Christopher meneó la cabeza.
– No, no te preocupes -la reconfortó-. Pero no se lo comentes a nadie más. Y, por favor, si tienes alguna duda más, pregúntame a mí primero.
Jackie asintió conforme y se volvió hacia la puerta, pero antes de llegar se giró de nuevo hacia ellos.
– Sí que hay algo que me gustaría preguntarte -dijo remisa.
– ¿Si?
– ¿Curaste tú a las personas del dispensario?
– Sí -afirmó Christopher tajantemente.
– ¿Y también a la nieta del embajador Tanaka?
– Sí.
– Entonces… ¿eres el krishnamurti, el mesías de la Nueva Era?
– Sí.
Jackie levantó los brazos al aire, para a continuación cubrirse la boca con las manos.
– Lo sabía. Lo sabía -dijo.
– Jackie -dijo Christopher con voz firme-, no debes contárselo a nadie.
– No, señor no lo haré -prometió ella. Decker se fijó en que Jackie no había llamado jamás señor a Christopher en privado; al fin y al cabo lo conocía desde que ella tenía catorce años.
– Gracias, Jackie. Y ahora ve a ver si puedes devolver la oficina a su rutina habitual.
– Sí, señor.
Decker esperó a que Jackie saliera.
– Espero que hayas hecho lo correcto -dijo una vez estuvo la puerta cerrada.
– Creo que no tenía elección -contestó Christopher-. Iba a tener que contárselo tarde o temprano. Si se lo hubiese contado antes, nada de esto habría ocurrido, eso para empezar. Además, confío en ella totalmente.
Decker abordó entonces otro asunto que le tenía preocupado.
– Mientras curabas a la nieta del embajador, ha habido algo que no sé… Tenías una expresión rara en la cara, casi como si hubiera algo que te asustara.
– Oh. Bueno, yo… Seguro que no es nada. Sólo es que… ¿Recuerdas la extraña sensación que te conté me invadía cuando hacía viajes astrales?
– Sí, claro. Me contabas que era como pasear por una pradera, y que aunque todo a tu alrededor parecía estar en calma, sentías como si en algún lugar cercano se estuviese librando una batalla.
– Exacto -dijo Christopher-. Y, de una manera u otra, tenía la sensación de ser yo el objeto de esa batalla. Y a cada nuevo viaje astral, aun cuando seguía sin poder verla ni oírla, la batalla parecía estar cada vez más cerca y haberse recrudecido. Era como si alguien o algo tratara de atraparme, y como si alguien o algo distinto quisiera evitarlo. -Christopher se encogió de hombros y meneó la cabeza-. No sé.
– ¿Y has tenido la misma sensación cuando curabas a la niña? -preguntó Decker.
Christopher asintió.
– Y también cuando curé a las personas del dispensario.
– Yo ya te había visto esa expresión. Fue cuando visitamos al subsecretario Milner en el hospital.
Christopher volvió a asentir.
– Aquélla fue la primera vez que tuve ese sentimiento desde que dejé de hacer viajes astrales.
– Bueno, pues entonces -dijo Decker-, exceptuando aquella época, parece que has tenido esa sensación cada vez que hacías algo que podría considerarse sobrenatural.
Christopher guardó silencio un segundo antes de coincidir con la teoría de Decker.
– Pero ¿qué significa? -preguntó.
Decker se quedó pensativo un rato y luego meneó la cabeza.
– Ah, bueno -dijo pasados unos instantes-, tenemos otro asunto del que ocuparnos, ¿qué pasa con Gaia Love?
– Supongo que habrá que llamar al subsecretario Milner para que lo solucione -dijo Christopher extendiendo el brazo hacia el teléfono-. Hará todo lo que él le pida. Creo que estoy a tiempo de cogerle antes de que llegue al aeropuerto; así podrá llamarla desde el avión.
– ¿Vas a contarle lo de la nieta del embajador Tanaka?
