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La historia afirma que los alemanes entraron en París a primera hora de la mañana del 14 de junio de 1940 pero, en lo que a mí respecta, es falso: en los días previos sentí la invasión varias veces, todas progresivamente intensas: cuando el veterano general Weygand, defensor de la ciudad, advirtió por radio a los parisinos que vivíamos «el último cuarto de hora», o cuando los aviones alemanes bombardearon París el 3 de ese mes, o cuando, justo la víspera de la ocupación, apareció la ciudad envuelta en un humo negro denso, casi tangible, que los más cabales achacamos a algún incendio o contaminación mientras, en voz baja, nos preguntábamos si no tendrían razón los que con dramatismo bíblico encontraban en ese aire negro la prueba de la tristeza de Dios o del festejo del diablo por lo que se avecinaba. Aquella mañana del 14, cerré puertas y ventanas de la consulta y del piso superior, que me servía de vivienda, y no me atreví a mirar hasta que el ruido, como si se colase por las rendijas, hizo temblar la casa y me obligó a asomarme a la calle en busca de aire fresco. Inicialmente no vi alos invasores, y fue ése el momento de mayor terror: París desierto por un instante eterno, vibrando a causa de un ruido sordo sin origen aparente. Al volver la vista hacia la calle principal me topé con una muralla de espaldas estáticas y calladas, sin duda rabiosas de impotencia, sobre las que, a cortos intervalos, pasaba veloz un cañón erguido, una ametralladora motorizada o el busto orgulloso de un oficial alemán que despreciaba mirar, o lo hacía con arrogancia, a los escasos parisinos vencidos que no habían abandonado la ciudad. Yo era uno de ellos: no tenía a dónde ir y me aterrorizaba, tal vez aún más que la llegada de los invasores, la perspectiva de un éxodo hacia ninguna parte en compañía de una multitud enloquecida. Permanecí encerrado dos días enteros; al tercero llamaron a mi puerta. ¡Qué humillante es el miedo! Aterrado por el rutinario sonido del timbre, congelé en el aire el movimiento que estaba iniciando cuando fui sorprendido y, sin atreverme a posar el pie en el suelo, me volví lentísimamente hacia la cafetera puesta sobre el fuego, suplicándole -sí, así de ridículo, lo recuerdo como si fuera hoy- que no me delatase con su borboteo. Tal vez me habría desmayado si madame Fontaine, mi enfermera, no se hubiera identificado entre susurros. Era una mujer pequeña y gruesa de sesenta años, sencilla y de escasa cultura, pero asombrosamente dotada para ese esmero cariñoso hacia el paciente que todo practicante de la medicina debe poseer, y admiraba mi carrera, mis conocimientos y mi persona hasta un punto de exceso que, cuando se traslucía en sus ingenuos comentarios privados o en sus bienintencionadas alabanzas ante los pacientes, lograba hacerme sonrojar. Fuera de lo estrictamente laboral apenas sabía nada de ella, pues desde que en su día la contraté, impresionado por sus impecables referencias profesionales, se había empeñado en levantar un muro de discreción alrededor de su persona. Ella misma afirmaba, entre risitas y expresivos encogimientos de hombros sofocados por la humildad, que carecía de biografía: era, simplemente, enfermera. Tras la invasión, resultaba mucho más verosímil imaginarla encerrada en su casa, expectante y temblorosa ante los nuevos acontecimientos -cuando no formando parte de cualquier despavorida columna de refugiados-, que aventurándose en las calles del París ocupado. Sin embargo, allí estaba, respirando con agitación, oculta a medias tras las desmesuradas gafas de concha que asemejaban su presencia a la de un buho revoltoso, aguardando las instrucciones que su idolatrado doctor Laventier tuviese a bien dictarle. Haciendo un esfuerzo por sobreponerme, conseguí transmitirle una serenidad de la que yo mismo carecía, y le sugerí que nos limitásemos a esperar. Dos semanas después, evitando meticulosamente cualquier ostentación que pudiera interpretarse como simpatía hacia los invasores, osamos abrir la consulta; lo decidí así porque, aunque carecía de sentido dadas las circunstancias de la ciudad, necesitaba la compañía de ma-dame Fontaine tanto como ella la mía: en aquellos días estar solo resultaba insoportablementeaterrador. Día tras día, con el corazón en un puño, nos esforzamos por escenificar uno para el otro una normalidad improbable a la que la ausencia de clientes agregaba inverosimilitud. ¡Normalidad! ¿Tiene la más remota idea de lo que supone, tras años de basar tu vida en unos conocimientos, unas creencias, unas aspiraciones legítimas y nobles basadas en el respeto al ser humano, encontrarse a merced de una alimaña eufórica para la que esos sentimientos valen menos que un orgasmo o un trago de cerveza? ¡No, por lo que conozco de su biografía no lo sabe! Ni tampoco puede imaginar cómo se rebelaba mi espíritu ante el bárbaro atropello de Europa, en medio del cual yo disfrutaba del privilegio de no ser y no tener: no ser judío ni comunista, no tener propiedades golosas que confiscar ni seres queridos a los que dañar. Era uno de los afortunados a los que se permitía mirar hacia otro lado con la cabeza gacha. ¡Y aún me sentía agradecido! Porque, por mucho que en mi interior condenase a los verdugos, por mucho que mi conciencia gritara y se escandalizase mi mente, el miedo puramente físico que me dominaba era tan ilimitado que muchas veces después me he preguntado, sin osar darme respuesta, a qué simas de delación, de colaboracionismo, de traición hubiera accedido a descender si los alemanes me lo hubieran pedido. ¿Le extraña esta confesión?

