– Y ahora ¿qué? -preguntó Decker-. ¿Nos sentamos a esperar mientras Juan y Cohen causan sus estragos en el mundo?
– De ninguna manera -repuso Milner.
– Entonces, ¿qué? Revelamos la identidad de Christopher y aceleramos el credo de la Nueva Era ¿o qué?
– ¡No! -exclamó abruptamente Christopher, como reprendiendo a Decker-. Lo siento -dijo pasado un instante-, no era mi intención ser tan grosero. Pero el caso es que, a pesar de la magnífica explicación del subsecretario Milner, todavía queda mucho por dilucidar. Una cosa es hablar de lo que nos espera y otra muy diferente ser el responsable de que ocurra. El tiempo que pasé con mi padre fue demasiado breve. Todavía es mucho lo que ignoro. Pero de una cosa no hay duda: la Nueva Era no consiste en sustituir una religión por otra. Es más, es justamente lo contrario. Se trata de que la humanidad llegue a confiar en sí misma, en el dios que hay dentro de cada uno de nosotros.
»Karl Marx decía que la religión es el opio del pueblo, pero se equivocaba. ¡La religión no es el opio, es la materia incendiaria del pueblo! ¡No hay peor mal que el ejecutado en nombre de la religión! ¡No hay crueldad más despiadada que la alimentada por la ira misericordiosa! ¡No hay mejor excusa que la religión para que un hombre robe o mate a otro! ¡La religión ha sido la causante de más guerras, cruzadas, inquisiciones piadosas, discriminación, desigualdad, prejuicio, agravio, intolerancia, fanatismo, intransigencia, injusticia, que ninguna otra causa conocida a lo largo de la historia! Los hindúes matan a los musulmanes, los musulmanes a los judíos, los católicos a los protestantes, los budistas a los hindúes… y así hasta el infinito.
Durante unos instantes se hizo un profundo silencio mientras Decker reflexionaba, atónito de no haber pensado en todo ello mucho antes. Ahora todo parecía tan obvio. Después de todo, eran las diferencias religiosas las que habían servido de línea de demarcación en la guerra indo-paquistaní y factores clave en el apoyo de China a Pakistán.
– Para responder a tu pregunta, Decker -interpoló Milner-, lo que debe hacerse no tiene que ver con la religión, sino con la política, aunque me resisto a utilizar ese término dadas sus connotaciones negativas. Lo primero es que Christopher sea elegido representante permanente de Europa. Es mucho lo que se ha hecho ya para alcanzar esta meta. Necesitamos los votos de dieciocho países de la región europea, y creo que ya cuenta con ellos.
– ¡Genial! -exclamó Decker-. Pero ¿cómo puedes estar tan seguro?
– En estos tres últimos años, desde que regresamos de Israel, he tenido ocasión de reunirme con varios miembros europeos. Como a buena parte del resto de representantes, les impresionó el aplomo con el que Christopher manejó la situación con Faure. Su lógica les compele a creer que la confesión de Faure no fue otra que el resultado del peso insoportable de su culpabilidad y que Christopher no hizo más que exponer esa culpa. Nadie cree seriamente que Christopher tuviera directamente algo que ver en la muerte de Faure. Pero aun más importante -continuó Milner- es la manera tan admirable con la que Christopher se ha colocado en la posición de representante permanente provisional. El mundo entero ha estado pendiente de la retransmisión televisada de las reuniones del Consejo de Seguridad y de Christopher, como hombre del momento. En una coyuntura tan crítica como la que vivimos, después de una guerra tan absurda, el mundo necesita un héroe, y nadie mejor que Christopher para desempeñar el papel. -Decker ya lo sabía, pero disfrutaba escuchándolo en boca de Milner-. Es más, no me sorprendería que fuera elegido con la unanimidad de los votos.
– A su debido tiempo -continuó Milner-, el segundo paso a dar será la elección de Christopher como secretario general. Hace años que yo y el Lucius Trust trabajamos en ello, y sinceramente creo que podemos contar ya con el apoyo de más de una tercera parte de los miembros de la Asamblea, y con por lo menos cuatro de los representantes del Consejo de Seguridad.
– ¿Me estás diciendo que toda esa gente sabe lo de Christopher?
– No, claro que no. Sólo un grupo muy reducido de personas aparte de los aquí presentes conoce su identidad, sólo aquellos en los que confío plenamente. El resto no tiene más que una vaga idea de lo que será la Nueva Era y de que ésta será liderada por un hombre muy poderoso, alguien cuya misión y cuyo destino serán gobernar la Tierra con benevolencia y misericordia.
