¿He dicho ya que era una temprana hora de un día de verano? Sí, recuerdo como si fuera ahora que la placidez era absoluta: costaba descubrir un atisbo de movimiento en el agua del Sena, y en las calles no se veía un alma. ¿Se trataba de un momento mágico, creado efectivamente para mí por París? Excitado, me atreví a creerlo así cuando comprobé que tampoco en las ventanas se apreciaban signos humanos; traté de captar algún ruido, pero el silencio seguía siendo absoluto. Temeroso de romper el hechizo, no me moví, no respiré; comencé a girarme muy despacio, consciente de la presencia de la catedral a mi espalda y con el recuerdo de mi madre en el corazón. Sin embargo, un inesperado intruso irrumpió en mi sencilla puesta en escena, desbaratándola: adosada a una de las columnas centrales de piedra del Puente de la Tournelle -pues de él se trataba-, una placa conmemoraba el día en que fue abierto a la circulación: el 9 de julio de 1928. Me estremecí: ¡también nueve de julio! ¿Qué extraño mensaje entrañaba la coincidencia de fecha entre la inauguración del puente, cuatro años antes, y mi llegada a París? No hace falta decir que mi entusiasmo juvenil adjudicó a tal casualidad tintes místicos o legendarios: ahora se evidenciaba que era yo alguna clase de elegido. Fascinado y orgulloso, eufórico y feliz, imaginándome el centro del mundo, sentí que debía agradecer tan alto honor formulando algún juramento cuando menos homérico: no podía corresponder a París con una medianía. Y entonces, al girarme por fin, vi la catedraclass="underline" un impacto de emoción me embargó. Sobrecogido, interpreté que Notre-Dame, con sus mil años de grandiosidad, se ofrecía como testigo de mi solemne promesa, fuese cual fuese ésta. Sabiendo que no podía defraudarla, juré que no tendría que arrepentirse de la confianza depositada en mí: algún día, mi trabajo y mi decisión me llevarían a culminar una tarea digna de la catedral que me apadrinaba. Algún día, juré con el corazón en la mano, haría algo realmente importante por el ser humano. Sentí que el espíritu de mi madre se conmovía en alguna parte, y casi lloré de felicidad por la épica de mi decisión… ¡Qué recuerdos despierta en mí la ingenuidad de aquellos sentimientos! Sé que su exposición ante un adulto puede resultar ridicula, pero deseo ser sincero -o tal vez lo necesito-, y sólo pido a quien esto lea que, antes de emitir cualquier juicio negativo, rastree en la huella que hayan dejado en él los primeros sueños juveniles… Notre-Dame me miraba, pensé ingenuamente entonces. Notre Dame me miraba, quiero pensar a pesar de todo ahora, cuando no soy sino un viejo envidioso de aquel joven lleno de ilusión que hace sesenta años abandonó la orilla del Sena dispuesto a ganar todas las guerras contra el mundo, íntimamente convencido de portar un honor depositado por los dioses sobre sus hombros. ¡Qué larga e inabarcable, qué eterna, le pareció en ese instante la vida! ¡Y qué ridiculamente corta me resulta ahora, al volver la vista atrás!
Sí, siempre he considerado aquel momento el supremo, el más feliz de mi existencia, aunque desde los últimos acontecimientos ensombrece su recuerdo la circunstancia de que allí, en mi puente -siempre lo llamé así, osadamente ajeno al hecho de que su construcción esté dedicada nada menos que a la patrona de París-, al que muchos domingos a primerísima hora acudía con la esperanza de disfrutar de nuevo del silencio mágico que también imaginaba sólo mío, conocí a otro joven visitante habitual del lugar, fascinado como yo por él, que resultaría haber elegido también -¡en los meses siguientes, cuántos indicios de predestinación a la amistad eterna hallaríamos en esa casualidad!- la rama de Psiquiatría. Era Victor Lars.
