En esa tesitura eufórica, no me alarmé el día que Florence desapareció durante unos días. ¿Por qué habría de hacerlo si ése era su carácter y, además, pronto me entregó el cartero una misiva en la que explicaba su repentina ausencia? Esas palabras de letra menuda y a veces ilegible, que durante muchos años han sido el único recuerdo de ella que he podido acariciar, se ven ahora reducidas al lóbrego honor de alimentar el motor de mi venganza. A pesar del carácter íntimo de la posdata, la incluyo junto al resto de la carta porque interesa, y mucho, a mi narración:
«Querido Jean: Me vas a matar cuando te enteres (bueno, no podrás matarme porque tú estás ahí y yo aquí, je, je…). Estoy en Roma y me voy a tener que quedar por aquí un tiempo. Gina, ya te he hablado alguna vez de ella (¿o no?, no sé, bueno, es igual, es una amiga íntima), tiene un gran problema con su marido y quiere que esté junto a ella. Yo le digo que no sé en qué la puedo ayudar, pero insiste y no tengo más remedio: una vez hizo mucho por mí. Te escribiré (hemos cogido su coche y estamos recorriendo Italia, así que no puedo darte una dirección fija). Posdata: estoy tumbada en la cama del hotel, tengo una gran terraza al lado, hace sol y calor, me acuerdo de ti, me voy a ir quitando la ropa, un te amo por cada prenda. Te amo… te amo… te amo… te amo…».
Lars, que se encontraba conmigo cuando recibí la carta -que, por respeto a mi intimidad con Florence, nunca le mostré-, alegó el carácter excéntrico e imprevisible de nuestra amiga para disculparla, y logró que no me preocupara durante una semana, casi dos. Pero a la tercera él mismo hubo de admitir su inquietud. Cada nuevo día aumentaba nuestro miedo, nuestra certeza de que algo había ocurrido. Lars, al fin y al cabo menos implicado emocionalmente, asumió la dirección de las pesquisas con una frialdad policial que le recriminé primero y agradecí luego, cuando comprendí que era el único camino efectivo. Pero nuestras únicas pistas -una carta sin remite sellada en Roma y la aguja de un nombre, Gina, en el pajar del censo italiano- se estrellaron contra la biografía aventurera de Florence, cuyo historial de viajes exóticos, lujosos domicilios provisionales y amantes de todas las razas provocaba sonrisas escépticas o paternales encogimientos de hombros en los policías a los que denunciamos la desaparición, e incluso en el detective al que contratamos para que la resolviera. La búsqueda fue tan inútil como sería ahora la pormenorización de las tristezas, dudas y miedos que atravesaron mi corazón: simplemente, los días sin noticias se acumularon en semanas y meses y éstos sumaron años. Para ser exactos, transcurrieron cincuenta y ocho años, cuatro meses y catorce días desde aquel 8 de abril de 1933 en que estaba fechada la carta hasta el 22 de agosto de 1991, el día que volví a saber de Florence.
Cuando el carácter definitivo de su ausencia fue haciéndose evidente, el mezquino instinto de supervivencia me llevó a buscar refugio en la realidad: retomé con energía mis estudios, la amistad con Lars creció, mi padre murió y me convertí en rico heredero, conocí y amé mortecinamente a otras mujeres, compré una casa en París y terminé con brillantez mi carrera, abrí un consultorio de creciente éxito y experimenté un tenue pero perceptible distanciamiento de Lars: nuestro juramento de amistad eterna se había ido debilitando con el paso de los años, pero también, y sobre todo, por mi rechazo hacia la vida cada vez más bohemia y desencaminada de todo rumbo que Lars eligió tras finalizar sus estudios. Sin embargo, no logré olvidar en esos años a Florence, aunque traicioné a veces su recuerdo, pues califico de traición el simple hecho de dar crédito, aunque fuese sólo durante un segundo, a las voces que, con injurias sobre la demostrada frivolidad de mi gran amor y su interés obviamente transitorio hacia mí, trataban de hacérmela olvidar, vulgarizar su memoria deslizando sugerencias que la situaban en cosmopolitas escenarios lejanos, convertida en aburrida esposa o alcoholizada vividora. A veces, la debilidad me hacía dar crédito a esos bulos, y en esos casos acudía al caserón de Loissy, que utilizaba como bálsamo, refugio y capilla: a solas, muchas veces apagando voluntariamente las luces, envuelto en el silencio de la noche o dejándome mecer por la audición obsesiva del vals que ella consideraba nuestro, deambulaba por las salas vacías rememorando nuestra primera noche o, insomne en la cama donde decidimos amarnos siempre, esperaba las luces del amanecer, que en ocasiones tenían la generosidad de regalarme vividos retazos del momento, inolvidable aunque cada vez más lejano en el tiempo, en que abrí los ojos y la vi dormir junto a mí satisfecha y feliz, respirando con la cadencia serena de los bebés que nada saben del mundo y todo pueden esperarlo aún de él… Sí, sólo por esa imagen hubiera puesto la mano en el fuego: Florence se fue de mi lado contra su voluntad. Lo he creído todo este tiempo, aunque sólo ahora lo sé con certeza.
