– Decker -empezó Christopher nada más entrar-, ¿has hecho algún cambio más en el discurso?
– No. La última copia que te mandé a la oficina es la versión definitiva.
– Perfecto, ¿significa eso que estás contento con ella?
– Sí -dijo Decker, con un gesto contemplativo-. Estoy bastante contento, aunque ya me conoces, nunca quedo satisfecho del todo.
– Creo que es uno de los mejores que has escrito jamás -dijo Christopher.
– Bueno, en realidad ha sido un esfuerzo conjunto -repuso Decker, aunque estaba de acuerdo con la apreciación de Christopher en su conjunto-. Christopher -dijo Decker cambiando de tema-, quiero que conozcas a una persona. Es un viejo amigo mío.
– Pues claro, Decker, pero ¿podemos dejarlo para un poco más tarde? Tal vez mejor después del discurso.
– Oh… Sí, claro -contestó Decker. La respuesta de Christopher le desconcertó. Le parecía una grosería ignorar así a Tom, que estaba allí, de pie, a su lado. Jody MacArthur también se quedó muy sorprendida, pero a Tom no pareció molestarle.
– Perfecto. Bueno, pues deséame suerte -dijo Christopher mientras cruzaba la puerta de la secretaría.
– Buena suerte -dijeron solícitos Decker y Jody al unísono.
Tan pronto Christopher se hubo marchado, Decker se volvió hacia Tom.
– Tom, disculpa -le dijo-. Seguro que tenía prisa. Hoy es un gran día, ¿sabes?
– Claro, Decker. No te preocupes -contestó Tom.
Cuando estuvieron cómodamente instalados en el despacho de Decker, Tom continuó con su narración.
– Parece ser que una vez en el piso de Rhoda pasé dos semanas medio inconsciente, pero no recuerdo nada de aquello. Pasó casi un mes hasta que recuperé totalmente la conciencia. Poco después intenté telefonearte para contarte lo que había pasado, pero con la ocupación rusa era casi imposible poner una conferencia a Estados Unidos. Las veces que conseguí que pasaran la llamada no había nadie en casa. Cuando terminó la ocupación, te llamé a casa una y otra vez, pero no obtuve respuesta.
– Para entonces ya me había mudado a Nueva York -le aclaró Decker-. Pero podías haber escrito.
– Decker -empezó Tom, y entonces casi en un susurro para subrayar la veracidad de lo que le decía, continuó-: La explosión en la que murió Polucki me dejó ciego.
Decker se enderezó en su asiento. Con las cejas arqueadas, el mentón levantado y una mirada escrutadora, no tuvo tiempo de formular con palabras la pregunta que ya se leía en su rostro.
– El resplandor de la explosión me quemó las córneas -continuó Tom-, y se me clavaron en la cara y en los ojos muchas partículas de cristal. Al oftalmólogo que me trató le sorprendió que pudiera incluso percibir los focos brillantes de luz.
– Pero ahora sí que ves.
– Decker, Dios me curó… milagrosamente. Estuve ciego durante seis meses, y luego, a la misma velocidad a la que me habían cegado el resplandor y los cristales, volví a ver de nuevo, mejor incluso que antes del accidente.
Decker miró a Tom; era evidente que Tom creía lo que estaba diciendo. Decker no tenía razones para dudar de la sinceridad de su amigo, pero casi sin darse cuenta examinó su expresión unos segundos en busca de alguna señal que le delatara que su amigo le engañaba. No encontró ninguna. Decker suspiró y meneó la cabeza antes de volver a retreparse en su asiento.
– Si llegas a contarme esto hace unos años -le dijo-, te habría tomado por loco. Ahora, ya no estoy tan seguro.
– Créeme, Decker. Es verdad. Estuve totalmente ciego durante seis meses. Todavía pueden verse algunas cicatrices si miras de cerca. -Tom se señaló los ojos, y Decker se fijó de pronto en la alianza, que hasta el momento le había pasado desapercibida.
– ¡Aguarda un momento! -dijo preso de la emoción, elevando el tono-. ¿Qué es esto? -preguntó al tiempo que extendía el brazo y le agarraba la mano a Tom.
– Oh, sí -contestó Tom, a punto de sonrojarse-. Bueno, ya casi había llegado a esa parte.
– Pero ¿con quién? ¿Cuándo? ¿Está ella aquí, en Nueva York? ¿Está aquí contigo? -preguntó Decker visiblemente emocionado.
