– Compañeros miembros del Consejo de Seguridad -empezó Christopher cuando se hubo hecho el silencio en la sala después de la votación-, me parece que el problema de la nominación es que es todo un honor y, a la vez, te brinda una nueva oportunidad para fracasar y quedar en ridículo cuando la candidatura se somete ante el pleno de la asamblea. -El comentario provocó la risa que buscaba entre los miembros y el público presente-. Dicho esto y dado lo avanzado de la hora, creo que reservaré los discursos, si ha de haberlos, para la Asamblea General. Así que, sin más rodeos, acepto la nominación.
Solo en su apartamento, a Gerard Poupardin le consumía la rabia. La noticia de la nominación de Christopher a secretario general, que anunciaban todos los telediarios, todavía resonaba burlona en su mente. Después de la muerte de Albert Faure, Poupardin había permanecido en el gabinete del nuevo embajador francés, pero ya no era lo mismo. Echaba de menos la emoción de trabajar para un miembro del Consejo de Seguridad. El nuevo embajador, con un cargo análogo al de más de doscientos miembros de la ONU, parecía totalmente débil en comparación con Faure. Pero eso era lo de menos.
La comisión encargada de investigar la participación de Albert Faure en los acontecimientos que condujeron al trágico desenlace de la guerra entre China, India y Pakistán no había descubierto pruebas que incriminasen a Gerard Poupardin. Es más, aparte de la confesión de Faure instantes antes de su muerte, ni siquiera se habían hallado evidencias de peso que le implicaran a él. Y aun así, Poupardin era tristemente consciente de que al nuevo embajador le incomodaba tener al antiguo jefe de gabinete de Faure dirigiendo el suyo.
A Poupardin no le preocupaba su trabajo; eso, por lo menos, lo tenía asegurado. La legislación internacional en materia laboral convertía en tarea casi imposible despedir a nadie si no era por incompetencia manifiesta o un largo historial de clara ineptitud. En su lugar, el nuevo embajador francés había restado poder a Poupardin, transfiriendo muchas de sus responsabilidades a otros miembros del gabinete. Al final, Poupardin no era jefe de gabinete más que de nombre. La toma de decisiones la llevaba a cabo el embajador en persona o el gabinete en pleno.
Poupardin también echaba de menos la cercanía que había compartido con Faure. Desde el primer momento supo que era básicamente heterosexual, algo que convirtió la relación con él en algo aún más emocionante, por lo menos al principio. No ponía en duda que Faure disfrutaba con el componente sexual de su relación, pero con el tiempo, Poupardin acabó por esperar más de todo aquello. Quería el amor del embajador. Pero su deseo nunca se hizo realidad. Poupardin ocultó su decepción a Faure y, hasta donde pudo, a sí mismo. En ocasiones llegó a sospechar que aquél se valía de la relación para comprar su lealtad, pero Gerard nunca se había atrevido a echárselo en cara.
Al morir Faure, sus sospechas se desvanecieron y en los meses inmediatamente posteriores, Poupardin terminó por olvidarlas del todo. Al recordar ahora, dos años después, aquella relación, estaba completamente convencido de que Faure sí que le había amado, y mucho, aunque a su manera. Christopher Goodman -el hombre que había provocado la muerte de Faure- podría ocupar el cargo que Faure ambicionaba para sí, y que Poupardin había deseado para él, y la idea de que pudiera llegar a conseguirlo le llenaba de resquemor e ira.
Poupardin rememoró por un instante la fantasía que tantas veces había recreado mentalmente. De hecho, era más que una fantasía, y eso la hacía aún más excitante. Había pensado en todos los detalles. Ocurriría la noche en que Faure asumiera el cargo de secretario general; una fiesta privada de mutua felicitación. Poupardin cerraría con llave la puerta del despacho, como lo había hecho antes tantas veces, pero en esta ocasión iba a ser la del despacho del secretario general de Naciones Unidas. Bajo la ropa, Poupardin llevaría el conjunto más seductor que Faure jamás le había visto. De esto estaba seguro, ya lo había comprado. Y ahora colgaba, sin estrenar, de una percha en el vestidor.
Pero en vez de Faure, el despacho lo iba a ocupar ahora nada menos que quien había causado su muerte.
Poco a poco, Gerard Poupardin empezó a comprender lo que tenía que hacer.
Christopher Goodman debía morir.
13
Nueve días después
Nueva York, Nueva York
La votación en la Asamblea General se programó para dos semanas después de la nominación de Christopher, con el fin de proporcionar al candidato tiempo suficiente para reunirse con la junta política de cada una de las diez regiones mundiales. Inmediatamente antes de la votación, Christopher tendría que dirigirse a las Naciones Unidas y al mundo desde el Salón de la Asamblea General, en la sede central de la ONU, en Nueva York. A instancias del mismo Christopher, Decker estaba trabajando a fondo con él en la preparación del discurso. Decker no habría permitido que fuera otro quien lo hiciera. Christopher tenía sus propios colaboradores, pero para una ocasión tan importante era lógico recurrir a la experiencia y la maestría de Decker. No obstante, la disponibilidad de Decker quedaba algo limitada por sus propias responsabilidades.
El personal de la oficina de Decker podía manejar perfectamente las solicitudes de información que les llegaban de diferentes medios sobre la carrera de Christopher y sobre el proceso y procedimiento de elección del nuevo secretario general. Pero dado que era Decker, precisamente, quien se había encargado de educar a Christopher desde los catorce años, los medios insistían en entrevistarlo a él personalmente. Después de tantos años trabajando en prensa, le sorprendió descubrir cuán arduo era lidiar con los medios. Había asistido, literalmente, a miles de conferencias de prensa durante su vida, pero esto era diferente. Exceptuando la ocasión en la que él y Tom Donafin huyeron del Líbano, siempre había escrito sobre otra persona o ejercido de portavoz de otro. Ahora las preguntas iban dirigidas a él.
Decker acababa de regresar a su oficina, después de una de aquellas conferencias de prensa, cuando Christopher entró en el despacho con un montón de papeles bajo el brazo.
– Buenos días, señor secretario general -dijo Decker.
– Me gustaría que dejaras de llamarme así -dijo Christopher-. Vas a acabar echándome el gafe.
– Sólo estoy practicando -contestó Decker.
Christopher puso los ojos en blanco dándose por vencido.
– Vengo con la última versión del discurso -dijo levantando el montón de papeles en el aire-. ¿Tienes un momento para repasarla conmigo?
– Por supuesto -dijo Decker, a pesar de que tenía ya cuanto trabajo podía abarcar-. Vamos a echarle un vistazo.
Tomaron asiento y cuando estaban a punto de empezar, Decker observó que Christopher bostezaba.
– ¿Te apetece un café antes de ponernos a ello? -ofreció.
– Sí, me vendría muy bien.
Decker abrió la puerta del despacho y pidió a Jody MacArthur, una de sus secretarias, que les trajera café. Cuando volvió a reunirse con Christopher, éste bostezaba de nuevo.
– ¿Estás durmiendo lo suficiente?
Christopher volvía a bostezar, así que Decker tuvo que esperar para obtener una respuesta.
– Pues más bien poco estas últimas noches -contestó Christopher-. Desde la nominación, para ser exactos.
– No deberías trabajar tanto. También necesitas descansar.
– Ya lo sé. Pero no es eso. Sí que me acuesto, pero no consigo conciliar el sueño.
– No estarás nervioso, ¿verdad?