2
Nueve semanas después
Nueva York, Nueva York
El camarero del Wan Fu, el restaurante chino situado en la esquina de la Segunda Avenida y la calle Cuarenta y Tres, cerca de la sede de la ONU, dejó la cuenta sobre la mesa junto con cuatro galletitas de la fortuna. Como siempre, Decker se esperó a coger la última, como si con ello aumentaran las probabilidades de que la fortuna que le tocara estuviera realmente destinada a él y no fuese el resultado de apresurarse a coger la galletita equivocada.
– La mía dice: «Pronto te embarcarás en un largo viaje» -dijo Jackie Hansen.
– La mía dice lo mismo -dijo Jody MacArthur, una de las secretarias del despacho de Decker.
– ¡Genial! -exclamó Jackie-. ¿Dónde podríamos ir?
– Bueno, mientras vosotras os vais de viaje, yo me quedaré aquí gastando lo que gane en la lotería -dijo Debbie Marz, la asesora administrativa jefe de Decker.
– ¿Por qué? ¿Qué dice la tuya? -preguntó Jody.
– Dice: «Una pequeña inversión podría generar cuantiosos dividendos». Y mi horóscopo decía que hoy es un buen día para correr un riesgo. Me parece que es el día perfecto para comprar un billete de lotería.
– Yo iré contigo -dijo Decker-. ¿No te importa que juegue los mismos números, verdad?
– ¿Qué? ¿Y compartir las ganancias? Lo siento, señor; pero de eso nada.
– ¿Qué dice la tuya, Decker? -preguntó Jackie.
– Dice: «Te gusta la comida china».
– Venga ya -dijo Jackie con una carcajada. Decker le entregó el papelito y ella lo leyó-. Es verdad -anunció al resto de la mesa.
– Bueno, has sido tú quien ha elegido comer en un chino -comentó Debbie Marz.
Cuando salieron del restaurante, la temperatura era bastante agradable. El sol brillaba y llenaba el aire de una suave calidez primaveral. A su alrededor, los pájaros surcaban el cielo y picoteaban en las aceras. Varios vendedores ambulantes ofrecían gafas de sol, pañuelos, aerosoles de autodefensa, recuerdos de Nueva York y flores. A Decker le costaba imaginar que los sucesos anunciados por Juan y Cohen pudieran llegar a ocurrir. Durante un tiempo era lo único que había ocupado sus pensamientos. En las noches sucesivas a la elección de Christopher como representante permanente de Europa ante el Consejo de Seguridad, apenas había conseguido dormir debido a las continuas pesadillas. Ahora, dos meses después, la idea de que la destrucción asolara el planeta le resultaba inimaginable. Pensó que tal vez el daño no sería más que muy localizado. El planeta era muy grande. Tal vez ocurriera en otro lugar, no allí. Después de todo, ni siquiera la guerra entre China, India y Pakistán, tan terrible como había sido, había llegado a afectar realmente la vida en Nueva York. Por supuesto que era mucho lo que se estaba haciendo en la ONU para la reconstrucción de los países afectados, el cuidado de los enfermos y la provisión de remedios paliativos a quienes sufrían de las enfermedades por radiación más graves, pero el trabajo se realizaba en acogedoras salas de reuniones donde lo peor a lo que tenían que enfrentarse era a los casos y las fotografías del sufrimiento de otros. No es que a Decker no le importaran las víctimas directas de la guerra, pero al contemplar cuanto le rodeaba en aquel bonito día de primavera, todo aquello le parecía muy lejano. En ese día, en ese momento, sólo parecía existir la primavera.
Como siempre le ocurría cuando se dejaba llevar por sus pensamientos durante un largo espacio de tiempo, Decker empezó a pensar en Elizabeth y sus hijas. Los años transcurridos desde su muerte en el Desastre no parecían sino intensificar su añoranza. A Elizabeth le encantaba la primavera. Se habían conocido una primavera en el mismo café en el que luego Decker conoció a Tom Donafin. Ella había entrado en el local en el momento en que él intentaba tocar en la guitarra los acordes de una canción que había compuesto. Le había parecido bastante buena al ensayarla, pero al aparecer ella fue como si la canción perdiera todo su contenido y sus rasgueos se hicieron más y más torpes. De aquello hacía cuarenta y cuatro años, pero al rememorar el momento pudo sentir cada emoción como si acabara de ocurrir.