»Señor presidente, nomino para secretario general al distinguido embajador de Italia, el hombre que tan buen servicio ha prestado a su región y al resto del mundo, el embajador Christopher Goodman.
El embajador Toréos de Chile, representante permanente de Sudamérica, a cuya esposa Christopher había curado, secundó la nominación rápidamente. El embajador Ngordon presentó la moción sin debate previo, y todo apuntaba a que fuera a someterse a votación sin que Christopher tuviera la oportunidad de abrir la boca. Finalmente, no obstante, aun cuando no se ajustase al reglamento, Christopher encontró el momento de poder hablar.
– No sé qué decir. Agradezco esta muestra de apoyo, pero no creo que esté de acuerdo con… Bueno, ¿podemos hacer una pequeña pausa y me lo pienso?
El Consejo de Seguridad acordó tomarse un descanso de media hora, y Christopher se dirigió rápidamente a su oficina para hacer una llamada. La podía haber hecho desde su sitio, en la sala del Consejo, pero necesitaba la privacidad que le prestaba su despacho. El pleno del Consejo de Seguridad se había emitido en directo por el circuito cerrado de televisión, y la noticia de la nominación ya había corrido como la pólvora por toda Naciones Unidas. De camino a la misión italiana, al otro lado de la calle, la gente iba dándole la enhorabuena; y al llegar al despacho, Jackie Hansen le recibió aplaudiendo.
– Oh, por favor, Jackie. ¿Tú también? No, por favor.
– Disculpe, señor secretario. No me he podido contener -repuso ella.
– No me llames «señor secretario» todavía -dijo él-. Ni siquiera he decidido aceptar el cargo.
– Pero no lo puedes rechazar. Es el lugar que te corresponde. Es tu deber; tu destino.
Christopher meneó la cabeza.
– No sé -dijo-. No sé si ha llegado todavía el momento. Mira, necesito que me localices a Decker y que pongas una conferencia con el subsecretario Milner de inmediato.
Decker Hawthorne estaba reunido, cuando un miembro de su equipo le informó de la nominación de Christopher. Después de excusarse, se acercó inmediatamente a un televisor para ver la emisión por circuito cerrado. Cuando se suspendió la sesión y Christopher salió de la sala del Consejo, Decker no se equivocó al suponer que éste se dirigía a su despacho, y se fue para allá. Cuando llegó. Christopher le estaba pidiendo a Jackie que lo localizara.
– Decker -dijo Christopher-, gracias por venir. Supongo que te habrás enterado de lo de la nominación.
– Lo he visto en el televisor del despacho. ¡Es estupendo! -Decker abrazó a Christopher y le dio unas palmadas en la espalda-. ¡Estoy tan orgulloso!
– Bueno, gracias. Pero no las tengo todas conmigo. Por lo que me había dicho el subsecretario Milner, esto no tenía que haber ocurrido hasta dentro de por lo menos unos meses.
Christopher y Decker entraron en el despacho y cerraron la puerta, mientras Jackie intentaba localizar a Milner por teléfono.
– Decker, necesito que me aconsejes. ¿Qué hago?
– Te agradezco la deferencia -dijo Decker-, pero no puedo competir con el subsecretario Milner a la hora de ponerle fecha a las profecías.
– No, pero tú tienes algo de lo que Bob Milner carece. Tú ves las cosas desde la perspectiva que te da la vida real, algo imposible para él. -Decker no pudo sino sentirse halagado-. No me interesa tu opinión sobre la profecía; quiero saber lo que te dice tu instinto.
– Bueno -contestó Decker, que respiró hondo y arqueó las cejas como si así fuera a ver con más claridad el futuro-, creo que debes aceptar. -Y añadió sonriente-: Y hazlo rápido, antes de que se arrepientan.
Christopher sonrió.
– Claro que hay que tener en cuenta que el cargo no está asegurado. Recuerda que tendría que recibir el apoyo unánime de todo el Consejo de Seguridad, y después someter mi candidatura a votación ante el pleno de la Asamblea General.
