El ciego se volvió de nuevo; sus ojos quisieron buscar los de Laventier como si rogara desesperadamente verle sólo por un segundo, atreverse a confiar en él;como si, más aún que dormir, necesitara saber que el desconocido quería de verdad sacarlo de su pesadilla perpetua.
– Laventier… -no pronunciaba el nombre del francés, sino una palabra nueva que podía entrañar la esperanza de dormir-. No sé cómo me llamo… No tengo nombre… No soy nadie… Nadie. No existo… Laventier…
– Lo sé, sé que no existe -Laventier habló con pesadumbre premeditada que dramatizó con una medida pausa: su especialidad para consolidar la complicidad de los pacientes-. Precisamente por eso es tan importante.
– Importante -repitió el ciego para sí; otro silencio, más largo éste que los anteriores; toda su vida atroz condensada en él-. ¿Por qué?
Laventier deseó sinceramente que el otro pudiera verle: también necesitaba que supiera que no mentía. Se acercó a él y le susurró al oído, como si quisiera esquivar cualquier presencia indiscreta o impedir que el rumor de la lluvia desdibujase sus palabras; o como si pensara que, de alguna manera, el hecho de hablar en voz baja sellaba alguna especie de pacto entre ambos.
– ¿Por qué? Porque usted es el Niño de los coroneles.
Capítulo Uno
El camino que separa la felicidad del terror sólo requiere el estímulo adecuado para ser recorrido en condiciones óptimas.
Un ruido anómalo rugió inesperadamente en el interior del Boeing 747 Madrid-Leonito. El fragor creció y se volvió insoportable. Los corazones de los trescientos siete pasajeros cupieron de pronto en un puño, y cuando una garganta logró gritar la siguieron muchas. Estalló la histeria, se hizo patente la lívida impotencia de las azafatas, brotaron reconciliaciones con dioses diversos y absurdos, se escalofriaron las conciencias turbias con igual intensidad que las inocentes.
El hombre solitario sentado al fondo consultó la hora: eran las 16:09 del 13 de junio de 1992. Sentía, como los demás, la angustia puramente física por el trance que se avecinaba. Pero, a diferencia de los otros, él no encontraba su destino reprobable, ni siquiera injusto. «La muerte, la inexistencia, la nada son la única redención imaginable para mí, que he cometido el más monstruoso crimen», había garabateado minutos antes sobre un folio en el que no escribió más, atemorizado por las consecuencias que, caso de conocerse, podían tener sus palabras. Tras doblar la hoja de papel, la había ocultado en el bolsillo sin romperla. Pero ahora volvió a sacarla, urgido por el afán de darse identidad entre los muertos, voz entre los jirones humanos que salpicarían la zona del inminente siniestro.
Me llamo Luis Ferrer. Soy español, periodista. El avión va a caer. Entreguen esta carta a mi jefa, mi amiga, Marisol Zabala. Quiero confesar.
Mi hija Pilar murió hace dos semanas. Se suicidó porque no podía soportar su tragedia. Eso creyó todo el mundo porque eso fue lo que conté. Pero mentí. No hubo suicidio, la maté yo. La maté por amor, porque
Alguien agitó violentamente el codo de Ferrer. La punta del bolígrafo rasgó el folio. Maldijo y se volvió: una mujer de mediana edad lloraba, al borde de la locura, frente a él.
– ¡Gracias! ¡Gracias! -le gritó, fuera de sí. Ferrer no comprendió ni reaccionó. La mujer, inmersa en su éxtasis y ajena a él, corrió de pronto hacia el pasajero más cercano, un adolescente que sudaba copiosamente, y se agachó a su lado.
– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Demos gracias todos!
El adolescente sí obedeció; la mujer y él se abrazaron. Ferrer miró a un lado y a otro: la histeria colectiva continuaba álgida, pero ahora rezumaba felicidad y júbilo, emoción: el piloto había recuperado el control del aparato. Ferrer volvía a estar solo entre los vivos. Contrariado, rasgó la confesión y miró el reloj: marcaba aún las 16:09. La ilusión de muerte redentora ni siquiera había durado un minuto completo: por segunda vez en unos días, la nada negaba a Luis Ferrer su hospitalidad.