Sí, Ferrer debió admitirlo: Jean Laventier tenía un notorio pasado de miembro de la Resistencia, del cual, según sus biógrafos, se habían derivado todos sus posteriores compromisos humanitarios… El instinto profesional le llevó a interrumpir la lectura para buscar en el final del manuscrito una firma que acreditase la validez periodística de la inédita confesión del francés. En la última página encontró algo que superó cualquier expectativa:

El abajo firmante, Jean Albert Laventier Dautry, en plena posesión de sus facultades mentales, declara ser cierto todo lo que en este manuscrito se afirma, y muy particularmente el punto en el que el firmante se confiesa autor del asesinato que aquí se relata.

Dado el atipismo de esta declaración, y por si alguien pudiera dudar de su validez, remito a mi testamento, en poder del notario Robert Constantine, de París, en el que queda cumplida constancia de la veracidad del manuscrito, del cual guarda el citado notario copia que a mi muerte se entregará al heredero único de mi archivo profesional y personal, señor Luis Ferrer Ferrer.

En Leonito, a diez de junio del año mil novecientos noventa y dos.

Ferrer leyó dos veces el párrafo firmado de puño y letra por Laventier; el impulso inicial de llamar al francés para agradecerle el alto honor de nombrarlo su heredero -¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?- se vio desbordado por la confesión de asesinato, de la que por primera vez se hablaba abiertamente. ¿Laventier un asesino? ¿Y él su heredero? ¿Una herencia además fechada pocos días atrás? Retomó la lectura.¿Le sorprende saber que soy un indigno cobarde, que la parte más encomiable de la biografía del gran Jean Laventier es falsa? Y sin embargo…

