste asintió con la cabeza y se alejó. Christopher se movía rápidamente de cama en cama pero, a diferencia de lo que había hecho con Decker, ahora, cada vez que tocaba a uno de los pacientes, susurraba suavemente «duerme», y éstos se sumían silenciosamente en un sueño apacible, ignorando el regalo que les había sido otorgado.
Con enorme esfuerzo, Decker consiguió mantener los ojos abiertos, para ver como Christopher abandonaba la sala para atender a otros pacientes. Luego se quedó dormido.
10
Dos días después
Nueva York, Nueva York
Al despertar, Decker se encontró rodeado por varios médicos de la ONU, que examinaban su cuerpo, extrañados. Los verdugones habían desaparecido, igual que los de los demás pacientes. Era algo que los médicos no se podían explicar. En el resto del mundo, las víctimas del primer día de ataques de los insectos no se habían recuperado todavía. Los resultados del análisis del veneno apuntaban a que su efecto podía tardar una semana o más en remitir. Y, sin embargo, se hallaban ante un único grupo aislado de pacientes que parecían ser la excepción a la norma. En su caso, no sólo había desaparecido el dolor; la recuperación era completa e incluso algunos aseguraban no haberse sentido tan bien desde hacía años.
Decker se incorporó en la cama. Varios pacientes habían abandonado ya el dispensario.
– ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -preguntó a la médico encargada.
– Dos días -contestó.
– ¿Y qué hay de…? Esto… -Decker vaciló, sin saber cómo referirse exactamente a los insectos que le habían atacado.
– ¿Las langostas? -dijo la doctora, echándole una mano con la pregunta. Decker asintió, ligeramente sorprendido ante el término escogido-. Siguen aquí.
Decker encontró su ropa y sus zapatos en una taquilla, y empezó a vestirse. El traje, que había sido nuevo, estaba todo agujereado como resultado del ataque de los insectos. Una vez vestido se miró al espejo. La barba de dos días y aquel traje andrajoso le daban un aspecto absolutamente desaliñado. Pero se podría asear y mudar de ropa más tarde; por el momento, lo que deseaba antes que nada era ver a Christopher.
– ¡Cuánto me alegro de que estés bien! -exclamó Jackie Hansen, al tiempo que corría a darle un abrazo a Decker, nada más entrar éste en la oficina de Christopher, en la misión italiana-. Fui a verte al dispensario, pero tenías tanto dolor que dudo mucho de que te enteraras de que estaba allí.
– Es poco lo que recuerdo salvo el dolor -dijo Decker, devolviéndole el abrazo-. ¿Está Christopher?
– Acaba de salir, pero no tardará en volver. Puedes esperarle en el despacho, si quieres -le ofreció Jackie.
– Gracias -dijo Decker dirigiéndose hacia la puerta del despacho.
– El subsecretario Milner también le está esperando.
– Oh -dijo Decker. Desde que Christopher regresó del desierto israelí, Milner no parecía separarse de él ni un instante.
– Por cierto, bonito traje -añadió Jackie sonriendo, e introdujo el dedo meñique en uno de los agujeros.
Decker puso los ojos en blanco.
Cuando entró en el despacho, Milner estaba sentado a la mesa de Christopher y hablaba por teléfono. Levantó la vista y empezó a examinarle con lo que Decker interpretó como un gesto de desaprobación; no se trataba solamente de los agujeros del traje o de la barba sin afeitar. Había algo más.
Decker le saludó con un gesto, sin estar muy seguro de qué era lo que había provocado aquella extraña reacción en Milner, y se acercó hasta la ventana. Abajo, la calle estaba prácticamente desierta. Había menos de una docena de coches, y sólo un par de peatones, que se desplazaban a toda prisa. Pasado un momento, Christopher entró en el despacho.
– Decker, ¿cómo te encuentras? -preguntó Christopher con cierta emoción en la voz.
– De maravilla -repuso Decker-. Gracias por lo que hiciste. Supongo que no debería sorprenderme en lo más mínimo, pero no sabía que pudieras hacer cosas así.
– Yo tampoco -contestó Christopher-. En ese momento, me pareció que era lo más natural que podía hacer.
Robert Milner colgó el auricular e hizo ademán de unirse a la conversación, pero Christopher se le adelantó.
– Bienvenido -dijo, volviéndose hacia él-. Te hacía en España.
– Y así era -contestó Milner-, hasta que me enteré de lo ocurrido en el dispensario de la ONU.
– ¿Quieres decir que la gente sabe lo que ocurrió? -le interrumpió Decker.
– No -contestó Christopher tranquilamente-. No exactamente. Lo único que se sabe es que, por una razón inexplicable, los pacientes del dispensario experimentaron una recuperación inusitadamente rápida.
– Christopher, no puedes correr esta clase de riesgos -dijo Milner-. ¿Y si alguien te ve? -Milner había levantado la voz, aunque a causa de la preocupación y no con ira.
– Cuando me enteré de que habían atacado a Decker, sentí que no podía abandonarle -insistió Christopher.
– No -dijo Milner, mientras miraba a Decker frunciendo el entrecejo y meneando la cabeza-. Supongo que no. Pero ¿era necesario curar a todos los demás? Los médicos podrían haber pasado por alto la recuperación de una persona, pero ¿cómo lo iban a hacer del dispensario entero?
– Estaban sufriendo mucho. Tenía que hacer algo.
– Christopher, hay gente sufriendo en todo el planeta. En la guerra entre China, India y Pakistán murieron más de cuatrocientos millones de personas, y cientos de millones más lo hicieron a causa de los asteroides. En China se mueren de hambre porque cientos de miles de hectáreas de tierras de cultivo en el litoral han quedado inutilizadas por la sal que dejaron atrás los tsunamis. La costa oeste del continente americano no es ya más que un yermo pantanal. Lo que queda de Japón, Filipinas, Malasia y el resto de países que antes dependían de la pesca en el Pacífico se han visto obligados a racionar los alimentos y carecen de una industria que las sustente. Las cosechas no cubren más que una mínima parte de las necesidades a lo largo y ancho del planeta… -Milner se detuvo aquí, pero podía haber seguido con aquella lista mucho más tiempo-. Pero tú sabes tan bien como yo -concluyó- que todo esto es parte del proceso. Igual que las contracciones en un parto. Es una fase del nacimiento de la era que está por llegar. Si intervienes en ese mecanismo de cambio, puedes eliminar el dolor, pero también te arriesgas a minar por completo el proceso de alumbramiento.