– Pero una distinta cada uno. Yo, que los soldados hubiesen desaparecido para poder marcharme. Él, que continuasen allí para que no me pudiese ir. -Cristina miró a Aurelio; se sonrieron de una forma especial, plena, que culminaba los callados piropos mutuos previos. Luis intuyó que el propósito inicial de hacerle partícipe de los hechos había ido derivando, casi imperceptiblemente, hacia una rememoración privada y cómplice tras la que latían, en clave indescifrable para terceros, los matices de un pacto de amor que se mostraba vivo como el primer día. Les envidió, y deseó que alguien a quien pudiese corresponder le dedicase algún día a él una sonrisa similar.
– Tardaron en largarse dieciocho días, que vivimos encerrados en el despacho. En realidad, aquella convivencia tuvo cosas de película cómica, muchas veces nos hemos reído después: tras comprobar que nuestros guardianes seguían ahí, yo me encerraba en el armario, tensa y muerta de miedo. Era como mi lugar de trabajo, y en cuanto controlamos un poco la situación tu padre me fue llevando cosas: un pequeño sofá que sacó de otro despacho, un orinal, refrescos y comida… Y desde allí, para matar el tiempo, espiaba todo lo que pasaba en la sala, que era mucho porque Aurelio, para no dejarme sola, comenzó a despachar en ella. Incluso trasladó allí la celebración de dos recepciones, con su orquestina y su grupo de camareros: al son del vals,incluso descubrí algún amorío ilícito, señoras que pasaban notitas a militares vestidos de opereta, y cosas así.
– Ya te decimos, de comedia de Hollywood. Sólo faltaba por allí Cary Grant -bromeó Aurelio.
Luis comprendió que tras esa postiza referencia a detalles vistosos pero nimios se hallaba el deseo de no explicitar el momento concreto en que la relación se hizo adulta, sexual y eterna, y cooperó con sus padres cambiando de tema.
– La pena es que velarais la famosa foto… -dejó caer en tono ingenuo, a sabiendas de que la foto existía: no podía ser otra que aquella a la que su padre se había referido misteriosamente en alguna ocasión.
– ¿Velarla? Parece que no conoces a tu padre… Veló otro carrete, para que Larriguera se quedara tranquilo. Quería la foto a toda costa, y buscó al fotógrafo que le había salvado. Trabajaba para una revista de sociedad y le dio el carrete muerto de miedo, no quería saber nada del asunto. Insistió en que ni siquiera era él quien había disparado la cámara. Por lo visto, en el momento álgido de la disputa un invitado le quitó la cámara y disparó el flash. Nunca averiguamos quién era, pero fuese quien fuese salvó la vida de tu padre. Y la mía. Y puestos así, también la tuya…
Cristina calló, alargó una pausa y adoptó un tono doloroso; Luis comprendió que no deseaba que la historia quedase a medias.
– Cuando Larriguera se hartó y levantó la vigilancia, lo primero que hice fue volver a mi pueblo. Aurelio me acompañó. Durante los dieciocho días de encierro lo que más me había obsesionado, lo peor de todo, había sido pensar en mis padres. Habían visto cómo los soldados me secuestraban, no sabían si estaba muerta o seguía viva, ni dónde y cómo estaría de seguir viva, que puede que fuera lo peor. Imaginarlos en esa angustia es algo que no se me ha olvidado nunca. Pero mi preocupación estaba infundada. Mis padres no habían experimentado la menor preocupación durante mi secuestro. No podían. Estaban muertos -añadió con la naturalidad casi frivola de quien al portar durante mucho tiempo un hecho monstruoso ha terminado por aprender a convivir con él-. Antes de irse del pueblo, los soldados lo habían arrasado completamente. Sólo quedaban ruinas y cadáveres abrasados. Supuse que los dos cuerpos negros y retorcidos que encontré junto a lo que había sido mi casa eran los de mis padres. Pero nunca lo he sabido con seguridad. Sólo pude suponerlo… Me vi perdida y sola, y creo que si tu padre no hubiera estado allí habría muerto. Así de sencillo.
– Pero estaba… Y ya sabes, Luis, lo convincente que soy cuando quiero.
Ahora era Aurelio quien aligeraba la situación con un toque irónico, y Luis, correspondiendo con una sonrisa desganada, dio por concluida su curiosidad: decidió que nunca trataría de conocer aquellas palabras de consuelo, ni de imaginar en qué momento decidió su madre aceptar la propuesta matrimonial del diplomático español que -como ella para él, por otra parte- había caído milagrosamente del cielo para salvarle la vida, enamorarse de ella y amarla para siempre. Conocía ahora el principio y el fin de la historia y era suficiente.
