– Todo va bien -le dijo, y Decker, sin saber cómo, supo que, efectivamente, así era.
Juan fue el primero en hablar.
– Hiney ben-satan nirah chatat haolam! -exclamó en hebreo, queriendo decir: «He aquí el hijo de Satán que manifiesta el pecado en el mundo».
– Así que volvemos a encontrarnos, por fin -contestó Christopher con ironía, ignorando las palabras de Juan.
– Te equivocas -repuso Juan-. Yo nunca te conocí.
– No, Yochanan bar Zebadee -dijo Christopher, llamando a Juan por su nombre hebreo-. ¡Soy yo quien nunca te conoció!
Pasaron unos momentos en silencio, los dos mirándose fijamente a los ojos. Luego Christopher bajó la mirada hacia el suelo.
– No es demasiado tarde -dijo por fin, dirigiéndose a Juan y Cohen. En su voz se adivinaba un ruego, y a la vez algo en el tono indicaba que sabía que el intento era en vano.
De pronto, Juan sonrió y se echó a reír. Cohen no tardó en sumarse a la carcajada. Christopher se volvió hacia Decker con una expresión que parecía decir: «Esto va por los dos». A continuación, respiró hondo y sin señal alguna de enojo pero con absoluta convicción, miró de nuevo hacia los dos hombres y gritó por encima de sus risas:
– ¡Como queráis!
Christopher alzó la mano derecha y realizó un rápido movimiento de barrido. La risa cesó al instante y Juan y Cohen salieron disparados hacia atrás a una velocidad increíble, y sus cuerpos fueron a estrellarse contra la fachada del Templo, a ambos lados de la entrada. El crujido de sus huesos al romperse fue tan violento que toda la muchedumbre alcanzó a oírlo y dejó pocas dudas acerca de su suerte. La sangre, esparcida por todo el muro, marcaba el lugar contra el que habían chocado. Luego, Christopher bajó la mano y con otro gesto de barrido, los dos cuerpos cayeron al suelo y rodaron escaleras abajo, hacia la calle, dejando tras de sí dos largos rastros de sangre.
Los presentes contemplaron atónitos y en silencio cómo Christopher, Milner y Decker subían los escalones hasta el Templo, mientras los cuerpos destrozados rodaban hacia abajo a ambos lados de ellos. Al ver que Juan y Cohen habían muerto, la muchedumbre estalló en un clamor, que surgió de civiles y militares por igual. En la calle brotó una celebración espontánea, que no tardó en ser secundada con alegría por todos los rincones del mundo según llegaba la noticia a través de la televisión o de la radio. Rápidamente, los representantes de los medios atravesaron a empellones la línea de soldados israelíes, para poder contemplar más de cerca los cuerpos.
En Chieti, Italia, un hombre con la nariz saturada del rancio hedor a azufre, y el corazón arrobado por la locura que, hasta ese momento, le había empujado a masacrar a toda su familia salvo a uno de sus miembros, sostenía por encima de la cabeza un cuchillo de carnicero y estaba a punto de dejarlo caer sobre su único hijo superviviente, cuando la locura, igual que había venido, desapareció. Con mucho cuidado, el hombre bajó el cuchillo, lo tiró a un lado, e hincado de rodillas entre los cuerpos desmembrados de su familia, abrazó a su hijo aterrorizado y rompió a llorar. En Rudnyj, Turskaja, una anciana tosió y jadeó buscando recuperar el resuello, después de sacar la cabeza de un barril de agua de lluvia en el que había intentado ahogarse. En Baydhabo, Somalia, un adolescente se detuvo un instante antes de encender la cerilla con la que pensaba prender fuego a sus cuatro hermanos más pequeños, rociados de gasolina.
En toda la zona afectada, la muerte de Juan y Cohen marcó el cese de la locura.
Cuando llegaron al final de la escalinata del Templo, Christopher se volvió hacia la muchedumbre.
