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Tal distinción me llenaba de orgullo y felicidad aun mayores porque en ese terreno sentimental Lars no lograba hacerme competencia. Bien, se decía mi orgullo entre el dolor y la euforia, él llegaría a ser el amante ocasional. Pero yo era el amigo, el amigo leal, el amigo íntimo, el amigo del alma… y lo sería para siempre. Por primera vez, Lars y yo nos enfrentamos abiertamente por los favores de Florence: sin perder la sonrisa, iniciamos uno contra el otro una feroz carrera cuya meta se presentó de golpe, inesperadamente, durante la excursión al campo que, apenas un mes después de conocer a Florence, realizamos los tres. El fin de semana fatídico del caserón de Loissy.

Propiedad de mi familia desde varias generaciones atrás, estaba situado a unos cien kilómetros de París; rodeado de terrenos en otra época ajardinados, había servido de lugar de esparcimiento veraniego a varias generaciones de los Laventier, pero ahora se encontraba deshabitado desde tiempo atrás, y sólo algún empleado de mi padre visitaba de vez en cuando sus grandes estancias vacías para comprobar que el orden del abandono continuase inalterable. Loissy seguía formando parte del patrimonio familiar tan sólo porque mi avispado padre mantenía la teoría de que esos terrenos, por su situación en relación a posibles ampliaciones de la red ferroviaria, valdrían algún día una fortuna, pero para mí tenía tanto interés como un armario lleno de ropa vieja, y jamás hacía mención a él. Un día que, por casualidad, hablé de Loissy a mis amigos, mostraron tal entusiasmo por conocerlo que les invité a pasar un fin de semana en el caserón sin luz ni agua corriente al que la imaginación de Lars enseguida supuso transitado por gemidos patéticos de almas en pena y fantasmales espíritus del mal. Durante el viaje en tren alimentamos todo tipo de tétricas visiones que, para excitación nuestra, parecieron presagiarse como posibles cuando la gran reja metálica, tras la que se recortaba la silueta del caserón contra el cielo rojizo del ocaso, chirrió sombríamente. Fascinados, mis amigos consideraron enseguida que nos encontrábamos en el decorado idóneo para una película vanguardista que Florence podría financiar y protagonizar y Lars, cómo no, escribir y dirigir, y su vehemencia creativa, que enseguida me contagiaron, halló un torrente de posibles motivos arguméntales bajo las telas que cubrían los muebles de los salones, tras los apolillados aromas del gran dosel de la habitación principal, que según los anales familiares convertía en malditos todos los amores que bajo él se declaraban, o en la rotundidad dramática del pozo seco del patio, donde decidimos que indefectiblemente habría de tener lugar el desenlace del film. Nuestra calenturienta imaginación dedicó buena parte de la noche a profundizar en los matices de la película, pero tras la cena y las primeras copas la evidencia de que no éramos tres amigos, sino una mujer y dos hombres enfrentados por causa de ella, fue abriéndose paso hasta imponerse entre silencios más significativos a medida que llegaba el momento de acostarse. Quiso la suerte -los hechos demostrarían después que se trataba de la fatalidad, así de inofensivamente disfrazada, que sin que yo lo sospechase había decidido ya acompañarme durante elresto de mi vida- que alguna frase nimia propiciara una conversación sobre nuestras respectivas familias que desde el principio Lars trató de abortar con comentarios arrogantes e ironías de dudoso gusto; podía tener lógica: en alguna ocasión me había contado las múltiples desavenencias con sus padres y la consecuente ruptura definitiva en que la situación había desembocado un par de años atrás. Pero Florence, en cambio, se mostró repentinamente sincera y entristecida al relatar la muerte en accidente de sus progenitores, que con tan sólo quince años la había convertido en millonaria solitaria. Adiviné en su mirada que habría renunciado a su fortuna por echar el tiempo atrás y recuperar el derecho a la infancia feliz que le había sido arrebatada; su inesperada desvalidez me emocionó, y supe transmitirle mi solidaridad hacia sus sentimientos -y hacerlo con credibilidad que nos aproximó intangiblemente mientras Lars, obstinado en sus comentarios sangrantes, se iba quedando fuera del cada vez más estrecho círculo en el que pronto sólo cabrían dos- al narrarle mi propia historia, la muerte de mi madre y las discusiones con mi padre, mi llegada a París, mis secretos sueños de grandeza junto a Notre-Dame… Ésa, lo vi también en los ojos de Florence, fue la chispa que decidió mi victoria. Lars, acaso consciente también de ello, trató de recuperar su cetro a base de brillantez y referencias a nuestra película imaginada, pero ya era tarde para desbaratar lo irreversible: al poco, Florence y yo le dejamos solo. En la habitación nos besamos con suavidad acorde con el hilo desensibilidad que se había tendido entre nosotros, y recuerdo que para relajar los nervios iniciales bromeé a propósito del dosel de leyenda sombría bajo el cual comenzamos a desnudarnos.

