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Christopher continuó.

– Señores miembros del Consejo de Seguridad, rara vez en la historia puede imputarse la causa de una guerra a un único hombre. En esta ocasión, no es así. Aquí sentado entre ustedes se encuentra el hombre sobre quien pesa casi toda la culpa de esta guerra sin sentido. Ese hombre es el embajador francés, Albert Faure.

Faure se levantó trabajosamente.

– ¡Mentira! -gritó.

Christopher enumeró las acusaciones contra Faure.

– ¡Mentira! ¡Todo mentira! -gritó Faure-. Señor presidente, este ultraje ha llegado demasiado lejos. Es evidente que el embajador Goodman ha perdido la razón por completo. -Faure sintió que recuperaba las fuerzas-. Insisto en que sea reprendido y expulsado de esta cámara, y que…

Faure volvió a enmudecer, al tiempo que Christopher se giraba y le señalaba con el brazo totalmente extendido.

– Confiesa -dijo Christopher en un tono bajo y autoritario.

Faure miró a Christopher incrédulo y se echó a reír en voz alta.

– ¡Confiesa! -repitió Christopher, elevando el tono esta vez.

La risa de Faure cesó de golpe. El pánico en su mirada no dejaba traslucir ni la ínfima parte del tormento que estaba sufriendo. Sin previo aviso, sintió como si su sangre se tornara en ácido al circular por las venas. Todo su cuerpo parecía arder por dentro.

– ¡Confiesa! -gritó Christopher la tercera vez.

Faure miró a los ojos de Christopher y lo que allí vio no le hizo dudar ni un instante más sobre cuál era la fuente de aquel dolor tan repentino. Aterrorizado, se tambaleó y se asió a la mesa que tenía delante. Un hilo de sangre brotó de su boca y le recorrió la barbilla, al morderse la tierna carne del labio inferior; la mandíbula se le había atenazado sin control como la de quien sufre una agonía insoportable. Gerard Poupardin corrió hacia Faure, mientras los que estaban junto al embajador le ayudaban a tomar asiento.

El dolor era cada vez más intenso. No tenía escapatoria.

– ¡Sí! ¡Sí! -gritó de repente con una angustia terrible, al tiempo que se liberaba de quienes le sujetaban-. ¡Es verdad! ¡Todo lo que dice es verdad! La guerra, la muerte de la embajadora Lee, el plan para asesinar a Kruszkegin, ¡todo!

Los presentes le miraban atónitos, incrédulos. Nadie comprendía lo que allí estaba ocurriendo, menos aún Gerard Poupardin. Pero todos le habían oído, Faure había confesado.

Faure esperaba librarse ahora de aquel tormento, y no estaba equivocado. Tan pronto hubo concluido su confesión, cayó al suelo, muerto.

Alguien salió corriendo en busca de un médico, y durante quince minutos la sala permaneció sumida en la confusión, hasta que el cuerpo sin vida de Faure fue finalmente sacado de la sala.

– Señores -dijo una sombría voz desde un lugar cercano a donde Faure había caído muerto. Era Christopher-. Una cuarta parte de la población mundial ha muerto o corre peligro de muerte en China, la India y los confines orientales de Oriente Próximo. Es mucho lo que hay que hacer, y rápido. Por poco delicado que parezca: desaparecido el embajador Faure, y hasta que Francia pueda enviar a un nuevo embajador y las naciones europeas elijan a su nuevo representante permanente, seré yo, como representante temporal de Europa, quien asuma el cargo de representante permanente de la región. Señores, retomemos entonces nuestro trabajo.

* * *

El forense dictaminó que la muerte de Albert Faure se había debido a un ataque al corazón, provocado, al parecer, por el tremendo peso de la culpa. Decker no necesitaba explicación alguna; Christopher había empezado a ejercer los desconocidos poderes que guardaba en su interior.

Sólo le restaba a Decker esperar y rezar por que aquellos poderes estuvieran a la altura de los retos a los que el mundo tendría que hacer frente, mientras Christopher conducía a los hombres hacia la última etapa de su evolución y el nacimiento de la Nueva Era de la humanidad.

