– Para que lea usted esto. Está en francés, y de ahí mi inquietud ante su posible desconocimiento del idioma.
Ferrer alargó la mano, pero Laventier, con un gesto, le pidió paciencia. La inesperada situación trastocaba el esquema: era Laventier, y no Leónidas, quien le había seguido. Pero ¿para qué? No sabía si sentirse contento o contrariado, inquieto o relajado. Era una de esas veces en que ni siquiera a través de su desenvoltura profesional vislumbró un natural encauzamiento de la conversación. Literalmente, no sabía qué palabra debía decir a continuación. Pero Laventier lo hizo por él. Sin concesiones y directo al grano.
– Me precio de conocer bien a las personas, y con usted me he llevado una decepción, créame. Esperaba, a lo largo de esta mañana, haberle visto encaminarse hacia el hospicio. Dígame, ¿por qué no ha ido?
Ferrer lo miró perplejo.
– ¿Perdone? -acertó a decir.
– El hospicio donde usted y su hermano crecieron… Discúlpeme, comprendo que mis palabras le resulten entrometidas. Pero insisto en que no tenemos tiempo, y eso me obliga a eludir determinados protocolos que, en otra situación, asumiría complacido. Permita que me explique. Hace ya dos años acometí una tarea que ha acabado por traerme hasta la circunstancia presente: estar sentado en este momento y en este lugar frente a usted. Debe saber que conozco su biografía, y por eso di por supuesto que iba a dedicar unos momentos a visitar el lugar del cual salió a la vida hace tantos años…
– ¿Quiere decir que me ha seguido?
– No, no imagine nada parecido. Tan sólo leí en la prensa las notas que se le dedicaban con motivo de su visita a Leonito. Me interesaron e indagué un poco más, eso es todo. Amigo mío, debo reconocerlo: pensé que alguna clase de providencia le traía hasta mí. Una providencia de la que aún ignoro, dicho sea de paso, si es divina o diabólica… Pero permita que no adelante acontecimientos… Podría contarle mi historia desde el principio, pero es más justo y preciso, más riguroso, pedirle a usted que haga el esfuerzo de leerla.
Laventier dio dos golpecitos con la palma de la mano derecha sobre el manuscrito y lo depositó sobre la mesita situada entre ambos, acercándola con sus dedos hacia Ferrer, que no lo recogió ni lo giró hacia sí, prefiriendo exteriorizar cautelosa indiferencia en vez de la curiosidad que comenzaba a sentir.
– Le suplico que lo haga con toda la atención de que sea capaz, aunque me consta que muy pronto su interés estará enteramente captado. Por desgracia será así, se lo aseguro.
Ferrer giró el cuaderno. En la portada sólo había cinco palabras mecanografiadas en la esquina inferior derecha: El Niño de los coroneles.
– Naturalmente -prosiguió el francés-, no es un texto que haya escrito a la ligera, llevo mucho tiempo preparándolo. En realidad, pensaba dar a conocer su contenido de otra manera, públicamente, después de solucionar ciertas… formalidades. Pero su llegada, que más que una asombrosa casualidad ha sido una revelación, me indicó que debo entregarle a usted y sólo a usted este… tal vez legado sea la palabra adecuada. Así que en estos días me he dedicado a retocar el texto sabiendo que lo iba a leer y… Sí, ya sé que no es el mejor momento para pedírselo, conozco los asuntos que ocupan su tiempo. Pero debe prometerme que lo leerá… Le aseguro que esto es infinitamente más importante que la entrevista a cualquier caudillo indio, por muy difícil de encontrar que éste sea…-No sé, comprenderá que me sienta… extrañado.
– Se lo ruego. ¡Léalo! -Laventier adelantó su cuerpo y clavó en Ferrer una mirada repentinamente teñida de crispación. Ferrer suspiró y bebió un sorbo de su copa mientras barajaba en la mente excusas convincentes y a la vez corteses que le permitieran eludir el misterioso compromiso. Pero a la vez, ¿cómo podía pensar en eludirlo?, se recriminó. ¡Se lo estaba pidiendo una de las personalidades del siglo! Ojeó el manuscrito esforzándose por mostrar indiferencia; distraídamente, leyó la primera línea.
