– Bueno -dijo Decker, intentando que no se le notara lo mucho que le estaban afectando las palabras de Tom, a la vez que trataba de zanjar el tema-, me alegra comprobar que al menos no te has pintado la frente como otros.
– La marca es sólo para los Koum Damah Patar; hombres vírgenes elegidos por Dios para que ejerzan como sus sacerdotes.
– Ya, supongo que eso te deja fuera -dijo Decker, que aprovechó la ocasión para desviar la conversación hacia un tema más agradable-. Entonces, ¿cuándo podré conocer a Rhoda?
– Supongo que la próxima vez que vayas a Israel.
Decker asintió.
– Será estupendo, sí -dijo-. ¿Dónde te alojas?
– En realidad, no tengo nada pensado.
– Entonces te vienes a casa -dijo Decker, rotundamente, dando a entender que no aceptaría un no por respuesta. Estaba decidido a no perder a Tom de vista ni un segundo.
Tom sonrió y asintió, para expresar su conformidad y agradecimiento.
– Ahora tengo que irme al pleno de la Asamblea General. Va a estar de bote en bote, pero quiero que me acompañes y seas mi invitado. ¡Qué pena que no lleves la cámara encima! -dijo Decker-. Estás a punto de ser testigo de un acontecimiento histórico.
Gerard Poupardin miró a su alrededor con nerviosismo, y entró en el aseo de caballeros de la tercera planta del edificio de la Secretaría de Naciones Unidas. Bajo el brazo llevaba una valija diplomática sellada. Los lavabos estaban desiertos. Se metió en una de las cabinas, pasó el pestillo, abrió la valija, sacó el revólver, y se lo introdujo en el bolsillo.
El Salón de la Asamblea General estaba a reventar. Allí presentes estaban las delegaciones de doscientos veintiséis países. Muchos jefes de Estado, que habían acudido a escuchar el discurso y a dejarse ver entre los más poderosos, también habían conseguido entrar. No había ni un solo asiento libre. La tribuna de visitantes se había cerrado al público, para habilitar espacio para otros dignatarios y para los directores generales de las agencias de la ONU, que habían viajado a la sede central para la ocasión. En la tribuna de prensa no cabía ni un alfiler. El personal de las numerosas oficinas de la ONU abarrotaba el fondo de la sala, y empezaba a desparramarse por los pasillos.
Decker miró hacia donde solía sentarse y se percató de que los asientos ya estaban ocupados por amigos del embajador norteamericano. Podía haberles pedido que le cedieran el sitio, pero no habría sido un gesto muy diplomático.
– Espero que no te importe estar de pie -dijo Decker.
– No, qué va -contestó Tom.
– Ven. Por lo menos podemos acercarnos un poco más -dijo Decker mientras Tom le seguía.
Al fondo de la sala hizo su entrada Gerard Poupardin. Con evidente nerviosismo, llevaba la mano suspendida sobre el bolsillo derecho de la chaqueta, intentando ocultar el bulto del revólver. Christopher no tardaría en subir al estrado, y aunque creía controlar sus emociones, Poupardin sintió cómo el sudor le empezaba a perlar la frente.
Decker y Tom tardaron un par de minutos en acercarse a la parte de delante; cinco minutos después se abrió la sesión. El primer punto del orden del día era la presentación ante la Asamblea General del candidato del Consejo de Seguridad. Instantes después, Christopher se puso en pie para hablar. Desde su posición, entre las primeras filas de asientos de la sala, Decker observó con orgullo paternal cómo Christopher accedía a la tribuna de oradores, para dirigirse a los miembros de Naciones Unidas. El estallido de aplausos fue ensordecedor. Christopher asintió en agradecimiento, pero el aplauso se prolongó durante varios minutos.
Desde el fondo de la sala, Gerard Poupardin se abría camino entre la muchedumbre hacia la parte de delante. Quedaban escasos segundos para que alcanzara el punto a partir del cual no habría marcha atrás, y Poupardin se sentía más como un espectador que como protagonista de los acontecimientos. Ya no había dudas sobre si llegaría hasta el final, ahora sólo cabía preguntarse cuándo lo haría. El tiempo de reflexión, que él había creído concederse al aplazar la decisión, se había consumido en el proceso de llegar hasta el punto en el que se encontraba ahora, y no en recapacitar. Lo único que podía hacer ya era seguir adelante, dejarse llevar como en un sueño, con la mirada perdida y supuestamente incapaz de alterar la ruta que se había marcado. Sin quererlo ni pensarlo siquiera, sintió cómo introducía la mano en el bolsillo. Con desinteresada apatía, empuñó la culata del revólver, al tiempo que su pulgar empezaba a juguetear con el percutor. No veía las caras de cuantos le rodeaban, pero su avance le había llevado a apenas un metro del lugar donde se encontraban Tom Donafin y Decker Hawthorne.
Sin que nadie se diera cuenta, Tom extrajo de su bolsillo una nota manuscrita y se la deslizó a Decker en la chaqueta.
Los aplausos se fueron apagando por fin y Christopher se acercó al micrófono para hablar.
– Queridos delegados y ciudadanos del mundo -empezó, recurriendo al saludo que había caracterizado todos los discursos de Jon Hansen. Era idea de Decker, y por el aplauso con que fue recibido, supo que había acertado. Christopher miró desde el estrado al lugar desde el que Decker le escuchaba. A este último le agradó y sorprendió que Christopher hubiese podido localizarle entre la muchedumbre. Decker aplaudió y sonrió complacido, pero Christopher no le devolvió la sonrisa. Al contrario, en su rostro Decker percibió aquella extraña mirada de aprensión que ya conocía, aunque esta vez era más bien un gesto de terror absoluto.
Por el rabillo de su ojo izquierdo, Decker vio algo moverse de repente. Delante de él, en el estrado, Christopher se llevó de pronto las manos hacia el rostro, como intentando protegerse. Un instante después, un ruido atronador taladraba el cerebro de Decker desde algún punto situado muy próximo a su oído izquierdo. El eco del sonido reverberaba todavía en la sala, cuando Decker vio una explosión de rojo en el antebrazo izquierdo de Christopher al tiempo que éste se desplomaba detrás del atril, desapareciendo de la vista.
Sobresaltado por la detonación tan próxima a su oído, Decker se volvió hacia donde se había originado el sonido. Allí había alguien… un hombre… con los brazos todavía extendidos delante de él y las manos aferradas a la culata de un revólver. Inmóvil como una estatua, su dedo seguía apoyado en el gatillo. Decker empezó a resoplar atónito.
Era Tom Donafin.
Tom dejó caer los brazos y miró a Decker.
– ¿Por qué? -resolló aterrorizado. A su alrededor, el sonido de los aplausos y los vítores había desaparecido y ahora, en su lugar, se oían chillidos y gritos de asombro.
– Me iba a abandonar… -empezó Tom, pero su explicación se vio interrumpida de golpe.
Ante la mirada de Decker, el cuerpo de Tom salió despedido hacia la derecha, mientras su cabeza maltrecha estallaba en una cascada carmesí, rociando de sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso a quienes estaban junto a él. Un instante después llegaba a los oídos de Decker el sonido del segundo disparo. A su izquierda, vio a Gerard Poupardin, que sujetaba con fuerza la pistola recién disparada.