1

DOLORES DE PARTO

Nueva York, Nueva York

A pesar de no haber durado más que un día, la guerra entre China, India y Pakistán se saldó con cientos de millones de muertos. A ellos se sumarían millones más como consecuencia de los efectos de la radiación, las enfermedades y el hambre. La naturaleza también se cobró su número de víctimas. Los animales salvajes, forzados a abandonar su hábitat natural, atacaban ahora a los debilitados supervivientes humanos que huían del holocausto. En la sede de la ONU, los días inmediatamente posteriores a la guerra se consagraron a la celebración de interminables reuniones destinadas a paliar el sufrimiento de los supervivientes. La provisión de alimentos era prioritaria, de ahí que su experiencia en la Organización para la Agricultura y la Alimentación otorgara a Christopher un papel central, que desempeñó con buen saber y una energía incansable. La desaparición de Albert Faure no suscitó las demostraciones de duelo que se vivieron con ocasión de las muertes del secretario general Hansen y la embajadora Lee. Hubiera habido tiempo para ello, pero nadie derramó lágrimas por el responsable de tanta desgracia. Francia se apresuró a nombrar a un nuevo embajador, y la elección del sucesor de Faure en el seno del Consejo de Seguridad fue programada para la semana siguiente.

El regreso del ex subsecretario general Robert Milner se celebró por todo lo alto con una recepción en la sede del Lucius Trust a la que acudieron varios cientos de miembros y admiradores, entre ellos no pocos delegados de la ONU. Milner aprovechó la oportunidad para expresar su apoyo incondicional al nombramiento de Gaia Love como sucesora de Alice Bernley al frente de la organización y animó a los miembros a ser diligentes en la continuación de la labor del Trust. Milner, cuyas palabras fueron recibidas con un aplauso ensordecedor, concluyó confirmando el rumor, que ya circulaba entre los seguidores del Trust, de que su regreso de Israel era la prueba más concluyente de que el «momento» estaba muy próximo.

Decker Hawthorne dedicó los tres días siguientes a responder al aluvión de solicitudes de información sobre la guerra y sus consecuencias, las reuniones del Consejo de Seguridad, la investigación sobre los asuntos de Albert Faure y a atender, con sumo placer, el creciente interés hacia Christopher.

Pasaron cuatro días antes de que Decker, Christopher y Milner pudieran reunirse de nuevo, y lo hicieron en el despacho de Christopher. Una vez allí, los tres hombres tomaron asiento en cómodos butacones de cuero dispuestos en torno a una mesa baja, mientras les servían el café.

– ¿Tienes el artículo que me comentaste? -preguntó Christopher.

Decker asintió y echó mano a su maletín, del que extrajo una copia de The New York Times.

– Creo que esto le va a interesar, subsecretario -dijo Christopher dirigiéndose a Milner.

– Es de la edición de ayer -empezó Decker-. Aparece en la página dieciséis y sitúa la información en Jerusalén.

Mientras más de medio mundo concentra su atención en la tragedia que asola Oriente, en Israel, dos hombres -de los que uno asegura ser el apóstol Juan, de dos mil años de edad, y el otro, «el que llega con el espíritu y el poder de Elías»- profetizan el acaecimiento de una tragedia aún más terrible. Líderes de una secta muy importante y activa en Israel conocida como Koum Damah Patar (KDP) aseguran que la Tierra está muy próxima a sufrir una serie de terribles cataclismos, como la lluvia de fuego, la colisión de un meteoro o asteroide gigantesco contra la Tierra, que envenenará la tercera parte del agua dulce del planeta y eclipsará una tercera parte del Sol y las estrellas.

Aunque la mayoría de israelíes considera la actividad de estos hombres poco más que irritante, algunos se toman muy en serio sus palabras y aseguran que son los responsables de la sequía que vienen sufriendo Israel y el resto de Oriente Próximo los últimos diecisiete meses. Sus seguidores creen que uno de ellos, aquel al que llaman rabí Yochanan -Juan en hebreo-, es nada menos que el mismísimo apóstol Juan del Nuevo Testamento cristiano, quien, a pesar de no aparentar más de cincuenta y tantos años, tiene de hecho más de dos mil. El otro hombre, que se dice venido, como lo hizo Juan Bautista antes que él, «con el espíritu y el poder de Elías», es un antiguo rabino jasídico llamado Saul Cohen. Al igual que el sumo sacerdote de Israel, Chaim Levin, Cohen fue uno de los seguidores del rabino neoyorquino Menachem Scheerson. Cohen fue repudiado por la comunidad judía hace casi veinte años, cuando empezó a pregonar que Jesús era el Mesías judío.