Mi introvertido carácter se sintió de inmediato fascinado por él. ¿Qué decir sin correr el riesgo de parecer un sumiso e incluso ridículo enamorado? Tanto tiempo soñando con mi primera aproximación al estudio de la mente humana y él parecía saberlo o intuirlo todo sobre la materia, hasta ese punto era atrevida la apasionada y apasionante exposición de sus teorías. Aunque de escasa estatura, era apuesto y yo diría que verdaderamente guapo, matizado su atractivo por la profundidad e inteligencia de unos ojos negros que te atravesaban. No era rico, aunque sí ambicioso en extremo, y nuestra relación se basó al principio en el hecho de que la generosa asignación mensual de mi padre podía costear aventuras que mi amigo no podía permitirse pero sí proponer y dirigir. Con él vomité mi primera borrachera y besé a la primera mujer; con él, así lo pensé entonces, conocí el júbilo de la verdadera amistad. Compartíamos casi todo nuestro tiempo y, excepción hecha de los momentos dedicados a las juergas que yo pagaba, hablábamos continuamente de nuestra pasión común por la mente humana. Pero mientras a mí me excitaba profundizar con gravedad en el bien que la Psiquiatría podría hacer a personas enfermas, él se mostraba perplejo y divertido ante las inimaginables imbecilidades, éstas eran sus palabras, que un idiota adecuadamente engañado era capaz de cometer. Tal diferencia de percepción era la causa de nuestras únicas discusiones, siempre intrascendentes porque enseguida las disolvía alguna perspectiva lúdica que compartir. Ambos volvíamos entonces a ser los de siempre: Lars, inmune a los desánimos, líder de las iniciativas y poseedor de todos los secretos; yo, su hechizado y fiel escudero.
Habría pasado algo más de un año desde que nos conocimos cuando entró Florence en nuestras vidas. No exagero al afirmar que, ante su irrupción, París perdió brillo y pasó a ser el mero telón de fondo para las evoluciones de su deslumbrante personalidad. Me enamoré en el preciso instante en que la vi, ejerciendo las funciones de improvisada anfitriona en la entrada del cinematógrafo al que una noche Lars y yo acudimos atraídos por la fama escandalosa del film Un perro andaluz, que allí se proyectaba.
Aquella noche, tras la proyección, logramos sumarnos al grupo de bulliciosos exégetas de Buñuel que Florence capitaneaba. Lars y ella conectaron de inmediato, y dedicaron el resto de la noche a piropearse con brillantez y ambigüedad tales que nadie de los presentes, y yo menos que nadie, dudó que en los días siguientes se consolidaría el idilio. Sin embargo, no me conformé esta vez con el papel habitual de comparsa: estaba decidido a conseguir a Florence, a pugnar al menos por ella. Aunque no era fáciclass="underline" verlos juntos era descorazonador y a la vez irresistible, se comprendía la admiración que despertaban a su paso: fascinantes, seductores, hermosos y osados, parecían reencarnaciones míticas o carismáticos mensajeros de un futuro que se presentía inmediato y resultaba inconcebible sin las consignas de bohemia modernidad que ambos pregonaban. Ella, musa de cineastas de vanguardia y heredera millonaria, acababa de regresar de un viaje a la India y se disponía a iniciar otro, de resonancias no menos legendarias, a las fuentes del Nilo, expediciones aventureras de halo misterioso y casi mágico que Lars vampirizaba hábilmente, casi hasta el punto de hacerlas pasar por experiencias propias; desde el primer momento, mi amigo buscó en la permanente explosión de vitalidad de Florence la plataforma idónea desde la que epatar a los demás, y tuvo la inmensa suerte de que ella, siempre ansiosa de notoriedad en fiestas y reuniones extravagantes, llevase meses buscando un, llamémoslo así, compañero de baile acorde con su valía, y decidiera distinguirle con tal honor público. Lars logró así incorporar algo de sus admirados referentes Byron y Rimbaud a un personaje, el suyo propio, con el que deslumbraba por igual a compañeros de estudios y compinches de juergas. Ante esa perspectiva, oculté con pudor y cautela mis sentimientos y llegué a sentirme afortunado por el mero hecho de respirar el mismo aire que mi amada, mísera compensación inicial que, para mi sorpresa, pronto se vio premiada por la amistad sincera, basada en sensibilidades insospechadamente paralelas, que fue surgiendo entre Florence y yo.