Parte de él quería olvidarse de todo aquello de una vez por todas, y todavía creía que era capaz de hacerlo. Pero por el momento, ganaba el impulso de seguir adelante. Atrapado en una corriente contra la que no podía nadar, Poupardin sólo podía convencerse de que le arrastraba hacia la dirección deseada.
Además, se argumentaba a sí mismo, tampoco hacía falta tomar una decisión ya; no todavía. Lo lógico, pensaba, era permanecer abierto a todas las opciones. Siempre cabía la posibilidad de que cambiara de parecer al aproximarse el momento. Y si ocurría así, no tenía más que abortar su misión y nadie se enteraría jamás. Probablemente, era incluso mejor esperar antes de tomar una decisión, pensó, así dispondría de todo el tiempo necesario para pensar con detenimiento. No daría ningún paso sin estar plenamente convencido, pero, claro, tampoco quería que el miedo le hiciera perder la oportunidad.
En realidad, la decisión de postergar la toma de una decisión no iba a concederle más tiempo para pensar, sólo iba a servir para sofocar sus pensamientos durante otro rato más.
Poupardin dobló la toalla, la colgó aseadamente en el toallero, y se dirigió al vestidor. En una percha, separada del resto de camisas, pantalones y trajes, había una única prenda, oculta todavía en el interior de la bolsa en la que había salido de la tienda. Llevaba allí más de dos años, esperando el día en que Albert Faure fuera nombrado secretario general. Pero ese día ya no llegaría jamás.
Poupardin descolgó la percha, retiró el envoltorio y pasó los dedos por el encaje blanco. Su mente retrocedió hasta el día en el que la había comprado en el departamento de caballeros de Harrods. Aprovechando el receso del almuerzo, se había acercado hasta allí para atender, con unos amigos, a una pasarela de ropa interior masculina, y aunque sólo iba a mirar, cuando vio la prenda en el modelo supo que tenía que ser suya. A pesar de su elevado precio, le pareció que merecía la pena.
Qué diferente, pensó, había sido esa ocasión, de la experiencia de adquirir el revólver en aquella casa de empeños pequeña y miserable.
El contacto del sedoso género con su cuerpo tuvo un efecto erótico que le hizo recobrar e intensificar muchos y muy buenos recuerdos de Faure. La imagen que le devolvió el espejo habría distraído de sus quehaceres a cualquiera, pero se negó a que nada le desviara de su propósito. Poupardin se dio media vuelta, escogió un traje gris marengo y acabó de vestirse a toda prisa.
Decker decidió no presionar más a Tom. Si había alguna otra razón por la cual éste no había insistido más en intentar contactar con él, entonces dejaría que Tom se tomara el tiempo necesario para contárselo. Lo importante era que estaba vivo y que ahora estaban juntos. Por el momento, prefirió preguntarle más sobre su familia.
– ¿Y dices que acabáis de vender vuestra casa de los alrededores de Tel Aviv?
– Sí -contestó Tom-. El rabino Cohen nos dijo que era el momento de vender nuestras propiedades y conseguir dinero en efectivo.
Cohen es un apellido judío bastante común, pero Decker tenía que preguntar de todas formas.
– ¿No será el mismo que ha estado anunciando todas esas profecías, haciendo que la gente estalle en llamas y todo eso, no? -Decker formuló la pregunta casi como si fuera un chiste, convencido de que su amigo no podía de ninguna manera estar relacionado con semejante chiflado.
Pero para su espanto, Tom asintió.
– El rabino Saul Cohen es el hombre que me encontró y me llevó hasta Rhoda. Si no lo hubiera hecho, yo habría muerto tirado en la calle. La mano de Cohen fue el instrumento de que se sirvió Dios para devolverme la vista, y él mismo nos casó -dijo Tom.
De pronto se produjo un cambio radical en el ambiente. Resultaba obvio que los lazos entre Tom y Cohen eran muy estrechos. Decker podía ver con claridad que para liberar a su amigo de las garras de Cohen iba a ser necesario un proceso de desprogramación largo e intensivo.
– Tom -dijo-, sé que Cohen posee muchos poderes extraordinarios. Pero lo que importa es de dónde los saca y con qué fines.
