Capítulo Tres
¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, señor Ferrer? ¿Alguna vez lo ha sospechado, imaginado, vislumbrado en las personas cuyo trato ha frecuentado o en aquellos a los que profesionalmente ha realizado entrevistas? Yo, por desgracia, conozco bien la respuesta a esas preguntas, pues considerándome un hombre bueno -e incluso habiendo consagrado mi vida a la defensa de la bondad como razón principal y objetivo último de la existencia humana-, vi crecer dentro de mí, en un fatídico momento, el odio irracional que me llevó a planear la intriga criminal a la que estoy ahora dedicado. Pero no es ésa -no es sólo ésa – la razón por la cual le envío este puñado de folios. Créame, aunque inicialmente le parezca absurdo, que usted es el único destinatario posible de su contenido, pues su vida -al igual que la mía, al igual que la de quién sabe cuántos más, entre quienes sin duda se halla el desdichado Niño de los coroneles-, ha sido sin que usted lo sospeche marcada brutalmente por la existencia de Victor Lars, el hombre más feroz, inteligente y, por desgracia, seductor de todos los que he conocido, y tal vez de todos los que han poblado la Tierra. Le ruego que no abrigue inmediatos recelos sobre mi seriedad o cordura ante el melodramatismo de esta afirmación y me preste atención, aunque sólo sea por cortesía hacia las referencias que sin duda tiene usted de mi trabajo y persona. Le pido también disculpas por los aspectos de mi biografía que a continuación le narro, y que prometo exponer con la mayor brevedad que pueda: su conocimiento es imprescindible para la comprensión de los hechos que, por desventura, tanto nos interesan a usted y a mí.
Me llamo Jean Laventier, y nací en 1912 en Bárreme, pequeña ciudad del sureste francés, en el seno de una familia dedicada desde generaciones atrás al negocio del vino. Tengo por tanto ochenta años, de los cuales he dedicado a la Psiquiatría más de sesenta, pues si bien no comencé mis estudios en París hasta 1932, no me añado ni resto méritos al afirmar que desde algún tiempo antes, ya cuando mi padre se empeñaba en enseñármelo todo sobre el negocio familiar y los compañeros de colegio comenzaban, como se suponía debía hacer yo, a interesarse por el sexo y los problemas prácticos de la vida, ocupaba la actividad de mis días una fascinación tan inexplicable como férrea por aquello que ahora mis colegas y yo llamamos «motivaciones del ser humano». ¿Quién tuvo la culpa de esa tendencia que amigos y clientes de confianza de mi padre, además de algún educador de miras estrechas, definieron como «deformación anormal»? ¿Mi madre, cariñosa y frágil de salud, cuando, sentados en el porche de la casa mientras caía la tarde, me relataba las novelas que marcaron su juventud, poniendo buen esmero en aclararme que D'Artagnan no era sólo el héroe fabuloso ni Quasimodo sólo el monstruo despreciable y despertando así en mí la obsesiva convicción de que tras cada hombre siempre se esconde otro u otros? ¿Mi autoritario padre, seco y distante siempre a la hora de la comida familiar, repugnante en su semiclandestina lascivia con las mujeres del pueblo y riguroso, casi malvado en la relación con sus empleados -normalmente, además, maridos o hermanos de esas mujeres-, y sin embargo, y contradiciendo ese rudo carácter que a mí me hacía rehuir y temer su presencia, desvalido y hundido, profundamente emocionado el día que murió mi madre y él, inesperadamente, me sorprendió explicándome mientras atardecía entre los viñedos que los campos que nos rodeaban estaban vivos y lo estarían siempre, mucho tiempo después de que él y yo mismo muriésemos, transmitiéndome en ese momento un desasosiego vital que desde entonces jamás me ha abandonado? ¿O fue la tragedia de Fabien? Fabien era un empleado de mi padre, un hombre que siempre había vivido en la naturaleza y que no hacía otra cosa que trabajar en los campos y compartir sus momentos de ocio con los muchos amigos que tenía, pues era un individuo alegre y sencillo, muy querido por todos. Un día avisaron a mi padre con carácter de urgencia. Quise acompañarle hasta la casa donde Fabien había vivido solo toda su vida, y allí descubrimos que se había ahorcado en su habitación. Nadie imaginó nunca la razón del suicidio, y con el tiempo su recuerdo se fue diluyendo entre la gente del pueblo, pero en mi mente infantil se grabó a fuego la imagen de su corpachón balanceándose silenciosamente al extremo de la soga que pendía del techo, y siempre pensé que aquella traumática y enigmática estampa fue, con el paso de los años, concluyente para reafirmar mi incipiente vocación y decidirme por fin a plantear a mi padre el irrevocable deseo de estudiar la carrera de Medicina en su rama de Psiquiatría.