Detesto esa ostentación grosera y despreciable con que algunos hombres se jactan de las intimidades sexuales de sus amantes, pero no es ésa la razón por la que declino desvelar mi noche con Florence, sino el miedo de que, al compartir ese secreto, pudieran perder intensidad mis recuerdos, lo que de alguna manera equivaldría a olvidarlos. Baste, pues, saber que cuando despertamos felices y abrazados, con el sol del nuevo día iluminando ya el campo, nuestros labios fueron sinceros al susurrarse promesas de amor eterno. Del resto de aquel día inolvidable sólo guardo un único recuerdo ingrato: al abandonar la habitación para reunimos con Lars no pregonamos nuestra eufórica nueva relación, pero tampoco la ocultamos, pues ambas cosas, por poco naturales, hubieran sido ridiculas: no obstante, recuerdo aún mi nerviosa expectación por la reacción de mi amigo, al que tanto admiraba y quería, y cuya alegría ante mi felicidad, ante nuestra felicidad, tanto me hubiera complacido. Sin embargo, Lars fingió absurdamente no percatarse de la evidencia, lo que le abocó a una patética actuación de incontinencia verbal e irritabilidad por nimiedades del clima o del horario del tren con las que no conseguía disimular la verdadera causa, no aceptada ante nosotros, de su furia: su incapacidad de afrontar una derrota a la que sólo él -resultaba patente con su actitud- daba y había dado siempre parámetros de competitividad. Florence y yo, comprendiéndolo así, optamos por dejar pasar el día, dolidos y perplejos por el despecho amoroso que nuestro amigo se empeñó en demostrarnos. De regreso a París, tras despedirnos de él, Florence y yo nos sentimos libres para dedicar a las expresiones amorosas reprimidas a lo largo del día el resto de la noche, el resto de todas las noches siguientes… La pasión del primer día, lejos de adquirir visos de fugacidad que no hubieran sido inverosímiles, creció y se ramificó hasta el punto de asustarnos -o sea que era cierto, recuerdo que dijo ella, de pronto, una mañana… ¡íbamos a ser así de felices siempre!-, y la fortuna de Florence permitía que París fuera nuestro: casi obscenamente, jugábamos a derrochar el dinero en el hotel más caro de la ciudad o lo regalábamos al primer borracho incrédulo que nos cruzábamos cuando la vitalidad que ambos nos contagiábamos dirigía nuestros pasos hacia los barrios bajos de París. Durante una semana vivimos aislados del mundo, a solas con nuestro amor, que sólo oscureció ocasionalmente el recuerdo del infantil despecho de Lars; por eso sentimos la mayor de las alegrías cuando, de regreso a la realidad, lo primero que hizo nuestro amigo fue recibirnos con un abrazo y pedir disculpas por su estúpido comportamiento; Florence, me dijo con sana envidia apenas nos encontramos a solas, era un sueño que me había tocado a mí y no a él, que tendría que conformarse con su amistad. Volvimos a ser el trío de siempre, aunque yo me sentía aún más feliz por la recuperación de mi amigo. Un amanecer, durante una de las secretas visitas solitarias que, por encima de amistades y amores, continuaba dedicando a Notre-Dame, me acodé en mi puente y, recordando las palabras de Florence, me sentí infinitamente agradecido con la vida. No era para menos: ¡iba a ser así de feliz siempre!