– Bueno, creo que es buena señal que no haya sido motivo de discusión; no parece que nadie tuviera objeciones que hacer. Y el hecho de que haya habido un consenso unánime para hacer un receso de media hora también es una señal positiva. Si alguien fuera a votar en tu contra, habría anunciado su intención ya en la sesión, ahorrándose tiempo a sí mismo y al resto del Consejo de Seguridad. Eso habría puesto punto final a todo el asunto. Creo que tienes muchas posibilidades. Pero, como decías, queda todavía la aprobación de la Asamblea General.
– Sí, y ahí podría estar la cuestión.
Sonó el teléfono, y Christopher contestó al tiempo que Jackie le pasaba a Robert Milner.
– Bob, acaba de pasar algo de lo más inesperado por aquí y necesito que me orientes -empezó Christopher.
– Cuéntame, Christopher. ¿Qué ocurre?
– Esto… -balbució Christopher-. Acaban de nominarme para ocupar el cargo de secretario general.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
– Bob, ¿estás ahí? ¿Qué hago? ¿Acepto?
– Bueno, se ha adelantado un poco la cosa -dijo finalmente-, pero ¡sí! ¡Acepta! ¡Acepta!
– ¡Extraordinario! -contestó Christopher.
– Cómo me hubiese gustado que Alice Bernley estuviera aquí para verlo.
– Y a mí, Bob -dijo Christopher afectuosamente-. ¿Cuándo regresas a Nueva York?
– Voy a tener que cambiar de planes, pero estaré ahí tan pronto como pueda.
– Perfecto. Nos vemos entonces. -Christopher colgó el auricular.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Decker.
– Dice que adelante.
Christopher regresó a la sala del Consejo de Seguridad y, en el ejercicio de sus funciones como presidente, reanudó la sesión. La votación fue unánime. Decker, que lo había acompañado hasta allí, recorrió con la mirada el círculo interior de escaños y pensó en las razones que habían llevado a cada uno de los miembros a votar a favor de Christopher. Las curaciones, de las que Christopher le había dado buena cuenta, explicaban algunos de los votos. A la derecha de Christopher estaba el embajador Ngordon, a quien éste había curado de las picaduras de langosta. Junto a él estaba Kruszkegin. Decker había tratado con él en el pasado y concluyó que éste sencillamente sentía cuanto había dicho al presentar su nominación; es decir, que la ONU necesitaba un secretario general a tiempo completo y que Christopher era un candidato cualificado, que podría contar con el beneplácito de sus colegas. Dos de los otros miembros permanentes estaban íntimamente relacionados con el Lucius Trust, razón suficiente para que ofrecieran su apoyo incondicional. Luego estaba el embajador Rashid, que, al igual que Ngordon, había sido sanado por Christopher; lo mismo que la esposa del embajador Toréos y que la nieta del embajador Tanaka. Con todo, quedaban dos votos para los que Decker no encontraba una explicación, aparte de que Christopher había trabajado con ambos y estaba muy bien considerado por todos.
Había, no obstante, otro factor en juego y no era otro que las últimas profecías de Juan y Cohen. Tan incuestionable era la magnitud de sus amenazas como inexplicables las dramáticas escenas del fallido intento por detener o eliminar a aquellos dos hombres. Aun así, sucede que quienes ocupan puestos de responsabilidad no aceptan con facilidad -y, por tanto, son incapaces de afrontar- cuanto entra en conflicto con la percepción de la realidad sobre la que se sustenta su poder. Así ocurría en el Consejo de Seguridad de la ONU. Como es evidente, nadie iba a reconocer abiertamente que su decisión de votar a favor de Christopher obedecía, en parte, al temor a las profecías de aquellos dos lunáticos israelíes. Y tampoco iban a admitir estar tomando una decisión basada en un sentimiento irracional que les decía, desde lo más profundo, que Christopher era el líder que salvaría al mundo o, por lo menos, lo guiaría a través de aquello a lo que hacía frente. Pero tampoco iban a negar que, hasta este punto, las profecías habían sido precisas y que, por lo tanto, era muy probable que lo continuaran siendo.