En Israel, era plena noche cuando Christopher resucitó, y la mayoría de los israelíes no se enteró hasta la mañana después. Entonces, la noticia corrió como la pólvora, dejando estupefactos a cuantos la escuchaban. Junto con el vídeo de la resurrección, los medios repetían una y otra vez el anuncio que había hecho Decker en Nueva York, justo antes de subir a bordo del avión con Christopher y Milner, cuando a la pregunta sobre adónde iban había exclamado: «¡A Jerusalén, a poner fin a la matanza!».
Aunque todavía había gente que contemplaba con escepticismo la posibilidad de que fueran fuerzas espirituales las causantes de la locura, no era el caso de los reportajes de la prensa internacional. En parte podía achacarse a esa necesidad que tienen constantemente los medios de simplificarlo todo, pero desde el punto de vista informativo, la cosa no podía estar más clara. La locura era, no se sabía cómo, el resultado de los poderes espirituales, o cuando menos físicos, de los israelíes Juan y Cohen; y Christopher Goodman, después de resucitar de entre los muertos, se dirigía a Jerusalén a poner fin, no se sabía cómo, a sus atrocidades.
De este modo, la llegada inminente de Christopher a Israel era vista por muchos como una señal de esperanza. Otros, sin embargo, le habían buscado a aquel peregrinaje una utilidad mucho más concreta. Para ellos, la llegada de Christopher suponía, simple y llanamente, que aterrizaría un avión que luego tendría que volver a despegar. Y cuando lo hiciera, tenían la intención de encontrarse a bordo, ya fuera rogando, suplicando o, si era necesario, tomando el avión a la fuerza.
La gente empezó a llegar al aeropuerto Ben Gurion antes de las siete de la mañana. A las ocho y media, cuando aterrizó el avión de Christopher, el ambiente era de extrema excitación, los nervios estaban a flor de piel y el personal de seguridad era escaso; una combinación peligrosa. Entonces alguien escuchó a otra persona decir que había oído que el avión se detendría en un extremo de la terminal. Fue suficiente para que la gente que había en el aeropuerto se lanzara a correr apresuradamente en aquella dirección. En el otro extremo de la terminal, otra persona pensó que el avión se detendría en el extremo opuesto. Poco importó que estuvieran equivocados; a la inmensa estampida le siguió el caos absoluto. Entonces alguien, haciendo gala de una falta absoluta de lógica y sentido común, invadió la pista de aterrizaje y empezó a correr hacia el avión, que acababa de tomar tierra. Aparte de peligrosa, la idea era absurda, pues colocaba a la persona en una situación desde la que le sería totalmente imposible abordar el avión. No obstante, le siguieron muchos más. El personal de seguridad no pudo contener la turba.
Cuando el avión se hubo detenido, Decker divisó el problema a través de la ventanilla y avisó a Christopher, que miró hacia el exterior y, sin hacer ningún comentario, telefoneó al piloto, que se anticipó a su pregunta.
– Me temo que no podremos movernos de aquí hasta que el personal de seguridad del aeropuerto haya despejado la pista -dijo el piloto-. Si nos movemos ahora, corremos el riesgo de herir a los de ahí abajo.
– No se preocupe -contestó Christopher-. Quédese aquí.
– Yo me ocupo -ofreció Milner descolgando otro teléfono casi al instante.
Unos minutos después, Decker observó que se acercaba un helicóptero.
– Ya vienen a por nosotros -dijo Milner.
– Pero ¿cómo vamos a subir? -preguntó Decker.
– De eso se tendrá que encargar Christopher.
Decker y Milner siguieron a Christopher hasta el morro del avión, donde un miembro de la tripulación les esperaba junto a la puerta. El joven auxiliar de vuelo estaba visiblemente nervioso ante la perspectiva de verse cara a cara con un hombre que, hasta hacía muy poco, había estado muerto.
– Lo siento, señor -farfulló-, pero no podemos acercarnos más a la terminal debido a la gente que invade la pista. El personal de tierra tiene una escalera móvil preparada, pero con toda esa gente ahí abajo, si la traen hasta aquí, invadirán el avión.
– Abra la puerta -dijo Christopher.
– Pero, señor -empezó a protestar el auxiliar, que sin embargo se lo pensó mejor y decidió obedecer a Christopher.
En un momento la puerta estuvo abierta y Christopher se asomó y contempló desde lo alto a la masa clamorosa que iba en aumento. Entonces, alzó ligeramente la mano derecha, y dijo simplemente:
– Paz. -La muchedumbre calló al instante.
Y entonces pasó algo más curioso aún. Todos los que estaban allí sonrieron al tiempo, dieron media vuelta y empezaron a alejarse.
– Ahora pida esa escalera móvil -le pidió Christopher al auxiliar, que se apresuró en cumplir la orden.
Una vez a bordo del helicóptero, pusieron rumbo directamente a Jerusalén y el Templo.
18
Jerusalén, Israel
La situación en el templo no distaba mucho de la que se habían encontrado en el aeropuerto. Incluso a distancia se podía divisar una inmensa muchedumbre. El Templo solía ser un hormiguero de actividad, pero ahora, a pesar de la gente que llenaba las calles, el recinto estaba vacío. Los patios interior y exterior, que a menudo resonaban con el bullicio de sacerdotes y fieles, estaban desiertos, y la escalinata que ascendía a la fachada del Templo presentaba un aspecto igual de desolador, salvo por dos excepciones. Mientras el helicóptero dibujaba un círculo, Christopher, Milner y Decker divisaron a los dos hombres plantados en los escalones, ambos ataviados en arpillera y cubiertos de ceniza gris.
Más allá, un grupo de entre doscientos y trescientos sacerdotes y levitas se apiñaba junto al sumo sacerdote Chaim Levin, que se mantenía a una distancia prudencial, ofreciendo una ridícula imagen desafiante a los hombres de la escalinata. Algo más atrás, la muchedumbre se agolpaba contra una fila de soldados israelíes armados. Los periodistas extranjeros, que no habían podido abandonar el país y se habían enterado de que Christopher se dirigía a Jerusalén, ya estaban allí para cubrir cada instante del acontecimiento. La inesperada llegada de Juan y Cohen, una hora antes, y la posterior expulsión del Templo, mientras Christopher viajaba hacia allí desde Nueva York, había hecho crecer la expectación. Fue en medio de este escenario, concretamente entre la línea de personal militar y los escalones del Templo, donde Christopher ordenó al piloto que posara el helicóptero.
Todas las cámaras enfocaron a Christopher, que fue el primero en bajar del aparato. Con el pelo y la larga túnica revoloteando violentamente a su alrededor en los remolinos que levantaban las aspas giratorias, ofrecía una imagen impresionante para los telespectadores y las primeras planas de las revistas, con su aire firme y resuelto ante el desafío que le aguardaba. Decker, que observaba la escena desde el helicóptero, comprobó que Juan y Cohen no estaban allí por casualidad.
Una vez hubieron bajado todos, Milner se volvió hacia el piloto y le indicó que se retirara. Al encontrarse cara a cara con Juan y Cohen, Decker, que no conocía aún todos los detalles del plan de Christopher, no pudo ignorar la repentina punzada de ansiedad que le recorrió el cuerpo. Se preguntó si aquella sensación podía ser el resultado de la animosidad surgida entre él (en su anterior encarnación como Judas) y Juan hacía dos mil años, tal y como le había contado Christopher. Pero no estaba seguro de que lo fuera. Para su sorpresa, y a pesar de cuanto ocurría, Christopher se giró hacia él y apoyó la mano en su hombro.