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No había indicios de nada anormal cuando el helicóptero llegó a la periferia sur de la ciudad. Los habitantes iban y venían, ocupados en su rutina diaria. Desde la panza del aparato, que volaba a unos cuarenta y cinco metros de altura, seis cámaras lo grababan todo, ofreciendo una vista panorámica completa. Dentro del helicóptero, el equipo escrutaba infructuosamente el vecindario, en busca de alguna anomalía. El coronel Terry Crystal, jefe del equipo, se asomó a la cabina por la puerta que la separaba del compartimento de carga, y le indicó al piloto que continuara hacia el norte y se detuviera sobre cada una de las coordenadas preestablecidas, para proceder a su inspección.

El helicóptero era un laboratorio volante, dotado del instrumental necesario para analizar in situ todos los datos medioambientales, y recoger y almacenar muestras que luego procesaban de regreso a la base, en Qal'an Bishna. En cada uno de los altos que hacía sobre distintos sectores de la ciudad, se tomaban muestras de aire que eran analizadas al instante, pero hasta el momento no habían detectado nada fuera de lo normal.

Al llegar al límite septentrional de la ciudad, el aparato redujo su velocidad una vez más, y se quedó suspendido mientras el equipo repetía la rutina. Si no hallaban nada, el plan de ruta les llevaría a Al-Hulwah, un punto situado dentro del radio conocido del círculo de muerte, donde los escáneres de los satélites no detectaban señales de vida humana. La muestra de aire del límite norte de la ciudad no detectó presencia de contaminantes, y la exploración visual no revelaba nada anormal. El coronel Crystal buscó la confirmación de cada uno de los miembros del equipo, se asomó de nuevo a la cabina y le hizo un gesto al piloto para que siguiera adelante.

Cuando éste iba a ejecutar la maniobra, el copiloto creyó ver algo.

– ¿Qué es eso? -preguntó señalando hacia el suelo.

Crystal y el piloto miraron hacia el lugar que les indicaba.

– No es más que una mujer lavando ropa en un barreño -dijo Crystal.

– No, mire de cerca -insistió el copiloto.

El coronel Crystal cogió sus prismáticos y entró en la cabina para ver mejor.

– Pero ¿qué es eso? -dijo asombrado, sin dejar de mirar por los prismáticos. Su reacción llamó la atención del resto del equipo, que viajaba en el compartimento de carga. Para espanto de la tripulación del helicóptero, una mujer de unos veintitantos años sujetaba por el pie a un bebé, y balanceaba su cabeza de un lado a otro bajo el agua del barreño.

– ¡Mirad ahí! -exclamó alguien, señalando unos cien metros más allá del lugar donde se encontraba la mujer.

La exclamación captó la atención del resto, y todas las miradas se desviaron a tiempo de ver cómo un hombre, con una horquilla en la mano, corría hacia otro y se la clavaba por la espalda, atravesándole el tórax de lado a lado.

– ¡Rápido! ¡La mujer! -gritó otro crípticamente, y señaló de nuevo a la escena anterior, donde un hombre con un rifle se acercaba ahora a la mujer. Un segundo después, el hombre pegaba el cañón a su pecho y le descerrajaba un tiro a quemarropa.

– ¡Sáquenos del alcance de ese rifle! -ordenó el coronel Crystal al instante.

– ¡Agárrense fuerte! -gritó el piloto, y elevó el aparato bruscamente hacia arriba y a la izquierda, para guarecerse detrás de uno de los edificios más altos de la ciudad. Lo hizo justo a tiempo, porque el hombre ya se había girado y empezado a disparar hacia ellos.

– ¡Mirad allí! -exclamó una de las mujeres del equipo.

– ¡Y allí! -dijo otro.

Enseguida se dieron cuenta de que era absurdo llamar la atención sobre cada atrocidad, de tantas como se estaban cometiendo. La carnicería ofrecía un espectáculo nauseabundo, incluso desde varios cientos de metros de altura. A sus pies, la locura se propagaba a una velocidad increíble.

– ¿Se está grabando todo esto? -preguntó Crystal.

– Sí, señor -contestó la persona responsable de las cámaras.

– Pues tomemos las muestras de aire y salgamos de aquí enseguida -ordenó el coronel, y entró de nuevo en la cabina. La visibilidad desde allí era mejor y ofrecía una panorámica más amplia que las ventanillas del compartimento de carga. Aunque se trataba de algo horrible, los tres hombres de la cabina no podían apartar la mirada de cuanto sucedía bajo ellos, incapaces de concebir una matanza tan delirante. Permanecieron en silencio durante un rato, observando incrédulos, esforzándose por comprender qué podía haber desencadenado aquello.

– Señor -dijo el piloto dirigiéndose al coronel Crystal-, no sé qué será lo que está pasando ahí abajo, pero si su gente ha acabado con las muestras, creo que deberíamos salir de aquí; ya volveremos para hacer el resto de pruebas cuando las cosas se hayan calmado. Ahora mismo somos un blanco perfecto para cualquiera que tenga un arma de fuego. De momento no se han fijado demasiado en nosotros pero… -Una luz intermitente en el panel de control, seguida de un vuelco repentino del aparato debido a un cambio en la distribución de peso, interrumpieron al piloto a mitad de la frase-: ¡Alguien ha abierto la puerta del compartimento de carga! -gritó.

Crystal dio media vuelta y regresó apresuradamente al compartimento de carga. Lo que allí descubrió desafiaba toda explicación lógica. Efectivamente, la puerta estaba abierta, tal y como indicaba el panel de control, pero los miembros del equipo habían desaparecido.

El piloto esperó unos instantes y como no recibía respuesta del coronel, decidió ir a echar un vistazo personalmente.

– Toma el mando -le dijo al copiloto-. Voy a ver qué pasa ahí atrás.

En el compartimento de carga le esperaba la misma escena que a Crystal. La puerta estaba abierta y no había nadie a la vista; ni siquiera el coronel Crystal.

– ¡Aquí no hay nadie! -informó absolutamente pasmado al copiloto por el intercomunicador del traje protector-. ¡Parece que han saltado todos!

No hacía falta pensar demasiado para adivinar que lo que fuere que estaba afectando a la gente en la superficie se había cebado también en el equipo de investigación.

– Salgamos de aquí, capitán -repuso el copiloto.

– Recibido. ¡Deja que cierre esta puerta y nos vamos!

El piloto se aproximó rápidamente a la parte posterior del compartimento de carga y se dispuso a tirar de la puerta para cerrarla. A su espalda, algo se movió de repente y una persona se abalanzó en su dirección desde detrás de unos bultos de equipaje. El hombre cayó sobre el piloto con todo su peso, lanzándolo fuera de la puerta abierta del helicóptero junto con su atacante. En plena caída, el piloto pudo ver a quien le había derribado. Era el coronel Crystal.

– ¡Regresa a la base! -gritó el piloto tan fuerte como pudo, esperando disponer todavía de cobertura para comunicarse por radio con su copiloto; era esencial que se entregara la información recogida por el equipo. Dos segundos después, él y Crystal habían muerto.

En el interior del helicóptero, el copiloto había llegado a escuchar la última orden del piloto y ya había empezado a acatarla. Volando hacia el sur tan rápido como lo permitía el helicóptero, se retiraba siguiendo la misma ruta por la que habían venido. Por todas partes debajo de él, la matanza progresaba a impresionante velocidad. Las cámaras no habían dejado de grabar, captando cada detalle y enviando después las imágenes al sobrecogido equipo de analistas del océano Índico. Entonces, un extraño olor a huevos podridos o a azufre sorprendió al copiloto.