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Diez semanas después

Washington, D.C.

En la Organización Meteorológica Mundial de Naciones Unidas, Ed Rifkin se rascó la cabeza y volvió a comprobar las coordenadas en su equipo.

– Ven a ver esto -le dijo al supervisor cuando estuvo seguro de que no cabía error alguno.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jeff Burke, supervisor de Rifkin.

– No estoy seguro. Hace un momento estaba siguiendo al enjambre 237a sobre el norte de África, y ahora ha desaparecido. Es como si se hubiese esfumado en el aire.

– Habrán descendido a tierra para alimentarse -sugirió Burke.

– No, señor. No lo creo. Las he visto bajar para comer muchas veces, y ésta ha sido diferente.

– A mí me ha pasado lo mismo en Mar del Plata, en Argentina -dijo otro rastreador.

– Ídem de ídem sobre Sidney, en Australia -se oyó que decía otra voz.

– Lo mismo en Miami.

Una docena más de rastreadores vocearon noticias similares. -¿Qué es lo que está pasando? -preguntó Jeff Burke-. Quiero un recuento de todos los enjambres y de todas las bandadas menores que se puedan rastrear. ¡Quiero saber lo que pasa, y lo quiero saber ya!

Sucedía que en todos los rincones del planeta las langostas se estaban muriendo. El enjambre que cayó sobre Sidney, en Australia, era tan grande que se tardó dos semanas en limpiar los restos de langostas, aun con la ayuda de decenas de miles de gaviotas y otras aves. En otros lugares, la elevada concentración de insectos en las ciudades atascó las alcantarillas y los desagües. La plaga había durado cinco meses en total. Y ahora se había esfumado tan rápido como había aparecido antes. Era tiempo de congratularse. Pero la celebración no iba a durar mucho.

Ocho semanas después

Jerusalén, Israel

Era lo último que nadie hubiese querido escuchar. Habían vuelto. Y de nuevo traían consigo un mensaje de ira contra los hombres de la tierra. Como en ocasiones anteriores, volvieron a recorrer las calles de Jerusalén voceando su mensaje hasta llegar al Templo. Entonces, al pie de la escalinata, Juan y Cohen anunciaron una nueva profecía.

Y el sexto ángel dio un toque de trompeta. Y oí una voz [procedente] de las esquinas del altar de oro que [estaba] ante Dios, que decía al sexto ángel que tenía la trompeta: «Suelta a los cuatro ángeles que están encadenados junto al gran río Éufrates». Y quedaron sueltos los cuatro ángeles que estaban preparados para aquella hora, día, mes y año, con el fin de matar a la tercera parte de los hombres. El número de las tropas de caballería [era] doscientos millones (oí su número). [14]

Cuando Juan y Cohen abandonaron el Templo, lo hicieron de nuevo seguidos por la policía, la prensa y muchos curiosos. Esta vez, la policía detuvo a la multitud cuando ambos se aproximaban a los límites de la ciudad. Allí les esperaba el ejército. Los soldados habían despejado la calle y evacuado los edificios que rodeaban el lugar donde los dos hombres se habían esfumado en las dos visitas anteriores. Todo estaba dispuesto para hacer cuanto fuera necesario para capturarlos o matarlos.

Juan y Cohen continuaron su marcha. Ante ellos, una gigantesca red de nailon cubría el ancho de la calle. Los profetas siguieron adelante como si nada. Cuando estaban a escasos metros de ésta, la malla se vaporizó y ellos atravesaron la línea. Un momento después, un helicóptero empezó a descender hacia ellos, portando una jaula de barrotes de hierro, de un metro cuadrado de área y sin base. De haberse separado, Juan y Cohen podrían haber esquivado con facilidad una trampa tan ridícula, pero, como se preveía, se negaron a abandonar su trayectoria y continuaron su camino mientras la jaula descendía sobre ellos. No obstante, tan pronto hubo tocado ésta el suelo, los barrotes se pulverizaron y la pareja siguió adelante, impertérrita. Con la repentina pérdida de peso, el helicóptero perdió el control, se estrelló contra uno de los edificios vecinos y estalló, prendiendo en llamas ese bloque y otros dos colindantes; el accidente se saldó con once muertos.

