– Ya veo -dijo Ngordon-, pero estoy convencido de que descubrirá que Christopher Goodman no es otro que quien aparenta ser. Es uno de esos pocos hombres en el poder que anteponen el bien de la mayoría al beneficio de su propia región.
– Bueno -dijo el embajador Rashid con un revoloteo de manos-, ya veremos. -La alusión al carácter de Christopher Goodman brindó al embajador Rashid la oportunidad de preguntar a Ngordon sobre otro asunto-. Pero dígame -empezó-. He oído que cuentan unas historias muy extrañas sobre el embajador Goodman. Cosas muy curiosas, como que tiene el poder de sanar.
– Todo rumores -contestó Ngordon, desechando tajantemente la sugerencia-. Conocí a Christopher Goodman cuando no tenía más que veinte años, y en todo este tiempo no le he visto hacer nada fuera de lo normal. Vaya usted a saber cómo empiezan a correr estas historias. Yo me limito a no hacerles caso.
Ngordon miró su reloj. Eran las seis menos diez. Faltaban doce minutos para el ocaso -uno de los cinco momentos del día en los que los musulmanes devotos se colocan mirando a la alquibla, en dirección hacia la Ka'ba, en La Meca, para realizar la salat (oración ritual)-. Ngordon y Rashid se levantaron de la mesa y, concluida la ablución ritual o wudu, Ngordon condujo a su invitado hasta una habitación en el lado este del apartamento, donde una terraza se abría sobre Central Park. La temperatura en el exterior rondaba los diez grados y, mientras las zonas más cálidas del hemisferio norte seguían sufriendo incesantes ataques de los gigantescos enjambres de langostas, la llegada de días más fríos había mantenido a los insectos alejados de Nueva York durante casi dos semanas. El embajador Ngordon no dudó en abrir la puerta doble del balcón, que miraba al este y La Meca.
Los dos hombres tendieron sus alfombras de oración en el suelo y se arrodillaron a rezar. La oración se prolongaría unos quince minutos, hasta que el rojo resplandor del sol desapareciera en el horizonte, al oeste. Al encontrarse en pleno centro de Nueva York y en la fachada este del edificio, Ngordon iba a tener que confiar en su reloj, para calcular el momento exacto en que se produjera el ocaso.
Mientras pronunciaban sus oraciones por encima de los sonidos de la ciudad, más abajo, un pequeño enjambre de unas cincuenta langostas atravesó inadvertidamente el hueco de la puerta abierta de la terraza.
El embajador italiano ante Naciones Unidas, Christopher Goodman, entró en su despacho. No eran más de las nueve, pero llegaba más tarde de lo habitual después de haber desayunado con Decker Hawthorne.
– Ponme con el embajador Ngordon -le pidió a Jackie Hansen nada más entrar.
– El embajador Ngordon y el embajador Rashid fueron atacados por langostas anoche -contestó Jackie. Christopher la miró sobrecogido.
– ¿Es grave? -preguntó.
– No sé nada todavía.
– Bueno, pues entérate por mí, ¿quieres? Lo antes que puedas. Ah, y averigua dónde están ingresados.
– Otra cosa -añadió Jackie-, el subsecretario Milner le ha llamado ya tres veces. Quiere que le llame. Es urgente.
– Está bien, pásamelo -dijo Christopher, y entró en su despacho y cerró la puerta.
– Buenos días, Bob -dijo Christopher al teléfono, cuando Jackie le pasó la llamada-. ¿Qué pasa?
– Buenos días, Christopher -contestó Milner aceleradamente. Su voz delataba una honda preocupación-. Supongo que te habrás enterado ya de lo que les pasó anoche a los embajadores Ngordon y Rashid.
– Sí, me lo acaba de decir Jackie.
– ¿Qué pasará ahora con la votación sobre el Paquete Consolidado de Ayuda? -preguntó Milner.
– Me temo que nada bueno -dijo Christopher-. Los embajadores Khalid y Khaton están totalmente en contra -explicó, refiriéndose a los representantes temporales de Oriente Próximo y África oriental que iban a sustituir a Ngordon y Rashid en el Consejo-. Estoy convencido de que votarán en contra.
– ¿Puede posponerse la votación hasta que Ngordon y Rashid se hayan recuperado?
– No. Se ha fijado definitivamente para la sesión plenaria de esta tarde.
– Hay que hacer algo -dijo Milner-. El paquete debe ser aprobado como sea.
– Estoy de acuerdo contigo, por supuesto -dijo Christopher-, pero la votación no puede aplazarse.
Ambos guardaron silencio durante unos diez segundos, y luego Milner habló. Por su voz no quedaba muy claro si estaba inspirado o si había tomado una difícil decisión.
– ¿Dónde tienen a Ngordon y Rashid? -preguntó-. ¿Están ingresados?
– No lo sé. Le he pedido a Jackie que lo averigüe.
– Tienes que ir a verles.
Se hizo otra larga pausa, y luego Christopher pidió una aclaración:
– ¿Qué…? ¿Por qué?
– Tienen que estar presentes en la votación.
– Pero…
– Ya sé lo que he venido diciendo hasta ahora, pero no tenemos más remedio que hacer una excepción.
Cuatro horas más tarde, al abrir la sesión del Consejo de Seguridad, la embajadora alemana Helia Winkler, representante temporal de Europa, se encontró inesperadamente supliendo al embajador Christopher Goodman de Italia. No había avisado que fuera a perderse la reunión, y resultaba inimaginable que lo hiciera estando programada como estaba una votación de tan vital importancia. Pero las ordenanzas no podían ser más claras. Ante la ausencia de un representante permanente, el temporal debería ocupar su lugar hasta el regreso del primero o, en su defecto, hasta la elección de un nuevo representante permanente. Así las cosas, de entre los que este día ocupaban los lugares con derecho a voto en la mesa, tres eran miembros temporales: Winkler; el embajador de Uganda, que sustituía al embajador Ngordon; y el embajador de Siria, que reemplazaba al embajador Rashid.
Pocos minutos después de que se iniciase la sesión, Christopher entró silenciosamente en la sala. La embajadora Winkler no le vio entrar, así que permaneció en su sitio hasta que Christopher se acercó a ella y le dio un golpecito en el hombro. Ella se giró y con una sonrisa cedió el puesto a Christopher.
– Te estaba calentando el sitio -susurró ella.
– Gracias -dijo él devolviéndole la sonrisa.
Quince minutos después, mientras el Consejo escuchaba un informe sobre la producción agrícola, entraron en la sala los embajadores Ngordon y Rashid. Ellos, sin embargo, no pasaron tan desapercibidos como Christopher y quienes los sustituían no parecían estar tan dispuestos a cederles el puesto, pero sólo pudieron demorarse en los asientos unos segundos. Ngordon y Rashid ocuparon su lugar y la aprobación del Paquete Consolidado de Ayuda quedó garantizada. Más de uno lanzó una mirada a Christopher cuando los dos hombres hicieron su entrada, pero su expresión sólo reflejaba alegría por que los embajadores hubiesen llegado a tiempo para la votación, y Ngordon y Rashid, a su vez, no dieron señales de que Christopher tuviera nada que ver con su presencia en la sala. Los poderes de Christopher eran, prácticamente, un secreto a voces, aunque no lo suficiente como para que nadie se atreviera a interrogarle en público sobre las extrañas historias que de él se contaban.
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