– Bob, no fueron más que un puñado de personas -argumentó Christopher.
– Por lo que he oído, eran más de cien.
– Pero es imposible que esto pueda alterar en lo más mínimo el proceso.
– Sí que podría, si alguien llega a verte.
– Tuve mucho cuidado.
Milner suspiró; había dicho lo que tenía que decir y no iba a discutir más sobre el asunto.
– Bueno -dijo suspirando otra vez-, supongo que ya no hay nada que podamos hacer.
– Ya verás como no pasa nada -dijo Christopher.
– Pero no dejes que vuelva a ocurrir. Ya sé que es muy duro ver sufrir de cerca a la gente, pero no te puedes permitir que el corazón gobierne sobre la razón.
– Lo sé, Bob. Lo sé -contestó Christopher-. Gracias por estar aquí para recordármelo.
– ¿Y estás seguro de que no te vio nadie?
– Tuve mucho cuidado.
Hubo una pausa, y Decker aprovechó la oportunidad para intentar obtener las respuestas a algunos interrogantes.
– La doctora de la división de servicios médicos llamó, «langostas» a los insectos. ¿Es acaso una coincidencia o sabe ya la gente que Juan y Cohen están detrás de todo? Lo digo porque doy por descontado que esos bichos son las «langostas» de las que hablaban Juan y Cohen en su profecía.
Robert Milner sacó un ejemplar de The New York Times de su cartera. Las primeras páginas incluían, casi exclusivamente, artículos sobre las langostas -informaciones sobre los lugares donde habían atacado, estimaciones del número de personas afectadas por las picaduras, consejos para sellar casas y edificios-, y una encuesta de ámbito internacional en la que el ochenta y seis por ciento de los encuestados hacían responsables de los ataques a Juan y Cohen. Milner señaló un titular en el que se podía leer: «Continúa la búsqueda de los "profetas" en Israel».
– No los van a encontrar, está claro -dijo Milner.
Decker se sentó y leyó por encima uno de los artículos. Los enjambres de langostas habían azotado el hemisferio norte y los trópicos. Las únicas zonas que se libraron del ataque estaban en el hemisferio sur, donde ahora era invierno. Al parecer las langostas eran sensibles a las bajas temperaturas. Las bandadas eran tan grandes que podían rastrearse fácilmente por satélite y por radar, permitiendo así a la Organización Meteorológica Mundial anticiparse a los ataques y advertir a tiempo a la población de las ciudades hacia las que se dirigían. Con todo, todavía no era seguro permanecer demasiado tiempo en el exterior, porque había grupos más reducidos de alimañas que se separaban de los enjambres principales y cuyos movimientos resultaba imposible rastrear ni predecir. Hasta el momento, el empleo contra los insectos de pesticidas aprobados por la ONU no había dado resultado.
Además de provocar un dolor agudo, el veneno de las langostas interfería con la actividad de los riñones y el hígado, alterando la eliminación de la toxina así como la acción de los tranquilizantes. Irónicamente, ejercía el mismo efecto sobre los sedantes (inductores de la muerte) aprobados por la ONU, y aun también hacía ineficaces, sin razón aparente, los inhibidores de la sodio-potasio-ATPasa (antaño empleados en las ejecuciones). Así que, aunque muchas de las víctimas habrían optado de sumo grado por acabar con su vida antes que soportar el dolor, es dudoso que los medicamentos paliativos aprobados por la Organización Mundial de la Salud hubieran conservado su efectividad.
– Tengo una reunión en Barcelona dentro de cuatro horas y media -dijo Milner cerrando su maletín-. No puedo perder el próximo avión supersónico que sale del aeropuerto Kennedy.
Decker levantó la vista del periódico.
– Ten cuidado ahora cuando vayas a por el coche.
– El chófer viene a recogerme a la puerta. Es relativamente seguro salir, siempre que sea por unos pocos minutos. Además, me han dicho que se las oye venir, a las langostas.
