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La locura homicida a lomos de su caballería asolaba, rauda y ligera, granjas, aldeas, pueblos y ciudades. La matanza era descomunal; todos se volvían contra todos, impulsados por una fuerza que ni veían ni podían comprender. Siete horas y media después de su aparición, el frenesí alcanzó Umm Qasr, Faw y las demás ciudades del golfo Pérsico, donde miles de personas se echaron a correr hacia el mar, como lemmings, para allí morir ahogados.

Cuando la locura engulló la capital, Bagdad, se perdió toda comunicación con el mundo exterior. No había nadie para informar del suceso al resto del mundo, porque no había supervivientes. Todos habían caído. Para los agentes de la muerte, mejor era la carnicería cuanto más violenta. Y cuando no quedó nadie por matar, el último superviviente se suicidó.

Londres, Inglaterra

Stan McKay escupió una cáscara de pistacho y acabó de tragarse el fruto a medio masticar con un rápido sorbo de su refresco. El joven periodista era todavía novato en su trabajo, así que se apresuró a responder a la luz que parpadeaba delante de él. Cogió el auricular del teléfono y contestó sin más:

– McKay.

Era suficiente; si el que llamaba había marcado ese número intencionadamente, sabía que ahora hablaba con la sede de World News Network, en Londres.

– Ponme con Jack Washington -exigió una voz con urgencia.

– Lo siento, señor -contestó McKay-, pero el señor Washington no está aquí en este momento.

– Entonces pásame a Oliver Peyton.

– Lo siento -volvió a decir McKay-, está con el señor Washington. ¿Le puedo ayudar en algo?

– Sí, sí. Claro -dijo la voz después de dudar un segundo-. Mira, soy James Paulson. Os voy a enviar la señal en directo desde el estudio de Riyadh. Quiero que te asegures de que está todo listo para grabarla, y luego quiero que te ocupes de que el reportaje le llegue a Jack Washington. ¿Podrás hacerlo?

– Sí, señor -respondió McKay con convicción.

– De acuerdo, empiezo a emitir la señal en veinte segundos. ¿Tendrás tiempo?

– Uh… sí, señor. Creo que sí -contestó. Esta vez no tan seguro.

– Está bien, tú haz lo que puedas.

McKay tardó treinta segundos en comprobar el equipo.

– Ya está, señor -dijo regresando al teléfono, y luego encendió su monitor para poder ver la señal.

– Aquí James Paulson desde la sede de la WNN en Riyadh, Arabia Saudí -dijo en el mismo tono apresurado que al teléfono.

Stan McKay no tenía ninguna experiencia ante la cámara, pero sí que había estudiado algo en la Facultad -lo que en realidad tampoco le capacitaba para dar una opinión-, pero le pareció que aquel tipo hablaba demasiado deprisa para la televisión.

– Desde la ventana de nuestra oficina -continuó Paulson- estamos siendo testigos del caos que se ha apoderado del exterior. -La videocámara portátil abandonó a Paulson y se dirigió a la ventana de la oficina de la WNN, revelando el espeluznante espectáculo callejero, cuya imagen se superponía a la de la cámara y su operario, reflejados en el vidrio de la ventana cerrada.

– Es como si estuviéramos en guerra -dijo. Y, sin duda, lo parecía. La gente se arrojaba ladrillos, piedras y otros objetos pesados; había un puñado de personas blandiendo cuchillos y otros objetos afilados; y por todas partes yacían desperdigados los cuerpos de quienes ya habían caído-. Se trata de un estallido de violencia, claramente indiscriminada -continuó Paulson-. Los tenderos matan a sus clientes y viceversa; hombres y mujeres se matan de formas brutales inimaginables; y lo más curioso, probablemente, es que nadie parece hacer nada para defenderse. Nadie huye, nadie se oculta. Sólo se quedan ahí, a plena vista, sin buscar dónde refugiarse, y continúan asaltándose y matándose unos a otros.

Mientras Paulson hablaba, la cámara ofreció un primer plano de una adolescente, que apuñalaba con saña a una mujer, tal vez su madre, con un objeto punzante que por su aspecto podía ser un bolígrafo. La sangre impedía asegurarlo. Entonces la cámara se alejó, y en el encuadre apareció un hombre que saltaba al vacío desde la octava planta de un edificio, y se estrellaba contra el asfalto cabeza abajo.

