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– Dé… o… ene… -empezó a repetir el guarda de seguridad.

– Bajo enseguida -le interrumpió Decker, y colgó el auricular. Llegó al rellano del ascensor a toda carrera. Sólo entonces, mientras aporreaba nervioso el suelo con el pie esperando a que llegara el ascensor, se dio cuenta de que era imposible. ¡Tom Donafin había muerto! Había ocurrido en Israel, el primer día de la última guerra árabe israelí. Llegó el ascensor y Decker se introdujo en el interior, preso de la confusión. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no podía sino dejarse llevar por su impulso.

En el trayecto desde la planta treinta y ocho hasta el vestíbulo, Decker intentó contemplar, rápidamente, todas las explicaciones posibles. No podía ser un familiar. Tom no tenía familia. Podía tratarse de alguien con el mismo nombre, pero eso no explicaba la voz ni la razón de que el hombre se hubiese identificado como un amigo. Si en el pasado hubiera conocido a otro Tom Donafin, seguro que lo recordaría. ¿Podían estar sus recuerdos jugándole una mala pasada? ¿O acaso era todo un sueño? ¿Estaba alguien gastándole una broma pesada? No, pensó, ninguno de sus conocidos de ahora había llegado a conocer a Tom Donafin. Y no tenía amigos con un sentido del humor tan sádico. Decker repasó una a una todas las posibilidades, avanzando frenético hacia la conclusión a la que tanto deseaba llegar, pero temeroso de que alguna explicación lógica que se hubiera saltado por el camino diera al traste con sus esperanzas. Enseguida comprendió que era sencillamente imposible eliminar todas las explicaciones en tan breve tiempo, así que decidió cambiar de punto de vista.

¿Podía tratarse de verdad de Tom Donafin? Decker repasó mentalmente las circunstancias de su muerte. El coche de Tom había recibido el impacto de un misil aire-aire extraviado, durante la última guerra árabe israelí; no había habido supervivientes. La fuerza de la explosión, a la que se sumó la deflagración de la gasolina, había destrozado e incinerado el coche hasta tal punto que fue imposible recuperar nada parecido a un resto humano… ¿Acaso se había salvado Tom de la explosión?

Justo cuando el ascensor se detenía en la primera planta y se abría la puerta, se le ocurrió que había una prueba irrefutable en la que no había pensado hasta ese momento. Habían pasado casi veinte años. Si Tom seguía vivo, se habría puesto en contacto con él mucho antes. La conclusión era evidente. A pesar del nombre del visitante, a pesar de la aparente similitud de su voz a la de Tom, Tom estaba muerto.

Decker respiró hondo y abandonó el ascensor. Por un momento se quedó parado, sin saber qué hacer. Mientras estaba allí, se dio cuenta de que estaba temblando y que su corazón se había disparado. Pensó en regresar al despacho, pero todavía sentía el impulso de seguir adelante, y aún tenía curiosidad. Además, Johnson, de Seguridad, le estaba esperando.

Atravesando los vestíbulos del edificio de la Secretaría en dirección al de la Asamblea General, Decker intentó desechar esos breves momentos de confusión y deseó que todo aquello no resultara una absoluta pérdida de tiempo. Al llegar al vestíbulo de visitantes, se esforzó por refrescar en su mente los términos del discurso de Christopher. Todavía quedaban un par de puntos cuya expresión podía mejorarse. Estaba el asunto de… Decker escudriñó los rostros y los perfiles de quienes se encontraban junto al mostrador central de seguridad, en medio del vestíbulo, cerca de la puerta. Allí no reconoció a nadie, exceptuando a Johnson, que en ese momento levantó la vista y vio como Decker se aproximaba.

Johnson le miró, y sin decir nada, se giró y señaló hacia un hombre que, de espaldas a ellos, miraba hacia el Jardín Norte a través de las puertas de cristal del edificio. Al acercarse Decker, el hombre se dio la vuelta.

Era Tom Donafin.

A pesar de la llamada que había recibido en el despacho; a pesar de haber creído escuchar la voz de Tom al otro lado del auricular; a pesar del torrente de emociones y pensamientos que le inundaron de camino al vestíbulo, ver a su viejo amigo vivo cogió a Decker tan desprevenido como si hubiera tropezado con él en medio de una calle desierta.