– Bueno, sí -dijo Decker, que tenía experiencia-, si vuelan en un enjambre de gran tamaño.
– No me llevará más de unos pocos segundos llegar hasta el coche. Seguro que no me pasa nada.
– Está bien -dijo Decker-. Pero, créeme, ¡más vale que no te pique uno de esos bichos!
– Lo tendré en cuenta -dijo Milner.
Decker volvió a su artículo mientras Christopher acompañaba a Milner fuera del despacho. Cuando regresó, Decker le habló con reconocimiento.
– Bueno, yo sí que entiendo lo que hiciste. Y te lo agradezco.
– Sólo quiere lo mejor -repuso Christopher-. Él mira el bosque, no los árboles.
– Ya, pero no entiendo cómo puede esperar que te mantengas al margen y no hagas nada, estando en tu mano paliar el sufrimiento de una persona.
Christopher se encogió de hombros. Había dado por zanjada la discusión.
– ¿Qué planes tienes? -le preguntó.
– Pues me gustaría pasar por casa, para darme una ducha y cambiarme de ropa, pero no es que me atraiga demasiado la idea de volver a salir ahí fuera. Bastante he tenido con tener que correr hasta aquí desde el otro lado de la calle -dijo refiriéndose al trayecto desde el edificio de la ONU hasta la misión italiana-. No me veo corriendo tres manzanas y subiendo una larga escalinata, para llegar al Hermitage.
La cómoda proximidad del apartamento de Decker a la ONU implicaba, sin embargo, no necesitar coche, y había muy pocos taxistas dispuestos a arriesgarse a salir con las langostas. Si quería ir a casa, tendría que hacerlo a pie.
El teléfono de Christopher emitió un zumbido, anunciando una llamada interna de Jackie Hansen.
– Señor embajador, está aquí el embajador Tanaka, que desea verle -le anunció refiriéndose al embajador de Japón, miembro permanente del Consejo de Seguridad, en representación de los países de la cuenca del Pacífico.
– No esperaba ninguna visita -dijo. Pero habría sido una grave falta de etiqueta hacer esperar al embajador, así que al momento añadió-: Hazlo pasar.
El embajador Tanaka era un hombre esbelto, que rondaba los setenta y tantos. Era miembro permanente desde hacía siete años, y antes de eso había sido miembro temporal del Consejo durante dos años.
– Embajador -empezó Tanaka al entrar-. Le ruego disculpe esta intromisión, pero…
– Ni mucho menos, embajador -le tranquilizó Christopher cordialmente-. ¿Qué se le ofrece?
El embajador japonés parecía incómodo, como si no supiera por dónde empezar o como si lo que había pensado decir le resultara ahora inapropiado y más difícil de formular de lo esperado. Christopher se mantuvo a la espera.
– Embajador, ya sabe que siempre he respaldado el buen quehacer del subsecretario Robert Milner y del Lucius Trust. El subsecretario lleva años anunciando la llegada de un krishnamurti, el soberano de la Nueva Era. -El embajador Tanaka no podía ocultar el malestar que le producía hablar del asunto, pero le superaba la determinación de cumplir con la misión en la que ya se había embarcado. Decker intentó disimular su propia inquietud ante el objeto al que a todas luces apuntaban las palabras de Tanaka-. En el Trust -continuó Tanaka-, se ha dicho siempre que, antes de morir, el subsecretario Milner y Alice Bernley verían al krishnamurti. -Tanaka hizo otra pausa y continuó-: La directora Bernley ya ha muerto. -El embajador Tanaka calló y bajó la mirada hacia el suelo. Decker levantó los ojos hacia el techo y se mordió el labio inferior; ya no había duda de adónde les llevaba Tanaka con su soliloquio-. Por favor -dijo Tanaka suplicante-, las langostas han picado a mi nieta. Se muere. Habían venido de Japón a visitarnos y…