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Pasó el tiempo, un año y luego otro, sin que remitiera la opresión del remordimiento por mi actitud. La presencia de madame Fontaine era el fiscal, y afuera, en el París sojuzgado, el dominio nazi, que parecía efectivamente destinado a durar un milenio a pesar de los confusos rumores sobre victorias aliadas, se constituía en el juez que ratificaba mi condena de arrastrar a perpetuidad la cobardía que envilecía mi vida.

Un día en que todos esos sentimientos se revolvían de forma particularmente desasosegante, acudí en busca de alivio a mi capilla privada de Notre-Dame. Pero la catedral, lejos de socorrerme, se volvió un espejo desde el cual la imagen de mi propio pasado feliz me recriminó, con fuerza incontestable, la renuncia a los lejanos sueños juveniles; avergonzado por ser quien era y por no haber logrado ser quien había soñado ser, traté de restar importancia a mis frustradas aspiraciones catalogándolas de ensoñaciones adolescentes o propuestas irresponsables cabalmente rechazadas por la madurez, pero la abyecta argucia, al no lograr vencer a quién sabe qué último poso de íntima sinceridad, ensombreció aún más el reproche de Notre-Dame. A los treinta y dos años, me iba volviendo viejo y pequeño, melancólico e infeliz. Ni siquiera tenía a quién contarle mis tristezas ni, tal y como iban encaminadas las cosas, lo tendría nunca. ¿Merecía la pena adentrarse en un futuro que se presagiaba así de terminal?, parecían preguntarme las aguas revueltas del río… Entonces escuché el disparo. Instintivamente, me aferré a la barandilla del puente y busqué con la mirada: en París, por aquellos tiempos, cuando sonaba un disparo rastreabas el origen del tiroteo para alejarte en dirección contraria. Yo, al menos, así lo hacía. Pero aquel día no vi nada, lo que aumentó mi inquietud y me forzó a aguzar el oído mientras enfilé con cautelosa premura la orilla del Sena en dirección a Notre-Dame. ¡Qué grandeza de espíritu: un segundo antes coqueteaba con la idea del suicidio y ahora apretaba el paso hacia la protectora multitud anónima que caminaba frente a lacatedral! Entonces dispararon de nuevo: esta vez, detrás de mí. Aunque no osé volverme, los sonidos a mi espalda dibujaron la escena: pasos apresurados aproximándose sobre el asfalto y angustiadas palabras en francés, al menos dos hombres; más allá, gritos en alemán y un motor cada vez más cercano. Y nuevos disparos: dos de pistola tan próximos que parecieron explosiones en mis oídos, y una ráfaga de ametralladora más lejana que parecía no cesar. El terror me paralizó al comprender: cuando unos segundos después pasasen a mi altura, los fugitivos contra los que disparaban los alemanes me convertirían en blanco involuntario de los disparos. Cerré los ojos: Notre-Dame fue lo último que vi, y me hizo pensar en mi madre; también, inesperadamente, distinguí el rostro dulce de Florence, su primer despertar en Loissy. Recuerdo que me sorprendió la irrupción de esa imagen ante el trance de la muerte. La ametralladora continuó disparando, el motor del coche rugió, prácticamente encima de mí. Luego el silencio y, enseguida, alguien abofeteándome: ¿el alemán de la consulta me recibía así en la eternidad del infierno? Abrí los ojos: un soldado me apremiaba para que le indicase el camino que habían emprendido entre callejuelas los fugitivos; con los ojos cerrados no había podido verlo y, entre sus gritos y golpes, traté, sin conseguirlo, de explicarle que nada podía contarle. Supongo que me habrían detenido de no ser porque el oficial ordenó al soldado que se sumara a la persecución de los patriotas, cuya pista, al parecer, habían recuperado. Me quedé solo, quieto y confuso, excitado por el terror pero también por la felicidad de seguir vivo. Unos pocos parisinos, entre ellos una niña de no más de doce años de pelo rizado que portaba un cesto con unas pocas frutas y flores, me observaban en silencio. Apremiado por sus miradas, que interpreté despectivas hacia mi actitud colaboracionista, y también por la posibilidad de que los alemanes regresasen a por mí, me alejé lo más rápidamente que pude, improvisando de camino una despedida visual de Notre-Dame, a cuyas proximidades no era prudente que me acercase en un tiempo que se adivinaba largo. ¡Hasta el santuario de mis sueños me arrebataba la vida!

Durante los días siguientes busqué, sin hallarla, cualquier referencia en la prensa a la captura o abatimiento de dos miembros de la Resistencia junto al Sena y, por supuesto, no mencioné a madame Fontaine el incidente. Nuestra vida cotidiana continuaba; utilizo el plural porque sería necio negar que a estas alturas, cumplidos casi cuatro años de ocupación, parecíamos un matrimonio mal avenido al que las circunstancias obligasen a continuar unido: ella necesitaba el sueldo y yo sus servicios, pues mis pacientes, una vez aclimatados a los nuevos amos de la ciudad, habían ido recuperando paulatinamente el ritmo de sus visitas. Aunque es obvio que no se lo pregunté, supuse que madame Fontaine continuaba trabajando para la Resistencia, lo que le daba sobre mí una posición de dominio que aprovechaba llevándose de la consulta, siempre con mi mudo consentimiento, pequeñas cantidades de medicinas o recetas que yo, porque pensaba que tal vez estaba así ganándome la redención, nunca me negaba a firmar a pesar de que cada rúbrica despertaba en mí el fantasma de la detención, la cárcel y la tortura. Sin embargo, recuperar el respeto de esa mujer era una fuerza que pesaba más en la balanza, de forma que puede justamente decirse que, durante aquellos años, la Resistencia sacó dosificado provecho al título de doctor en medicina que yo detentaba y madame Fontaine administraba.