Выбрать главу
* * *

Las lúgubres legiones del río Éufrates no habían alcanzado todavía el campamento beduino del sur de la ciudad. Un adolescente beduino, que alimentaba a los camellos de su padre, levantó la vista para contemplar, con mucho interés, el regreso del helicóptero que los había sobrevolado media hora antes. Curiosamente, voló directamente hacia ellos y al llegar al campamento, se quedó allí suspendido, asustando a los animales y sacando a todos de las jaimas. Después de un momento de suspense, pareció que empezaba a llover pero la lluvia les quemaba los ojos. El «agua» era combustible de los tanques del helicóptero, que estaba siendo bombeada sobre el campamento y desperdigada por el rotor del helicóptero. Muchos de los beduinos corrieron a refugiarse en el interior de sus tiendas, que absorbieron la gasolina. Cuando sólo quedaba un cuarto de depósito de combustible, el helicóptero salió disparado hacia arriba. Alcanzados los trescientos metros de altitud, el copiloto cambió de ruta y se lanzó en picado contra el corazón mismo del campamento beduino, donde el aparato explotó y transformó el paisaje en un espectacular infierno abrasador.

* * *

Al final del segundo día no quedaba ni una persona con vida en un radio de dos mil kilómetros alrededor del Éufrates, y la locura homicida proseguía su avance y había llegado ya hasta Libia, al oeste, y Afganistán, al este; y hasta Volgograd, en Rusia, al norte, y hasta el golfo de Aden, al sur. Cinco millones de hombres, mujeres y niños habían muerto, y nada indicaba que la cosa fuera a menos. La noche siguiente, el círculo de muerte había llegado a Timessa, en Libia, y al talón de la bota de la península Italiana, al oeste; al oeste de la India, al este; a Moscú, al norte, y a Burji, en Etiopía, al sur. Ochocientos millones de personas yacían brutalmente mutiladas; las poblaciones de Irak, Irán, Jordania, Arabia Saudí, Yemen, Omán, Afganistán, Pakistán, Siria, Egipto, Turquía, Grecia, Bulgaria, y buena parte de las de Rumania, Turquestán, Libia, Etiopía y Sudán habían muerto. Sólo había una excepción. Ni una sola persona dentro de las fronteras de Israel había sufrido daños.

15

ADVENIMIENTO DEL AVATAR

Nueva York, Nueva York

Las cortinas cerraban el paso al sol de la tarde, salvaguardando el ambiente sombrío que reinaba en el interior. En la señorial estancia, iluminada tenuemente por luz artificial, varios guardas velaban en silencio el féretro, sellado y envuelto en una bandera, del líder caído. Decker fue uno de los primeros en llegar a la misa de funeral previa al entierro. Bamboleándose sobre unas muletas, debido a la lesión que sufrió cuando lo arrollaron después del asesinato, Decker permaneció de pie junto al féretro, abatido por el dolor y la incredulidad, con lágrimas surcándole las mejillas. Pasados unos instantes, se retiró y tomó asiento, solo y en silencio, en el estrado, desde donde pronunciaría después el panegírico en honor a Christopher Goodman.

Poco a poco empezó el goteo de dignatarios, que vestidos de luto y llegados desde todos los rincones del planeta, acudían a la solemne ceremonia de despedida de uno de los suyos. Eran en su mayoría embajadores y otros funcionarios, que Decker había conocido mientras trabajaba en la ONU, pero había otros también, muchos de ellos conocidos de Robert Milner: empresarios, escritores, profesores universitarios, actores, productores de cine y televisión, líderes religiosos, gente influyente de todos los ámbitos. La afluencia fue en aumento y no tardó en formarse una cola, que se extendía por el vestíbulo y avanzaba lentamente hacia el féretro, ante el cual se detenían los dolientes un instante para rendir sus últimos respetos.

El funeral de Jon Hansen había sido diferente. En aquella ocasión, cientos de miles de personas habían hecho cola para pasar junto al féretro. Aunque Christopher era extremadamente popular en Naciones Unidas y en Italia, país del que había sido representante ante la ONU, su popularidad no se extendía al resto de la población mundial. La mayoría lo conocía como uno de los diez miembros del Consejo de Seguridad y sabía que había muchas probabilidades de que se hubiese convertido en el nuevo secretario general de no haber sido asesinado. Por lo tanto, existía un sentimiento generalizado de dolor y asombro por su muerte violenta, pero no era aquella sensación de pérdida personal que había suscitado la muerte de Hansen.