Una mañana irrumpieron dos soldados alemanes en mi consulta; uno de ellos, un joven de poco más de veinte años, se había cortado accidentalmente la mano y me pidió, en un francés torpe, que le atendiera la herida. Aunque ya había algo de humillante en la simple petición -mi consulta era de atención psíquica, no una enfermería de urgencias-, no era el momento de negarse: con servilismo instintivo que no pude evitar, desinfecté la herida y me dispuse a coser sobre ella un punto de sutura; así se lo advertí al soldado, pero no debió de entenderme o así lo fingió: al pincharle, respingó y me lanzó una mirada de sorpresa ofendida que traté de sedar con una disculpa cobarde: el pinchazo no podía haberle resultado más doloroso que una extracción convencional de sangre, pero a pesar de ello el soldado masculló algo a su compañero -que, indiferente, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo frente al rótulo junto a la ventana que prohibía fumar-, esbozó una sonrisa que correspondí sin poder evitarlo y me abofeteó: una bofetada con la palma abierta, infamante y sonora como la que propina el payaso listo al payaso tonto; ruborizado, no supe qué hacer: tragué saliva, observé de reojo a madame Fontaine, que por respetuosa discreción dirigió la mirada hacia otro lado, y volví a mirar al alemán: feliz y orgulloso de su dominio de la situación, puso la mano frente a mí y me instó a proseguir; traté de controlar el temblor de colegial que me asaltó y volví a introducir la aguja; el soldado gritó de nuevo, exagerando esta vez a propósito el supuesto dolor, y con una sonrisa socarrona en los labios volvió a abofetearme. Por un instante, me asaltó la idea de que la situación se iba a prolongar por el resto de la eternidad. Madame Fontaine, acaso intuyéndolo también, se ofreció a terminar la tarea, pero el alemán la rechazó y me obligó a continuar hasta que, tras otras dos bofetadas que lograron poner en mis ojos lágrimas de rabia, pude concluir torpemente el punto de sutura y cerrar la herida. Sólo entonces se dirigieron hacia la salida; el segundo soldado ni siquiera nos había mirado. Traté de limpiar las gotas de sangre que manchaban mi bata, pero parecían dotadas de algún poder maligno, pues las frotaba y volvían a aparecer como si estuviesen previniéndome burlonamente del carácter irreversible de la vejación que acababa de sufrir. Madame Fontaine se aproximó y me aplicó una gasa sobre la nariz: en mi ofuscación, no me había dado cuenta de que la sangre no provenía de la mano del alemán, sino del rasguño que una de las bofetadas me había producido en el labio. De inmediato comenzó a atormentarme el orgullo herido; de nada servía el alivio que rae ofrecía la evidencia: ¿acaso había tenido otro remedio que agachar la cabeza ante la ignominiosa agresión? ¿Quién no hubiera hecho lo mismo? La bondadosa enfermera me estaba haciendo esa pregunta cuando regresó el soldado. Sin perder la sonrisa, advirtió que volvería en los próximos días para que le cambiara el vendaje. Y añadió que entonces debería recibirlo adecuadamente vestido, con traje y corbata en vez de bata blanca. Acto seguido, se fue. Comprendí que no era un hombre malvado, sino un niño caprichoso vengándose en mí de quién sabe qué afrentas por parte del mundo de los adultos, y esa noche, como si yo también fuera un niño sometido a un poder arbitrario imposible de comprender, fui incapaz de dormir, acuciado por una angustia que, al día siguiente, cuando me preparé para acudir al trabajo, se concretó frente al espejo: yo, por comodidad y algún vestigio bohemio de mi primera juventud, había adquirido la costumbre de no llevar corbata. Era un hábito, conocido por mis pacientes y allegados, que casi se había convertido en un inocuo signo de identidad personal. Aquella mañana, tras infinitas dudas, me anudé ante el espejo la corbata oscura que guardaba para ciertas ocasiones y ajusté el nudo al cuello mimosamente, para evitar que el jovenzuelo uniformado que podía aparecer en cualquier instante interpretase como acto de rebeldía un involuntario descuido de mi aspecto. Confieso -y es la primera vez que lo hago; nadie, excepto usted ahora, conoce este detalle- que durante un segundo medité si debía lucir un alfiler sobre la corbata. El detalle no es nimio; al contrario, revela la esencia del miedo humano, su indignidad: ¿y si el soldado consideraba insuficientemente protocolaria una corbata sin alfiler?, me planteé con seriedad vergonzante; pero ¿y si entreveía alguna clase de burla hacia él en el hecho de portarlo? No se ría, Ferrer. Fue terrible ese rato en el que, para colmo, me vi obligado a contemplar mi rostro humillado y vencido. Cuando dejé el espejo atrás y bajé hacia la consulta, dolorosamente dispuesto a enfrentar la primera consecuencia de mi cobardía -la reacción de madame Fontaine-, encontré un inesperado recibimiento: la buena mujer adoptó un tono maternal para alabar mi juiciosa decisión, e incluso -el detalle me emocionó- había pedido prestada una corbata a un vecino por si mi mala cabeza me había recomendado la imprudencia de aparecer con el cuello desabotonado. Gracias a ese episodio, comencé a establecer con madame Fontaine una relación de confídencias íntimas impensable antes de la guerra. Fue por entonces cuando ella, que apenas escribía y leía lo justo para haber accedido tras mucho esfuerzo al título de enfermera, ex-plicitó su rendida admiración.por mí y por mi especialidad. Con tan rendida oyente -y animado por el hecho de que pasaban los días y las semanas y el soldado no aparecía, a pesar de lo cual acaté la cobardía de llevar corbata durante el resto de la ocupación- no tardaron en brotar en mi mente afanes de justa revancha. Era preciso enfrentarse al enemigo nazi a cualquier precio y sin miedo, razonaba yo ante la atenta enfermera. Sin duda, aquel anónimo soldado nunca imaginó que por su causa me adherí moralmente a la lucha clandestina que, según confusas noticias, se estaba organizando por toda Francia. Mi corazón y mi razón, afirmé ante la ingenuidad expectante y emocionada de madame Fontaine un día que recuerdo solemne, estaban irreversiblemente con la Resistencia, y sólo esperaba poder demostrarlo. Sin embargo, la oportunidad de pasar a la acción se hizo esperar unos meses.