Me volví un hombre solitario e indiferente a cualquier cosa que no fuesen mis recuerdos y mi profesión, a la que me había dado por entero y que por suerte me apasionaba cada vez más, haciéndome todo lo moderadamente feliz que podía aspirar a ser. Muchos domingos, por la mañana temprano, acudía también a mi puente de la Tournelle, que seguía siendo un exclusivo refugio secreto a pesar de que, en ocasiones, despertaba en mí el recuerdo del incumplido juramento juvenil de grandeza; en tales casos, me apresuraba a continuar mi solitario camino, tras catalogar de tontería debida a la inexperiencia aquel sueño que parecía irremediablemente frustrado… Nunca, a lo largo de los años, pude sospechar que tendría una última oportunidad de cumplirlo seis décadas después de haberlo pronunciado, en un lugar perdido llamado Leonito.
Un día de mediados de 1938, la fatalidad llamóa la puerta del gris mundo a medida que había construido a mi alrededor. Aunque, como ya he dicho, en los últimos tiempos me había distanciado casi definitivamente de Victor Lars, seguía queriéndolo como al hermano que nunca había tenido, y por eso me alteró tanto la noticia: había sido condenado a quince años de cárcel por fraude y estafa.
Aterrado, acudí de inmediato a visitarlo. Pero, para mi sorpresa, sonreía tras los barrotes como un anfitrión todopoderoso. ¡Ni siquiera en ese trance se rebajaba a mostrarse frágil, angustiado… desvalidamente humano! Se diría que para él era una cuestión de estilo exteriorizar desprecio hacia el sufrimiento que pudiera aguardarle; al menos, frente a mí: no logré desbaratar su coraza, no pude arrancarle una confidencia de miedo ni una demostración de arrepentimiento -me confesó con desparpajo, incluso acaso con algún matiz orgulloso, que las acusaciones eran ciertas: ¿por qué no podía un hombre pobre como él tomar cuanto necesitase de los mezquinos ricos de cuna?-, ni siquiera logré que aceptara un paquete de tabaco, ¡tan hermética era su torre de frío cinismo, de aislamiento! Cuando terminó nuestro tiempo, parecía que fuese él quien salía libre, mientras yo me quedaba entre aquellas cuatro paredes. Antes de irse, Lars sonrió por última vez.
«Tranquilo, Jeannot -me dijo antes de salir escoltado por el guardián-. No sufras por mí. No estaré aquí mucho tiempo.»
Lars salía de mi vida, sin previo aviso y contra mi voluntad, provocándome dolor por él y por mí,convocando angustiosos fantasmas de tiempos mejores irremediablemente perdidos; el recuerdo de mi amigo enterrado en vida se reunía con el de la mujer que mi corazón no había podido olvidar para hacer aún más oscura mi existencia. Al abandonar la cárcel aquel día, sentí la soledad como un hachazo: intuí, y no me equivocaba, que venía a quedarse para siempre junto a mí. Pero además, podría haberlo considerado también el presagio de otra tormenta de muy distinta índole.