Entonces, como si hubiera sido largamente ensayado, la enfermera del turno de mañana de la clínica irrumpió en la habitación como un inesperado tornadode salud que abrió de par en par las ventanas, se horrorizó ante la caja de bombones colmada de colillas, sermoneó sobre los males del tabaco mientras acompañaba a Aurelio hasta el sofá, deshizo la cama en unos instantes para volver a hacerla en un tiempo aún menor y expulsó a Cristina y a Luis de la habitación mientras disponía sobre la mesa un medidor de tensión, un termómetro y un surtido de pastillas. El momento mágico de Luis con sus padres se había disuelto, pero un rato después, ya en casa, apenas abrieron la puerta y pisaron el vestíbulo, Cristina entró en la habitación matrimonial y regresó de inmediato con un sobre que tendió hacia su hijo. Luis lo tomó por un extremo, pero Cristina no lo soltó aún. Miró a su hijo fijamente a los ojos:
– Antes te lo hemos contado quitándole importancia, como siempre nos habíamos prometido que lo haríamos llegado el día. Pero la violación de Larriguera no fue una broma. En realidad, me hizo daño. Con el tiempo, pude llevar una vida sexual normal. Pero enseguida supimos que nunca podría tener hijos. Nuestra felicidad estaba a medias por su culpa. Toma, la única foto que guardamos de nuestro noviazgo -Cristina dejó el sobre en manos de su hijo y salió; pero a los pocos pasos se detuvo y se volvió.
– Tú fuiste nuestra victoria sobre él -dijo señalando hacia el sobre-. Cuando llegaste, volví a sentirme entera.
Y se fue. Luis tardó unos segundos en reaccionar. Luego abrió y extrajo la fotografía que a lo largo de los años miraría multitud de veces con orgullo, inquietud o rabia; pero en aquella primera ocasión -el día siguiente del 11 de septiembre de 1973: la coincidencia temporal con el golpe de estado en Chile le había permitido precisar siempre la fecha, que adquirió así brillo épico en el calendario de su vida-, la foto despertó en él una súbita y aplastante ola de amor hacia sus padres. Como homenaje a ellos, se propuso entonces que algún día la contemplaría en el lugar desde el que fue disparada.
Y ahora, casi veinte años después, se disponía por fin a cumplir su promesa.
Antes de abandonar el despacho de la embajada, echó un último vistazo a la estancia; luego cerró la puerta silenciosamente, en íntimo respeto hacia los espíritus de quienes, a pesar de las dramáticas circunstancias, fueron allí felices durante dieciocho días de 1947, y se dirigió hacia la escalera con la fotografía en la mano.
Ya en el jardín, ubicó el emplazamiento aproximado desde el que había sido disparada gracias al árbol de tronco retorcido que aparecía en el extremo derecho de la imagen; cerró los ojos, extendió y levantó el brazo hasta la altura de la vista y abrió los párpados lo más despacio que pudo; los excitados latidos del corazón le confirmaron que había sabido adornar el homenaje a sus fallecidos padres con toda la ingenua solemnidad que siempre se había propuesto.
El árbol de tronco retorcido, ajeno al paso del tiempo, era idéntico en la realidad y en la fotografía. Bajo sus ramas, se enfrentaban en la imagen de papel dos hombres jóvenes y altivos; también muy distintos entre sí: Larriguera, en uniforme militar y con expresión furiosa, sostenía la pistola a unos centímetros del rostro de Aurelio, que en mangas de camisa y con la pajarita anudada al cuello irradiaba, a pesar de la imprecisa nitidez nocturna de la fotografía en blanco y negro, la firme resolución de quien no va a renunciar a su dignidad aunque le vaya la vida en ello. El fogonazo del flash teñía la imagen con un fantasmagórico velo teatral que, paradójicamente, le daba su escalofriante autenticidad. Ferrer siempre había jugado a creer que, cuando por fin la contemplase en el jardín de la embajada de Leonito, le sería revelado algún mensaje extraordinario que los rescoldos de los espíritus de Aurelio y Cristina habrían mantenido vivo para él. Pero -como no podía ser de otra manera- el fetiche fotográfico permaneció mudo… La verdadera fotografía, Ferrer lo comprendió de repente, no era la que él sostenía, sino otra que podía captarse en ese preciso instante y en la cual un hombre patéticamente perdido en un jardín desierto buscaba en un trozo de papel inconcretas retribuciones sentimentales que él mismo era incapaz de imaginar. Pero aun así, tuvo su revelación. Dura. Seca. Veraz: «Tu padre está muerto. Tu madre está muerta. Tu mujer está muerta. Y tu hija está muerta: la has matado tú». Angustiado por la contundencia de la voz interior, comprendió que había ido a Leonito en busca de su propia muerte. Y supo que iba a encontrarla. Se apoyó en el tronco del árbol retorcido y palpó en el bolsillo la carta destinada a Marisol, tranquilizándose por el contacto con el sobre: no le importaba morir si, a cambio, se conocía la verdad que había destruido su vida. Es más, deseaba morir para que esa verdad se conociese. El deseo de morir era el único patrimonio legítimo que le quedaba, y retrasar su resolución final era una traición al recuerdo de Pilar y un sufrimiento innecesario.