Durante un momento, Decker no hizo otra cosa que quedarse mirando. Tom le miraba también y dejó que se le escapara una pequeña sonrisa mientras sus ojos exploraban los cambios experimentados en veinte años. Las arrugas y las canas, los kilos de más y la inconfundible mirada del éxito. Le había echado de menos más que Decker a él, probablemente. Para Decker Tom estaba muerto; nunca había existido la más remota posibilidad de volver a verle. Tom, sin embargo, siempre había sabido la verdad; para él se había tratado de un exilio autoimpuesto, de una cuestión de voluntad más que de fatalidad. Ahora -aunque fuera por unos breves instantes-, volvían a estar juntos.

Ninguno de los dos se movió conscientemente, pero cuando se dieron cuenta se habían fundido en un abrazo, y lloraban de alegría.

Pasó un buen rato sin que ninguno pudiera decir nada. No tenían palabras.

Ninguno se enjugó las lágrimas; ninguno quería dejar de abrazar al otro.

– Pensaba que estabas muerto -dijo Decker al fin.

– Lo siento, Decker. Lo siento -contestó Tom sin reprimir el llanto.

Decker esperó un momento hasta que consiguió hablar de nuevo.

– ¿Qué fue lo que ocurrió? ¿Dónde has estado? ¿Estás bien?

– Lo siento, Decker. De verdad que lo siento -repitió Tom, pero no le ofreció ninguna explicación.

A su alrededor, la gente miraba, algunos descaradamente, cómo se abrazaban y lloraban. Pero no importaba. Finalmente, Tom consiguió preguntarle si había algún sitio donde pudiesen hablar.

– Claro que sí, claro -contestó Decker, y se enjugó las lágrimas igual que Tom.

Decker localizó con la vista a Johnson, el guarda de seguridad.

– Está bien -le dijo Decker-. Viene conmigo.

– De acuerdo, señor -repuso Johnson.

– Por favor, Tom -imploró Decker, mientras caminaban juntos-, cuéntame lo que pasó. ¿Dónde has estado? ¿Por qué no has tratado nunca de localizarme?

– Lo hice -contestó Tom-. Pero… Mira, deja que te lo cuente todo desde el principio. -Decker asintió conforme-. Cuando empezaron los enfrentamientos en Israel, yo estaba ingresado en Tel Aviv. En plena ofensiva, la embajada británica envió un conductor al hospital, para que me sacara de allí. Creo que debió de ser a instancias del embajador Hansen. -Decker no quiso interrumpirle para contarle su participación en aquel episodio; se limitó a asentir indicando que estaba al tanto-. Yo recogí mis cosas y acompañé al conductor. Era un tipo joven, se llamaba Polucki. -Tom no había olvidado su nombre-. De camino a la embajada topamos con un caza que se había estrellado contra un edificio, así que le pedí a Polucki que parara y yo me bajé para hacer algunas fotos.

Las palabras de Tom evocaron en la mente de Decker una imagen de los días que habían pasado juntos; Tom jamás se separaba de su cámara. Decker sonrió con nostalgia mientras entraban en el ascensor.

Tom continuó.

– Sobre nuestras cabezas se desplegaba un duelo de cazas. El MiG disparó un misil, pero el israelí consiguió esquivarlo. Cuando me giré hacia el coche, el misil impactó contra él. El pobre Polucki murió al instante. Recuerdo el resplandor, pero antes de que pudiera pestañear me golpeó la ola expansiva de la explosión.

»Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en el piso de un médico, en el Tel Aviv ocupado. La médico, porque era una mujer, se llamaba Rhoda Felsberg; me contó que su rabino me encontró y me llevó hasta allí cargado a la espalda. Si no es por él, estoy seguro de que habría muerto en aquella calle.

Al salir del ascensor, Decker guió a Tom hasta su oficina, donde se detuvieron el tiempo justo para presentarle a Jody MacArthur, su secretaria. Cuando ya iban a entrar en el despacho, llegó Christopher.