«Savez-vous pourquoi les hommes bons sont capables
de tuer, M. Ferrer?»
«¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, Sr. Ferrer?», tradujo instintivamente… La frase le aceleró el ritmo cardíaco, como si estuviese escrita por un inquisidor clandestino que hubiera logrado introducirse en su mente para espiar a placer sus miedos y angustias. Aunque formulada con otras palabras, ésa era una de las innumerables preguntas que le atormentaban desde la muerte de Pilar; también una de las pocas para las que tenía respuesta: sí, él -que se consideraba un hombre bueno- sabía muy bien por qué matan los hombres buenos. Pero esa seguridad no impidió que le invadiese el miedo: ¿era posible que Laventier supiese que había matado a Pilar? La respuesta parecía ser: no, no podía saberlo.
Pero ¿y si lo sabía?
Levantó la vista hacia el francés para tratar de averiguarlo, consciente de que alguna muestra exterior de rubor o azoramiento habría delatado inconcretamentesu excitación. Pero el sorprendido fue éclass="underline" Laventier también le miraba con excitación, con apremio, con súplica sincera. Fue de pronto evidente que toda su imponente presencia física, todo lo que Ferrer conocía y admiraba de él, toda su carrera y su éxito carecían ahora de importancia: Laventier, en esos momentos, era tan sólo el desdichado portador de una tragedia personal grandiosa que necesitaba compartir con alguien. Concretamente, con él. Ferrer se conmovió sin saber por qué.
– De acuerdo -prometió; y era sincero-. Lo leeré.
El alivio pareció rejuvenecer el rostro del francés.
– Gracias -visiblemente emocionado, apretó las manos de Ferrer entre las suyas-. Muchas gracias. Esto, aunque no pueda creerlo ni entenderlo en este momento, une para siempre nuestros destinos.
El tono de Laventier era grave pero de ninguna manera ridículo: si Ferrer hubiese observado la escena desde fuera, o se la hubiese contadomn tercero, habría expresado dudas sobre la seriedad del francés; pero teniendo a éste delante tal posibilidad resultaba frivola e incluso ofensiva. Laventier sacó una tarjeta de visita, la de otro hotel de la ciudad, y apuntó en ella el número de su habitación.
– Aquí es donde me hospedo. Cuando llegué a Leonito puse buen cuidado en ocultarme, pero pronto se reveló una cautela inútil… Disculpe, le estoy inquietando innecesariamente. Llámeme en cuanto lea el manuscrito, volveremos a reunimos entonces. Ahora debo dejarle -añadió poniéndose en pie con ayuda del bastón-. Tengo una cita muy importante. Un cita de la que deseo dejarle constancia.
– Usted dirá… -Ferrer caminaba a su lado hacia la puerta del hotel.-Ahora estoy citado… tras cincuenta años sin vernos… con Víctor Lars -dijo Laventier, súbitamente ensimismado.
– ¿Se supone que debo conocerlo?
Laventier inspiró con grave profundidad.
– No. Aún no conoce usted a Lars. Pero pronto lo conocerá, para desgracia suya. Es el autor de buena parte del manuscrito. El resto lo he escrito yo. -Laventier calló y alargó una pausa; luego levantó la vista hacia Ferrer-. Se dispone usted a visitar el infierno, amigo mío. Nunca me perdonaré haber sido yo quien le abra esta puerta. Se lo juro por…
Dudó como si no hubiera en su vida nada lo suficientemente importante para avalar un juramento. O tal vez, pensó Ferrer, lo hubo alguna vez, mucho tiempo atrás… En cualquier caso, el francés no terminó la frase: estrechó de nuevo la mano de Ferrer y salió. El coche negro le aguardaba junto a la puerta; arrancó apenas Laventier montó en él. Ferrer, perplejo, contempló cómo se alejaba y trató de ordenar la información que había recibido de Laventier… El manuscrito y la tarjeta de visita implicaban intenciones solemnes, presentimientos turbios e invitaciones al infierno… Y también una tragedia no por desconocida menos evidente: la que se adivinaba en el rostro de Jean Laventier, el hombre que había rechazado el premio Nobel de la Paz por razones que -Ferrer lo intuyó de pronto- se hallaban en el escrito que sostenía entre las manos.