El secretario Milner se había hecho cargo del cuerpo de Christopher y de disponer todo lo necesario para el funeral y el entierro. A Decker le alivió que le quitaran ese peso de encima. Pero no pudo evitar sorprenderse ante el elevado número de periodistas y cámaras que Milner había acreditado para el seguimiento del funeral. Casi todos pertenecían a importantes cadenas de televisión y agencias de noticias, además de cadenas exclusivamente de noticias.

En Oriente, el número de muertos era atroz, y el pánico ya había empezado a apoderarse del resto del planeta, así que costaba creer que los medios dieran tanta cobertura al funeral de un solo hombre. Pero como ocurre casi siempre, la prensa adolece de cierta tendencia a prestar oídos a lo que le conviene: ya sea porque ocurre en casa o porque sucede en un lugar donde al periodista le apetece pasar una temporada con los gastos pagados, aun cuando el mundo se pueda estar viniendo abajo en otro lugar. Todos los medios más importantes tenían oficinas en Nueva York, así que casi todos estaban presentes para cubrir el funeral. Por supuesto que había periodistas en Oriente cubriendo los acontecimientos desde la periferia de la terrible hecatombe, pero aunque sus aterradoras informaciones dominaban los titulares, no había ninguno lo suficientemente cerca que no hubiese acabado como una víctima más. Hasta el momento, todas las misiones de reconocimiento habían acabado mal, así que la cobertura se limitaba principalmente a informar sobre las avalanchas de gente que, presas del pánico, intentaban huir del embate de la locura.

El ambiente de casi absoluta normalidad que gobernaba en la sala podía deberse, tal vez, a la incapacidad de comprender lo que estaba ocurriendo al otro lado del planeta. Podía ser, tal vez, porque acaecía, precisamente, en el otro lado del planeta. O tal vez se debía a la sensación, cada vez más generalizada, de que las crisis empezaban a ser la norma.

Decker era tan consciente de la hecatombe de Oriente como cualquier otro, pero después de tanto sufrimiento y de tantas muertes como le había tocado vivir -desde su periodo de servicio en el ejército, a los guardas asesinados en el Muro de las Lamentaciones, a la muerte de su mujer, sus hijas y cientos de millones de personas en el Desastre, los cientos de millones más caídos en el holocausto ruso y en la guerra entre China, India y Pakistán, la descomunal pérdida de vidas y destrucción de los asteroides y la hambruna resultante en tantos lugares del mundo, y, más recientemente, el tormento de las langostas que él había sufrido en su propia carne-, se sentía incurablemente paralizado e incapaz de reaccionar. Mientras Christopher vivía, todo ese sufrimiento parecía tener alguna justificación, eran «los dolores de parto de la Nueva Era»; así lo habían llamado Milner y Christopher. Pero con Christopher muerto, nada tenía sentido.

Decker repasaba mentalmente, una y otra vez, cuanto había ocurrido. Lo que menos sentido tenía eran las circunstancias que habían conducido al asesinato de Christopher. No podía perdonarse haber sido él quien proporcionara a Tom Donafin el acceso y la oportunidad para cometer su infame crimen. Cuando se relacionó a Decker con Tom después del asesinato, Decker fue interrogado por el departamento de seguridad de la ONU. Los medios no tardaron en sacar la historia también. Probablemente no había nadie que pensara seriamente que Decker había participado voluntariamente en lo ocurrido, pero era tan poco lo que se sabía del asesino que su conexión con Decker se convirtió en una vertiente del caso, que los servicios de seguridad y los medios insistían en explorar hasta el último detalle. Decker y Tom habían sido amigos y compañeros de curso; habían trabajado para la misma revista, y luego habían sido secuestrados y permanecido retenidos durante tres años en el Líbano. La ironía de que hubiese sido Decker quien liberara a Tom Donafin en el Líbano, y que ahora fuese precisamente Donafin el que hubiera asesinado a Christopher, a quien Decker había criado como a un hijo, era un tema sobre el que se discutió y se reflexionó hasta la saciedad. Si alguien hubiera sabido que, de hecho, había sido Christopher quien había liberado a Decker, haciendo luego posible que éste hiciera lo mismo con Tom, los debates sobre esta ironía se habrían alargado aún más.