De pronto, le urgió la necesidad de acelerar su entrevista con el misterioso líder indio. Tal vez ése era el camino que había elegido la muerte para esperarle.Subió al coche y arrancó, satisfecho de comprobar por el retrovisor que el coche negro iba tras él; no intentó aproximarse ni adelantarlo, pero tampoco disimular que le seguía.
Atravesó la verja de entrada y la explanada frontal del hotel, y aparcó frente a la puerta; el coche negro se detuvo junto a la verja, tras cruzarla, y pareció dispuesto a esperar. Ferrer sopesó la posibilidad de aproximarse para precipitar los acontecimientos, pero la norma elemental de no mostrar impaciencia al contrincante se impuso sobre su impaciencia. Tranquilamente, entró al hotel y se dirigió hacia el bar del otro extremo del vestíbulo; a esa hora estaba desierto y silencioso, impregnado de serenidad por la luz caribeña del mediodía: un buen lugar para ser disfrutado por alguien despreocupado y feliz, pensó mientras ocupaba una mesa junto al gran ventanal, desde donde podía observar al coche negro. En ese momento, el director del hotel, reclinado junto a una de sus ventanillas laterales, hablaba con sus ocupantes.
– Señor… Eh, señor Ferrer. ¿Le importa?
Ferrer volvió la vista; una mulata joven y guapa, muy sonriente, con un sencillo vestido blanco con el nombre del hotel bordado sobre el bolsillo a la altura del pecho, sostenía ante él una cámara polaroid. Ferrer se encogió de hombros y la joven lo interpretó como una autorización. Disparó la cámara. Ferrer parpadeó, sobresaltado por el flash.
– Gracias, señor. Es para mi colección de famosos y famosas -comenzó a explicar la mulata-. La quiero completar antes de irme para el norte. Me voy a casar muy prontito, la semana que viene viajo para conocer a mi novio. Supo de mí por agencia, ¿sabe? Vio mi foto y se enamoró. Vive en el norte, no sé si lo dije. Con un bebito. Divorciado, el pobre. ¿Y sabe qué? Muy muy rico, de lo más millonario que hay por acá… ¿Quiere tomar algo? Mi nombre es Lili, soy la encargada del bar.
– Ahora no, gracias -respondió Ferrer, aturdido por la masiva información; Lili regresó discretamente tras la barra. El director del hotel entró al vestíbulo y se dirigió hacia él.
– Señor Ferrer -dijo-. El ocupante del coche negro que aguarda ahí afuera me comenta que desea entrevistarse con usted.
– ¿Se lo ha dicho así, por las buenas? ¿Entrevistarse conmigo? ¿Ahora mismo? Bueno, pues perfecto, cuanto antes mejor.
– ¿Le digo entonces que venga?
– Si hace el favor…
El director asintió y fue de nuevo hacia la salida. Una vez la hubo franqueado, Ferrer clavó la mirada en la puerta del vestíbulo, que desde su posición sólo podía ver de lado. ¿Qué aspecto tendría el Enemigo Público Número Uno de Leonito? O más lógicamente, y considerando el celo lógico que observaría respecto a su seguridad, ¿a quién habría mandado en su nombre? Ferrer se revolvió nervioso cuando vio asomar de nuevo al director del hotel; extrañamente, se demoraba en mantener la puerta abierta para alguien que, por su tardanza en aparecer, debía moverse con torpeza. Todas sus expectativas se desbarataron al ver por fin el aspecto del visitante, un anciano europeo de aspecto venerable en el que creyó reconocer algunos de los rasgos del Marlon Brando gordo y envejecido al que unas semanas atrás había podido ver de cerca, entre focos y técnicos, en su visita al plato de la película sobre Cristóbal Colón que se rodaba por esas fechas. El anciano era igual de lento en sus movimientos, pero también igual de solemne e impresionante en la seguridad que lo animaba. Vestía pantalón ancho de lino blanco y alegre camisa floreada que chocaba abiertamente con su grave mirada de ojos indagadores y francos. Fue esa mirada la que permitió a Ferrer reconocer al hombre; se puso en pie, repitiéndose que lo que estaba viendo era imposible.
El anciano avanzó ayudándose de un bastón; en la otra mano portaba una carpeta. El director del hotel caminaba acompasando su paso al de él, y se encargó de hacer las presentaciones cuando llegaron junto a Ferrer.
– Caballeros, permítanme… Luis Ferrer… Jean Laventier.
Ferrer permaneció callado y boquiabierto, pasmado como un niño tímido ante su ídolo deportivo. La primera impresión no le había engañado: ¡el anciano era efectivamente Jean Laventier!
– ¿Jean Laventier? ¿El… el verdadero? -preguntó con imprevista torpeza.
– No es un nombre tan raro -sonrió el francés, hablando español con suave acento francés-, imagino que habrá muchos otros. Depende de a quién se refiera con eso de el «verdadero».
– Me refiero al psiquiatra y humanista, al investigador de la mente humana y sus mecanismos, al candidato permanente al premio Nobel de la Paz… Mejor dicho, al hombre que ha hecho presión para que se rechace su propia candidatura al Nobel.
La referencia a la distinción sueca agrió casi imperceptiblemente el fondo de la mirada de Laventier. Conuna señal amable, pidió al director del hotel que los dejara solos y ocupó un asiento ante la mesa de Ferrer, que se sentó frente a él.
– Dígame -quiso saber Laventier-, ¿habla usted francés?
– Sí… -acertó a contestar Ferrer; acrecentó su confusión el inesperado fogonazo del flash de Lili, que informada por el director de la personalidad del recién llegado acababa de incrementar su colección de fotografías de famosos-. Pero…
– ¿ Correctamente?
– Tout ce que vous pouvez imaginer. Mon pére était bilingüe, et il voulait que moi aussi je le fuisse. Done, si vous le voulez bien nous pouvons continuer en français…
– No -rechazó Laventier con un gesto-. Nada de hablar francés. Necesito expresarme en español con precisión, y utilizar mi idioma me desconcentraría. Se lo agradezco, pero no. ¿Y leer? ¿Lee francés?
– Ya le digo, como el español.
Laventier suspiró aliviado.
– ¡Gracias a Dios! Por supuesto, es lo que imaginaba. Siendo hijo de diplomático… Pero de pronto, antes, en el coche, he caído en la cuenta de que no estaba seguro… Habría sido un error imperdonable por mi parte. Nos hubiera hecho perder mucho tiempo.
– ¿Tiempo? -aproximó Ferrer su cabeza a la del francés e, instintivamente, bajó la voz-. ¿Para qué?
Como si el tono confidencial hiciera innecesarios otros protocolos, Laventier abrió la carpeta que traía consigo y extrajo de ella un manuscrito.