Paulson permaneció en silencio, espantado, y luego hizo un esfuerzo por continuar.

– Todo indica que el tumulto se inició hace unos diez o doce minutos, cuando empezaron a oírse por toda la ciudad sirenas de la policía, los bomberos y los equipos médicos de urgencias, que respondían a las denuncias de actos violentos por doquier. Inmediatamente después, ha comenzado a oírse el sonido de disparos, que todavía continúa esporádicamente. Como puede comprobarse por cuanto se divisa desde nuestra ventana, el cielo empieza a oscurecerse con el humo de los centenares de incendios que se han declarado por toda la ciudad, al tiempo que la barbarie reina en las calles.

»Aquí, en las oficinas de la WNN, hemos cerrado todas las puertas de seguridad y anulado el acceso en ascensor a las dos plantas… -James Paulson se quedó repentinamente mudo y miró hacia algún lugar fuera de la imagen, detrás del operador de cámara. Paulson arqueó la ceja derecha con aprensión. Sus ojos se desplazaron por toda la habitación. Era obvio que algo estaba ocurriendo en la oficina, aunque Paulson no parecía saber qué, con exactitud.

En Londres, Stan McKay se removía inquieto en su asiento, contemplando instintivamente la pantalla del monitor desde diferentes ángulos por si así podía ver mejor, aunque a sabiendas de que por mucho que se moviera no iba a conseguir una perspectiva diferente de la oficina de Paulson. El gesto de aprensión del reportero se tornó en uno de terror absoluto, e instantes después, en una mueca amenazadora. Entonces su imagen desapareció, al tiempo que la cámara caía al suelo y la pantalla se quedaba oscura.

Sur de As-Mubarraz, Arabia Saudí

El estruendo del rotor del helicóptero de Naciones Unidas ahogó por completo el sonido del aire atravesando las turbinas, cuando el aparato permaneció suspendido a una altura de unos noventa metros sobre un campamento de unos ochenta o cien beduinos, situado unos pocos kilómetros al sur del que era su destino, As-Mubarraz, en Arabia Saudí. Desde el interior del aparato, un equipo formado por cuatro hombres y dos mujeres, además del piloto y el copiloto, estudiaban el comportamiento de los nómadas, grabando cuanto veían y enviando las imágenes vía satélite a un portaaviones en el océano Índico. Por los datos que ofrecían los satélites, había un círculo de muerte -en rápida expansión y en cuyo interior no quedaba rastro de vida humana-, que se extendía casi mil setecientos kilómetros de este a oeste, desde Yazd, en Irán, a Mahattat Al-Qatrānah, en Jordania; y unos mil quinientos kilómetros de norte a sur, desde Nachičeván, en Azerbaiyán, a Al-Hulwah, en Arabia Saudí. As-Mubarraz, situada ciento treinta kilómetros por debajo del borde inferior del círculo, parecía no estar afectada de momento, y el campamento nómada era la primera señal de vida humana que el equipo había detectado a esa distancia de la periferia del círculo.

La hipótesis más verosímil acerca del círculo de muerte apuntaba a la presencia de un agente biológico o químico de acción fulminante y letal, que se estaba dispersando a toda velocidad. Pero había dos tipos de datos que chocaban con esa tesis. El primero era que el agente tóxico, fuera cual fuera, se desplazaba en todas direcciones a aproximadamente la misma velocidad y, por tanto, no se veía afectado por las corrientes de aire, lo que ocurriría de tratarse de un agente nuclear, biológico o químico conocido. El otro dato que no casaba con esta tesis era el macabro reportaje que World News Network había enviado desde Riyadh.

Por su seguridad, los tripulantes del helicóptero y el equipo de investigación vestían trajes especiales, que proporcionaban protección contra la filtración de partículas nucleares o químicas de un tamaño superior a 0,005 micras. Usaban máscaras de gas hasta que el helicóptero se encontraba a veinte kilómetros de la ciudad, y a partir de ese momento pasaban a respirar de la botella de aire comprimido que llevaba cada uno de ellos. Para comunicarse entre sí, el equipo se servía de pequeños transmisores y receptores de corto alcance, insertos en la mascarilla y la capucha del traje respectivamente. Así, cuanto decían era escuchado por el resto y transmitido por la radio del helicóptero al portaaviones del océano Índico.