Entonces, la frustración se había producido por vía telefónica. Se hallaba en su piso de Madrid, a solas con la urna que contenía las cenizas de Pilar y con la vista clavada en el tubo de pastillas. Llevaba dos días febriles con sus noches buscando en el dolor y el remordimiento la fuerza necesaria para ingerirlas. Cuando por fin puso en la boca el primer puñado de cápsulas y apoyó en los labios el vaso con ginebra aguada, sonó el teléfono. El instinto de supervivencia que a pesar de todo latía en alguna parte de su interior halló en los insistentes timbrazos el indicio de una inimaginada pero verosímil esperanza y le impulsó a escupir las pastillas y descolgar.
Marisol Zabala -la directora de su periódico, pero también su mejor amiga, la única persona que aun creyendo la versión oficial del suicidio de Pilar era a la vez capaz de comprender, en la magnitud más aproximada posible a la realidad, la esencia del dolor de Ferrer- estaba al otro lado de la línea.
– Estoy preparando una serie para el dominical del periódico, doce artículos largos, novelados, cada uno de ellos sobre un personaje americano que rompa la imagen idílica del Quinto Centenario del Descubrimiento… Tengo ya tres, y me gustaría que tú hicieras el cuarto. Se trata -pronunció despacio tras una premeditada pausa- de viajar a Leonito…
Se aceleró el corazón de Ferrer, y la propuesta de Marisol perdió de pronto su apariencia de nimiedad. Leonito… el azar insistía en arrastrarle hacia inexplorados recovecos de su cauce.
Aceptó sin saber más, incluso insistiendo en no saber más. De hecho, ésa fue la única cláusula que impuso su excitada intuición:
– Me pones en un papel en qué consiste el trabajo y los datos importantes y me lo das al subir al avión. Ni un minuto antes.
Y colgó, sorprendido por lo inesperadamente balsámica que había resultado la ausencia, sin duda premeditada por parte de Marisol, de referencias a su estado anímico.
Fiel a su caprichosa decisión, Ferrer abrió la carpeta del informe sólo cuando el avión hubo despegado, un par de días después:
Luis, esto es lo que tenemos:
1. Escenario: Leonito, república centroamericana hasta hace poco bajo la dictadura de los coroneles.
2. Llega la democracia (expulsión, de dictadores incluida) y todos tan contentos: paz y libertad de cara al 92, sobre todo a los actos del Quinto Centenario.
3. Un grupo hotelero internacional decide montar un centro de recreo de superlujo en un lugar de Leonito llamado la Montaña Profunda: riqueza, perspectivas de puestos de trabajo para medio país y demás. A primera vista, todo maravilloso.
PERO:
Un indio que vive en la Montaña oculto con sus hombres -se hace llamar Leónidas en homenaje al caudillo de la independencia, Leónidas Foz; o se llama así de verdad, vete tú a saber- atenta contra todo lo que se mueve, impide las obras y amenaza con dar al traste con el supercentro de recreo y con los puestos de trabajo. ¿POR QUÉ? Misterio. Ése es el personaje y ése el reportaje. Todos tuyos. ¿Vulgar? ¿Historia ya vista? Puede. Pero hay una particularidad que me intriga: tanto en la época de la democracia como antes, con los coroneles, se intentó dar caza a Leónidas y a su banda guerrillera. Pues bien: la tarea era imposible. A los indios, tras cada atentado, parecía que se los tragase la tierra. Repito: TRAGÁRSELOS LA TIERRA. Aquí puede estar el meollo del reportaje. Sin olvidar (y entramos en el terreno de la leyenda, eso sí, leyendas viejísimas, de la época de los conquistadores españoles) el mítico tesoro que según parece podría haber en alguna parte. Ya ves, con tesoro y todo…
METODOLOGÍA DE TRABAJO:
La que vaya viniendo, pero te adelanto que apenas despegue tu avión mandaré a las agencias de allá la noticia de tu llegada («Famoso periodista español nacido en Leonito aterriza mañana para entrevistar a Leónidas y bla bla bla»). No te he avisado de ello porque seguro que no me dabas permiso. Así se sabrá que vas, y no lo dudes: Leónidas te buscará. Le interesa hablar con un medio de nuestro prestigio y difusión, seguro.