– No. No hay motivos para preocuparle con eso ahora. Además -continuó Christopher mientras empezaba a marcar el número-, Tanaka puede no ser nuestro único problema. Se me ha pasado deciros que dos de las personas que curé en el dispensario de la ONU son las esposas de sendos miembros del Consejo de Seguridad.
11
Seis semanas después
Nueva York, Nueva York
El embajador Christopher Goodman, cómodamente instalado en su butacón preferido, disfrutaba de un amaretto con hielo mientras miraba las noticias, en el amplio estudio forrado de madera de su residencia oficial. Desde su primera embestida, las langostas eran las protagonistas de todos los telediarios. Además de la cobertura mediática de los ataques, los meteorólogos seguían sus movimientos desde el espacio, vía satélite. En el reportaje que en ese momento daban por televisión, aseguraban que había un noventa por ciento de probabilidades de que la ciudad de Nueva York sufriera, en el transcurso de los dos días siguientes, un nuevo ataque por uno o más, de tres grandes enjambres cercanos. Si se daba el caso, la ciudad tenía planeado suspender todas las actividades, salvo las básicas, para que la gente permaneciera en sus hogares y lejos de las calles.
Sonó el timbre de la puerta y Christopher sintonizó en el televisor la cámara de la puerta de entrada. El mayordomo ya había acudido a abrir. Era el embajador Toréos, de Chile, representante permanente de Sudamérica en el Consejo de Seguridad. El chileno no acostumbraba a presentarse sin avisar, pero que lo hiciera sólo -sin ningún ayudante-, y pasadas las nueve de la noche, era del todo insólito.
Christopher apagó el televisor y salió a recibirle.
– Buenas noches, embajador -dijo Christopher-. Pase, pase.
– Buenas noches -contestó Toréos algo violento. Sabía que se estaba saltando el protocolo al presentarse de aquella manera, pero estaba resuelto a hablar con Christopher.
– ¿Le importa que nos instalemos en el estudio? -le invitó Christopher educadamente-. Estaba disfrutando de un amaretto. ¿Le apetece algo de beber?
– Sí, gracias -contestó el otro.
– ¿Qué tomará?
– Eh… un amaretto estará bien.
Christopher se volvió hacia su mayordomo.
– Carl…
– Enseguida, señor -contestó éste-. Se lo serviré en el estudio.
– Gracias -dijo Christopher-. Embajador, por aquí, por favor.
El embajador Toréos siguió a Christopher hasta el estudio, y ambos tomaron asiento.
– Y bien, embajador, ¿a qué debo el honor? -le preguntó Christopher; antes de que Toréos pudiera contestar, llegó Carl con la copa del embajador.
– Embajador -empezó Toréos cuando el mayordomo se hubo ido, y quedó cerrada la pesada puerta de doble hoja-, ¿me permite que le hable con absoluta franqueza?
– Por supuesto, embajador -contestó Christopher, y luego ofreció-: Embajador, si se trata del proyecto de reforestación de su región, permítame que le asegure que puede contar con todo mi apoyo.
Christopher se refería a un proyecto de gran envergadura con el que se pretendía reforestar, a largo plazo, los casi 5,8 millones de kilómetros cuadrados de bosque tropical sudamericano destruidos por el primer asteroide. Aunque primordial para Sudamérica, el proyecto no era prioritario para la mayoría del resto de regiones, las cuales tenían que hacer frente a sus propios problemas. De momento, el proyecto estaba estancado. En el hemisferio sur todavía era invierno, y aun cuando la capa de ceniza se había disipado lo suficiente para empezar a plantar, era probable que, con la llegada de la primavera, las langostas viajaran al sur en busca de temperaturas más cálidas e impidieran a los trabajadores progresar en la replantación.
– Gracias, embajador -dijo Toréos-. Me alegra mucho saberlo, pero estoy aquí por un asunto de índole más personal.
Christopher ladeó la cabeza ligeramente hacia la derecha y levantó una ceja.