Y así, tras una pugna entre su obsesión por obligarme a perpetuar el negocio familiar y mi firme resolución, llegué a París al amanecer del 9 de julio de 1932. De las ciudades hermosas, como de las personas amadas, albergamos siempre la osada convicción de que tan sólo nosotros conocemos determinado aspecto de su personalidad, como si ese secreto tesoro hubiera estado aguardando nuestra llegada para revelarse. Esa mañana, apenas deposité el equipaje en la pensión elegida al azar como residencia, corrí literalmente por París, aunque debería decir mejor que volé, si atiendo a la vertiginosa euforia de mis recuerdos. La ciudad era mía, y me entregaba el regalo de bienvenida de la inmortalidad, que sentí de pronto galopar por mis venas. Puede parecerle ridículo, pero sigo creyendo hoy que la soleada luz de aquella mañana estuvo reservada en exclusiva para mí por alguna suerte de dioses. ¡Tal era el color dorado del aire, tal la vibrante belleza de cada rincón, de cada sonido y cada silencio, de cada mujer, de cada olor y cada color, tal la violencia con que latía mi corazón y el torrente de vida con que el aire inundaba mis pulmones! ¡Tal mi ilusión juvenil de adentrarme por fin en el mundo tantas veces soñado! Sí, el momento más hermoso de mi vida… así lo decidí solemnemente cuando, saciado de felicidad, me detuve a recuperar el aliento en uno de los puentes sobre el Sena. Instantes antes, me había extasiado ante la fachada de Notre-Dame, más impresionante aún por la ausencia de visitantes a tan temprana hora, y luego la había rebasado, avanzando por la orilla del río sin volver la vista atrás, retrasando a propósito el momento, elogiado por mi difunta madre hasta la mitificación, de situarme en el centro de alguno de los puentes, girarme y disfrutar del hermoso espectáculo que desde ese punto ofrecía la parte trasera de la catedral. Por fin, cuando supuse que había avanzado bastante, me adentré en el puente que allí cruzaba el río y, situado en su centro, me dispuse a volver la vista atrás. Una emoción profunda me invadió al dedicar a mi madre aquel instante.
Ferrer abandonó por un momento la lectura. La imagen del joven Laventier ingenuamente eufórico frente a Notre-Dame le simpatizó y le llevó a evocar su propia primera visita a la catedral del Sena.
En la primavera de 1975, Bego y él decidieron invertir una inesperada entrada de dinero viajando durante tres días a París, ciudad que ninguno de los dos conocía aún. Decidida a demostrar a sus amigos y al resto del mundo que la ciudad puede conocerse en su totalidad en ese corto tiempo, Bego elaboró un completísimo recorrido turístico que ejecutaron con tesón maratoniano. Al amanecer del tercer día, tras apenas cuatro horas de sueño, el despertador les recordó que había llegado el turno de Notre-Dame, que según Bego era preciso visitar antes de la irrupción del habitual aluvión de turistas. Somnolientos como quien se dispone a emprender un penoso deber, él sugirió rifar quién abandonaba primero la sensual tibieza de las sábanas, y en la improvisada elaboración de las reglas del juego hallaron alicientes eróticos que resultaron inaplazables. Cuando llegaron a Notre-Dame, la plaza de la catedral estaba ya atestada de visitantes, y renunciaron a la visita. Poco después, en Madrid, supieron que Bego estaba embarazada. En tono jocoso,.-ambos alimentaron durante mucho tiempo la leyenda familiar de que Pilar fue concebida en París, durante aquel momento del amanecer en que ellos debían de haber visitado el entorno desierto de la catedral… Ferrer se inquietó: el discurso del francés le había llevado por segunda vez a pensar en su hija.