– No, no -repuso Tom, y contestando al último interrogante dijo-: Sigue en Israel.
– Oh, vaya, qué pena. Pero ¿podré conocerla más adelante, verdad?
– Sí, ella también tiene ganas de conocerte.
– Tom, es estupendo, ¡de verdad! -dijo Decker, que miraba al rostro sonriente de Tom y al anillo de su mano, por turnos-. Bueno, y ¿quién es? ¿Cómo se llama? ¿Dónde la conociste?
– Se llama Rhoda.
Decker cayó en la cuenta de inmediato.
– ¿Te refieres a Rhoda como-se-llame? ¿A la médico que te cuidó?
– Rhoda Felsberg -dijo Tom-. Sí. Sólo que ahora es Rhoda Donafin, claro.
– ¡Qué buena noticia! No sabes cómo me alegro. De verdad, ¡es estupendo! ¿Cuánto lleváis casados?
– Diecinueve años.
Decker dejó caer los brazos a los costados y sacudió la cabeza; en su rostro se reflejaba una mezcla de júbilo, por su amigo, y de angustia, por los años perdidos.
– Así que es allí donde has vivido todo este tiempo, ¿en Israel? -preguntó pasados unos instantes.
– Sí -contestó Tom-. Tenemos una casita a las afueras de Tel Aviv. Bueno, teníamos. La acabamos de vender.
– ¿Tenéis niños?
– Sí, tres -respondió Tom-. Dos chicos y una chica.
Decker esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Era un día maravilloso, casi increíble. Tom guardó silencio y se limitó a compartir la sonrisa con Decker. Luego continuó con su relato.
– Después de la ocupación rusa, pero antes de que me curara, cuando pensaba que no iba a volver a ver nunca más, telefoneé a News World para presentar mi renuncia y reclamar una indemnización por accidente laboral. Huelga decir que jamás cobré el seguro porque, como la mayoría de compañías de seguros, la mía quebró al tener que hacer frente a las reclamaciones después del Desastre. Pregunté por ti en News World, pero me pareció que a nadie le apetecía hablar sobre ti.
– No creo que se quedaran muy contentos conmigo cuando me fui -admitió Decker-, y no les culpo; la verdad es que me porté como un cretino. Pero no me creo que no te dijeran que estaba trabajando en la ONU.
Tom se encogió de hombros.
– Aun así, en todos estos años y una vez recuperada la visión, seguro que podías haber contactado conmigo.
Tom no respondió. Decker sabía que con la ceguera, la curación y luego la boda, y todo inmediatamente después de los meses de cautividad en el Líbano, era muy posible que Tom hubiese querido dejar el pasado atrás… y con él a Decker. Era posible… pero no probable. Su amistad era demasiado estrecha para eso; habían pasado por demasiadas cosas juntos. Además, le pareció que Tom ocultaba algo.
Gerard Poupardin salió de la ducha. Mientras se secaba fue consciente por primera vez de una sensación que venía sintiendo desde hacía ya tiempo, y a la que no había prestado atención hasta ahora. Había aparecido de repente, como esas jaquecas que permanecen latentes hasta que adquieren la intensidad suficiente como para causar malestar. La sensación había traspasado el umbral de cuanto puede ignorarse, y una vez rota la barrera, pareció ir rápidamente a más.
Cuando se le ocurrió la idea de matar a Christopher por primera vez, no pasó de ser más que una ocurrencia desorbitada, con la que no obstante empezó a jugar por el puro placer de imaginar cómo podría llevarse a cabo. Fue un paso sencillo, porque todo resultaba muy hipotético. Pero la fantasía se convirtió muy pronto en pensamiento, y el pensamiento en consideración. La consideración dio paso entonces a la contemplación, y la contemplación a la planificación. Y ahora, por fin, los planes iban a tomar cuerpo y hacerse realidad. Poupardin no había dejado nunca de pensar que podría detenerse en cualquier momento de la escalada que había iniciado. Pero lo que descubrió fue que, a cada paso, el impulso que le había ayudado a superar los obstáculos anteriores se intensificaba considerablemente, empujándole a subir el siguiente escalón, haciendo la escalada más y más liviana. El último obstáculo que se levantaba a su paso era, sin duda, el más alto, pero sentía la necesidad de seguir adelante.