Entonces entró en acción el ejército de tierra. Cuatro escuadrones de soldados abrieron fuego simultáneamente contra los dos hombres. Las balas no surtieron efecto. Es más, como ya había sucedido siete meses atrás, cada uno de los soldados fue consumido por el fuego al instante.

Cuando llegaron al límite de la ciudad, los dos hombres volvieron a desaparecer, dejando atrás a muertos y moribundos.

Tres semanas después

Nueva York, Nueva York

Christopher echó un vistazo a su reloj y dejó escapar un pequeño suspiro. Había sido un día muy largo, y la reunión del Consejo de Seguridad por fin llegaba a su conclusión. Christopher, a quien por orden de rotación le tocaba ejercer de presidente del Consejo, iba a levantar la sesión, cuando pidió la palabra el embajador Yuri Kruszkegin, representante permanente del Norte de Asia. Kruszkegin era uno de los miembros más veteranos y respetados de todo Naciones Unidas, organización para la cual trabajaba desde los tiempos de la antigua Federación Rusa.

– Señor presidente -empezó Kruszkegin-, con motivo del nonagésimo aniversario de la fundación de Naciones Unidas, quisiera recordar a los presentes que hace ya más de cuatro años que este órgano opera de manera muy diferente a la que concibieron sus fundadores. Me refiero, en concreto, al hecho de que llevemos los cincuenta y dos últimos meses sin secretario general. Durante un breve periodo de tiempo, el inmediatamente posterior al fallecimiento prematuro de Jon Hansen, este órgano intentó cubrir el puesto, pero estábamos tan divididos que no logramos dar con un candidato de consenso.

»Desde entonces, hemos intentado operar por medio de un sistema de rotación, haciendo recaer en el cargo de presidente del Consejo prácticamente la totalidad de las funciones del secretario general, propiamente dicho. Estoy convencido, señor presidente, de que todos convendrán conmigo en que tanto el funcionamiento de este órgano, como el de la ONU en su conjunto, han demostrado ser más productivos y eficientes cuando estas responsabilidades recaían sobre la misma persona durante el mandato de cinco años establecido para el cargo de secretario general. Con demasiada frecuencia, han sido postergados o apartados para siempre asuntos de primera índole, cuando las responsabilidades del secretario general pasan al final de cada mes de un miembro del Consejo de Seguridad a otro.

»Creo que también reconocerán que los trágicos acontecimientos que han asolado nuestro planeta en los últimos tiempos, aun siendo terribles, han servido, no obstante, para acercar a los miembros del Consejo y formar un órgano más unificado. Señor presidente, estoy seguro de que este consejo ha alcanzado ya unos niveles de confianza mutua y de cooperación tales que deberíamos emplearnos a la labor de buscar un candidato que cubra la dirección de la Secretaría General.

»Como todos sabemos, el cargo requiere el talento y la dedicación de una persona muy especial; alguien que no ponga los intereses de su región por encima de los de las demás. Jon Hansen era una de esas personas. Creo que otro hombre de similar disposición ha aflorado como líder de este órgano.

»Señor presidente, señores miembros del Consejo, es por ello por lo que deseo nominar, para el cargo de secretario general, a un hombre cuya labor desinteresada para con la ONU y la población global ha quedado demostrada en repetidas ocasiones; un hombre que ha sido capaz, él solo, de forjar un consenso entre los países de su región para aportar la ayuda financiera y tecnológica necesaria para la implementación del Paquete Consolidado de Ayuda, y de convencer, uno a uno, al resto de miembros del Consejo de Seguridad para garantizar no sólo la aprobación del paquete, sino también su óptima funcionalidad para todas las regiones; un hombre que dotaría al cargo de secretario general de una visión y un saber hacer desconocidos, además de sabiduría y buen juicio; un hombre que denunció las monstruosas intenciones de Albert Faure, salvando así al mundo del régimen de un dictador comparable a Adolph Hitler o Joseph Stalin.

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[14] Apocalipsis 9,13-16.