– La fuente de su poder es Dios -contestó Tom-. Y él y Juan lo emplean para hacer la voluntad de Dios.
De haber escuchado esa afirmación de la boca de otro que no fuera su viejo amigo Tom Donafin, Decker no habría dudado en iniciar una discusión a gritos, pero ahora sólo pensaba en ayudar a Tom a entrar en razón.
– Tom, ¿era voluntad de Dios que Cohen y Juan emplearan sus poderes para lanzar tres asteroides contra la Tierra? -preguntó retóricamente, aunque con compasión-. ¿Era voluntad de Dios que cientos de millones de personas murieran y otros tantos millones más resultaran heridos y se quedaran sin hogar? Tom, el primer asteroide abrió un tajo de casi dos mil kilómetros de ancho en el corazón del continente americano. Lo he visto de cerca, y la devastación es inimaginable; no quedan ciudades, ni bosques, ni granjas, nada; parece un paisaje lunar abrasado. ¡Cinco países de Centroamérica y Ecuador han sido barridos de la faz de la Tierra! ¡Terremotos, olas gigantes, volcanes! El océano Pacífico es un rojo albañal de muerte. La atmósfera sigue contaminada por el humo de los incendios y la ceniza de cuarenta y siete grandes erupciones volcánicas. Veinte millones más han muerto de sed y de envenenamiento por arsénico. ¿Era voluntad de Dios contaminar la tercera parte de las reservas de agua potable del planeta? Tom, manejo estos datos a diario. Los dos últimos años hemos sido testigos de la mayor hambruna en la historia de la humanidad. Entre la capa de ceniza y la incapacidad de los agricultores de cultivar sus campos durante cinco meses a causa de las langostas, la producción agrícola mundial se ha visto reducida en un sesenta y cinco por ciento. ¿Es voluntad de Dios que la gente se esté muriendo de hambre? ¿Es voluntad de Dios que quienes intentan detener a Juan y Cohen estallen en llamas?
– Sí, Decker, lo es -contestó Tom convencido.
Decker casi se cae de su asiento. Era tan obvio que la respuesta correcta era no que la contestación de Tom le pilló totalmente desprevenido.
– Pero ¿cómo puedes decir eso? -le espetó, perdiendo por un momento los nervios.
– Decker, ya sé que desde tu punto de vista no tiene ningún sentido, pero es lo mismo que en la película de Los diez mandamientos. [15]
Decker había olvidado la costumbre que tenía Tom de recurrir al cine para ilustrar su punto de vista en una discusión, y estuvo tentado de reírse ante la referencia, pero el asunto era demasiado serio para tomárselo a broma.
– ¿Te acuerdas -continuó Tom- de cómo Moisés y su hermano Aarón hacen que desciendan las plagas sobre Egipto?
– Sí, claro -respondió Decker, y se mordió la lengua para no añadir nada más. Por su expresión, se diría que Tom pensaba que Decker debería haber comprendido a qué se refería, de tan evidente que parecía resultarle a él. Pero, para Decker, lo único que estaba claro era que a Tom le habían lavado el cerebro.
– ¿No lo entiendes? -continuó Tom-. El rabino Cohen y Juan son igual que Moisés y Aarón.
Decker estaba estupefacto ante tan completo lavado de cerebro, pero aquél no era el momento ni el lugar para intentar iniciar la desprogramación; mejor sería dejarlo en manos de profesionales. Nada más pronunciar Christopher su discurso y resumirse la votación, haría unas cuantas llamadas y lo dispondría todo para que un psiquiatra hablara con Tom. Tenía que buscar la manera de hacerlo sin que éste se enterara, porque si lo hacía, intentaría marcharse y entonces era posible que no lo volviera a ver jamás. Y Decker no iba a permitir que eso ocurriera. Tom era su amigo y necesitaba ayuda. Estaba dispuesto a encerrarlo en un manicomio, si con ello lograba que recuperara la cordura. Decker tenía influencia suficiente para hacer cuanto fuera necesario, y no iba a dudar en tirar de los cables necesarios para ayudar a Tom, quisiera él o no.