– Nadie debe tocar los cuerpos -gritó señalando a Juan y Cohen-. Todavía poseen un enorme poder. No es seguro tocarlos ni deshacerse de ellos hasta dentro de cuatro días, por lo menos.
Con un gesto, Christopher le indicó a Decker que velara por que así fuera. Luego se dio media vuelta y, acompañado por Robert Milnet, se adentró en el Templo.
Como ya habían planeado antes de aterrizar, Decker se quedó fuera. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta, y se dispuso a esperar a la prensa, que, sin lugar a dudas, se lanzaría sobre él tan pronto acabaran de tomar fotografías de los dos oráculos muertos. Le complació comprobar que los periodistas hacían caso a la advertencia de Christopher y no se aproximaban demasiado a los cuerpos. De los sacerdotes y los levitas no hacía falta preocuparse, sus leyes les prohibían entrar en contacto con cadáveres. El único que podía dar algún problema era el público, que de momento seguía contenido detrás de la línea policial.
En el interior del Templo, Robert Milner y Christopher caminaban codo a codo. En el patio de los Gentiles, siempre tan bullicioso, el único sonido que se oía procedía del pórtico que recorría los muros. Eran los animales traídos al Templo para ser vendidos a los fieles y luego sacrificados, que habían sido abandonados por los pastores y mercaderes en el momento en que todos habían sido conducidos fuera del Templo.
A unos ciento cuarenta metros delante de ellos, los edificios del patio Interior y del Santuario de dentro se elevaban más de setenta metros sobre ellos.
Delante de la entrada meridional, enmarcado a derecha e izquierda por la sangre de Juan y Cohen, Decker esperaba a los periodistas, que empezaron a subir apresuradamente los escalones por si él podía arrojar algo de luz sobre los acontecimientos.
Christopher y Milner llegaron al soreg, el muro bajo de piedra que separaba el patio de los Gentiles de los patios interiores del Templo y que formaba una balaustrada o recinto sagrado, al que no podía acceder ningún no creyente. Una inscripción en el muro, que se remontaba a la que había en el Templo de Herodes dos mil años atrás, advertía al visitante en más de una docena de lenguas: «Ningún extranjero franqueará la entrada al recinto que rodea el Templo. Aquel que lo hiciera será responsable de propiciar su propia muerte». Les vino bien que el Templo hubiese sido despejado de gente, porque los sacerdotes y los levitas no habrían permitido jamás que Christopher y Milner continuasen más allá de la balaustrada sin oponer resistencia.
Dando un rodeo intencionado para entrar desde el lado este, los dos hombres se dirigieron a la apertura central del extremo oriental del soreg. En un abrir y cerrar de ojos salvaron la distancia entre el soreg y el primero de los tres pequeños tramos de escaleras que ascendían al Chel, o muralla, una especie de terraza de casi cinco metros de ancho, desde donde los ciclópeos muros del patio Interior se elevaban once metros sobre ellos.
– Damas y caballeros -dijo Decker, elevando su voz sobre el ruidoso griterío de los periodistas-. He preparado un breve comunicado. Después atenderé a algunas preguntas.
Alguien le gritó una pregunta, pero Decker le ignoró.
– Hace cuarenta y cinco años, formé parte de un equipo de científicos estadounidenses que viajó a Italia para examinar la Sábana Santa, un fragmento de tela con la imagen de un hombre crucificado -empezó Decker leyendo el comunicado que había preparado en el avión. En el poco tiempo del que disponía, proporcionó cuantos detalles pudo sobre los acontecimientos que siguieron a la expedición de Turín y que, en última instancia, habían propiciado el momento que ahora vivían. Les contó cómo, once años después de la expedición, un miembro del equipo, el profesor Harold Goodman, le había telefoneado pidiéndole que fuera a la UCLA para ser testigo del descubrimiento que había hecho relacionado con la Sábana.