– Embajador, nadie ha muerto a causa de las picaduras de las langostas -dijo Christopher, pero la interrupción no amedrentó a Tanaka.
– Embajador Goodman, ¿es usted el krishnamurti, el soberano de la Nueva Era?
Decker ocultó la cara en la palma de la mano. Se alegró de que el embajador Tanaka no estuviera mirándole, porque seguro que la expresión de su rostro habría delatado la verdad. Al asomarse entre las rendijas de los dedos, le alivió constatar que Christopher manejaba la situación con mucha más calma.
– Embajador Tanaka -contestó Christopher-, el subsecretario Milner también me ha hablado de la profecía sobre este soberano, pero me temo que…
– Sé que curó a los que estaban en el dispensario de Naciones Unidas -le interrumpió Tanaka.
Christopher se quedó mudo. Tanaka continuó.
– La señora Love me ha dicho que le vieron salir justo después de producirse la mejoría de los pacientes -dijo refiriéndose a Gaia Love, que había sido nombrada nueva directora del Lucius Trust tras la muerte de Alice Bernley-. Por favor, si es usted el krishnamurti, tiene que curar a mi nieta. Es muy pequeña, no tiene más que ocho años. La han picado once veces.
En ese momento, la puerta se abrió de par en par, y Decker y Christopher vieron como Jackie Hansen intentaba impedir el paso a un hombre de rasgos asiáticos, de treinta y pocos años. En sus brazos llevaba el cuerpo exánime de una niña -la nieta del embajador-, cuidadosamente envuelta, debido a la fiebre, en una espesa manta de algodón azul.
– Señor -decía en ese momento Jackie Hansen-, no puede pasar sin ser anunciado.
– Está bien -dijo Christopher al instante-. Déjale pasar.
Jackie se hizo a un lado y cerró la puerta después de que el joven hubo entrado.
– Éste es mi hijo Yasushi y… -Tanaka retiró con delicadeza la manta que cubría la cara de su nieta-. Y ésta, mi nieta Keiko.
Christopher miró a la niña un momento, pero enseguida retiró la vista y se volvió bruscamente hacia la ventana.
– Lo siento -dijo finalmente-, no puedo hacer nada. Debería estar en un hospital.
– Los médicos dicen que no hay nada que ellos puedan hacer -replicó Tanaka-. Pero usted puede curarla.
– Lo siento -repitió Christopher.
Una expresión de derrota barrió lentamente la esperanza que, hasta ese momento, se había podido leer en el rostro del embajador. Por un momento, Tanaka se quedó allí, inmóvil, mientras Christopher seguía mirando por la ventana. Finalmente, el embajador miró a su hijo y luego al suelo.
– Siento haberle molestado, embajador -dijo Tanaka, y se dirigió hacia la puerta para abrirle paso a su hijo. Christopher siguió sin volverse, mientras el embajador Tanaka, su hijo y su nieta abandonaban el despacho y cerraban la puerta tras de sí.
Christopher se giró, y miró sucesivamente a la puerta y a Decker. Entonces, de súbito, se acercó hasta la puerta y la abrió.
– Embajador -llamó-. Embajador Tanaka -dijo-, por favor, vuelvan.
Tanaka entró inmediatamente en el despacho, seguido por su hijo, con la niña. Christopher les esperaba junto a la puerta, que se encargó de cerrar una vez estuvieron dentro.
– Embajador, me pone usted en una situación muy comprometida -dijo Christopher.
– Entonces, ¿la curará? -dijo Tanaka, que buscaba conseguir una respuesta afirmativa de Christopher, antes de que cambiara de parecer.
– Lo haré, sí -contestó Christopher-. Pero han de prometerme, usted y su hijo, que no revelarán nada de esto a nadie. Y menos aún al subsecretario Milner y a la señora Love -añadió casi en un susurro.
– Sí, por supuesto. Lo que sea -dijo Tanaka volviéndose hacia su hijo, que también asintió.
Christopher se acercó a la niña y, con sumo cuidado, retiró la manta, que le cubría el rostro. En el lado derecho de la frente tenía una picadura que le había producido una hinchazón en todo ese lado de la cara, deformando horriblemente sus dulces rasgos. Entonces, posó su mano sobre el verdugón y susurró en japonés naorimasbita, que significa «estás curada»; al instante la hinchazón desapareció. Decker miró a Christopher y le sobresaltó la expresión de aprensión que por un momento nubló su mirada. Era una mirada que ya había visto antes.
El embajador Tanaka retiró la manta para examinar a su nieta. Los verdugones habían desaparecido así como la fiebre. El asombro en su rostro era evidente. Había acudido a Christopher en busca de un milagro, pero era evidente que no lo había creído del todo posible. Tanaka cayó postrado de rodillas a los pies de Christopher y empezó a repetir una cantinela en japonés, que Decker interpretó tenía tanto de adoración como de gratitud.
Christopher se agachó para levantarle.
– Por favor, embajador -dijo-, esto no es necesario. Sólo cumpla su promesa. Llévense a la niña unas semanas a algún lugar donde nadie vaya a hacer preguntas.
– Sí. Sí. Por supuesto. Lo que usted diga.
– Decker -dijo Christopher-, por favor, pídele a Jackie, con la mayor discreción posible, que despeje la oficina de personal, y luego acompaña al embajador, su hijo y su nieta hasta la salida. Asegúrate de que nadie de los que los vieron entrar les ven salir. -Decker asintió y salió del despacho. Al poco rato, regresó para acompañarlos a la salida, con la nieta del embajador envuelta en la manta, igual que como cuando habían entrado. Al llegar a la puerta, Christopher detuvo al embajador Tanaka.
– Embajador -dijo-, una pregunta.
– Lo que quiera -contestó Tanaka.
– ¿Tiene idea de quién fue la persona que me vio salir del dispensario de la ONU, después de que se curaran los pacientes allí ingresados?
– Creo que fue la señora Hansen -dijo Tanaka.
– Hmm… Bien. Gracias -dijo Christopher-. Supongo que volveré a verle en la reunión del Consejo de Seguridad del próximo jueves, ¿no?
– Sí -dijo Tanaka con una reverencia. Teniendo en cuenta que el embajador Tanaka rara vez cumplía con el saludo japonés tradicional fuera de su país, esta reverencia resultó particularmente respetuosa.
Cuando regresó Decker, Christopher ya había llamado a Jackie al despacho. Una vez le hubo asegurado Decker a Christopher que todo había ido bien, Jackie prosiguió con su explicación.
– Estaba en el dispensario tratando de reconfortar a Decker -dijo-. Estuve allí una media hora y luego salí un momento para ir al aseo. Cuando regresé, vi cómo te ibas, y di por hecho que habías ido a visitar a Decker. Pero cuando llegué a su cama, él estaba perfectamente bien; todos lo estaban. Los verdugones y la fiebre habían desaparecido. No supe qué pensar. Y entonces me enteré de que el efecto del veneno tardaba una semana en desaparecer. Iba a preguntarte sobre ello, pero como no estaba muy segura de qué decir, pues lo fui postergando. Y entonces, ayer, a la hora del almuerzo, fui al Lucius Trust, como de costumbre, para meditar. Mientras estaba allí -supongo que se me notaba que le estaba dando vueltas a algo en la cabeza-, Gaia Love me preguntó qué era lo que me preocupaba, y se lo conté. Intenté no ser muy precisa, pero creo que se lo imaginó. Espero no haber causado demasiados problemas -concluyó con un gesto de honda preocupación.