Los meses pasaban en ese estancado entorno malsano. Casi nos habíamos resignado a él cuando de pronto, en la misma consulta, ante mis ojos, sufrió madame Fontaine un inesperado infarto. El funesto suceso me permitió, gracias a una fulminante actuación, salvar la vida de la enfermera y situarla así en una posición deudora que suavizó parcialmente mis remordimientos. Durante el mes que permaneció convaleciente en mi casa, término éste en el que insistí argumentando que sola no podía valerse, llegaron esperanzadoras noticias que ayudaron notablemente a la recuperación de la paciente: los norteamericanos habían desembarcado con éxito en Normandía y, según los más optimistas, entre los que se encontraba madame Fontaine, el fin del yugo nazi se aproximaba, y la liberación de París era cuestión de días. Exactamente, los ochenta que mediarían hasta el 25 de agosto de aquel año 1944.
Ningún análisis posterior sobre ambiguas intenciones del mando aliado, ninguna hipótesis sobre rencillas y desacuerdos entre los libertadores podrá nunca ensombrecer la memoria de aquel momento para quienes lo vivimos. Habíamos permanecido en la oscuridad y veíamos de nuevo el sol. París volvía a ser París y era de nuevo nuestro: cuando huyeron los últimos alemanes, la incontenible euforia que se adueñó de la ciudad empujó a todos sus habitantes a ocupar las calles el día del desfile del ejército de liberación. Yo llevaba años ansiando ese momento, pero a la vez lo esperaba con secreto miedo: ¿y si madame Fontaine, resultando ser uno de esos mezquinos espíritus revanchistas que ya habían alentado innobles apaleamientos y rapados de pelo por la ciudad, hacía pública mi actuación en la ya lejana noche del resistente herido? La inquietud que me atenazaba se concentró físicamente cuando la enfermera entró en la consulta aquel radiante día de la parada militar. Nos miramos en silencio, un instante de tensión sólo comparable a aquel otro en que ella y yo supimos que Jean Laventier era un cobarde. Pero madame Fontaine, con generosidad sincera que no he podido olvidar, se limitó a tenderme la mano para invitarme a disfrutar con ella de la fiesta de las calles. Aún no sé si me emocionó más la repentina liberación de mis temores o la grandeza de aquella mujer sencilla, inculta y valiente a la que interesaba la libertad y no los infames ajustes de cuentas. Aceptar su mano fue un honor que me llenó de renovado respeto al ser humano. En las calles reconocimos nuestra propia excitación en todos los rostros, en todas las lágrimas de felicidad, en todos los abrazos. Aparentemente, nada podía enturbiar el día. Sinembargo, desembocábamos entre la locura de la gente en los Campos Elíseos, vibrantes por el rugido de los carros de combate, cuando madame Fontaine me apretó la mano con una descarga de inesperada fuerza seca. Al volverme, comprendí en el acto la causa de la presión desmesurada que tensaba su pequeño cuerpo. Esta vez fueron inútiles mis intentos: el nuevo infarto la fulminó sin misericordia en medio de la fiesta con la que llevaba cuatro años soñando. Allí, entre la gente alborozada y el temblor provocado por los tanques, fui testigo de cómo el corazón de madame Fontaine, que había vencido al horror, era incapaz de resistir su finalización. Murió sin decir una palabra, sin emitir un suspiro que yo, arrodillado junto a ella, pudiese interpretar como gesto que viniese a explicitar el perdón sugerido minutos antes en la consulta. Me incorporé con ella en brazos, amagando en medio de la asfixiante euforia generalizada unos dubitativos pasos sin dirección concreta, hasta que la presencia de la muerta dejó de pasar desapercibida y, como el cuchillo al rojo en la manteca, nos fue abriendo paso entre las caras progresivamente graves y enmudecidas. Alguien, de pronto, reconoció el cadáver de madame Fontaine y lo gritó: ¡la muerta era la enfermera que llevaba años entregada a la liberación! Fue la chispa que empujó a la marea humana a rodearnos con un fervor que pareció obstinado en aplastarme. Sentí que me ahogaba, los fogonazos de una cámara me cegaron y confundieron, y acabé por perder el conocimiento. Cuando desperté, me encontraba acostado sobre el mostrador de un bar próximo; en una mesa yacía el cadáver de madame Fontaine; parecíamos pasajeros de un vuelo siniestrado al que sólo yo había sobrevivido. El propietario del local no pudo ocultar su alegría al susurrarme, como si fuera un secreto del que sólo él y yo pudiéramos sentirnos orgullosos, que el mismísimo Chaban Delmas -entre otros muchos luchadores de la libertad: la noticia de la muerte de la anónima heroína había corrido como reguero de pólvora- había desatendido durante unos minutos los actos de celebración de la victoria para rendir respeto al cadáver de la enfermera. Al parecer, el prestigio de madame Fontaine entre sus correligionarios era más grande de lo que yo había sospechado. Aún confuso, estreché manos y acepté abrazos -los primeros de mi nueva existencia, que tanto llegaría a odiar- sin comprender las efusiones que todos me brindaban: al fin y al cabo, me había limitado a fracasar en el intento de reanimar el corazón de la heroína, como repetí una y otra vez a los periodistas que ese día insistieron en hablar conmigo hasta el agotamiento. Cuando les pedí que se fueran, uno de ellos puso sobre la mesa una última cuestión: ¿era cierto que yo firmaba las recetas que, según rumor de algunos camaradas de la muerta, suministraba ésta a la Resistencia? Dichoso por el hecho de que la pregunta que mil veces había temido oír de labios de un torturador nazi proviniera de un reportero francés, no pude imaginar las consecuencias que tendría aquel simple «Sí, era yo quien las firmaba».
La noche de aquel interminable día no logré espantar al insomnio. La consulta, donde me empeñé en esperar el amanecer dedicando mis pensamientos a madame Fontaine, estaba extrañamente vacía sin su presencia, pero a la vez parecía ocupada por ese espíritu que el destino había enviado a mi vida tan sólo para hacerme saber que yo era un cobarde, para enfrentarme a la desoladora evidencia de que mi ideario personal, tan férreo de apariencias, se desbarataba ante la menor mirada agresiva. De no haber muerto, madame Fontaine habría seguido trabajando conmigo; antes o después, el paso del tiempo hubiera disuelto el recuerdo de mi comportamiento durante la ocupación y, con él, cualquier posible reproche cuyo rigor, además, sería discutible: yo no había colaborado con los fascistas; me había limitado a no luchar contra ellos. Jean Laventier habría pasado a ser uno más de los cientos de miles de hombres y mujeres cuya dignidad, digámoslo así, no salió por completo airosa de la prueba de la guerra. Pero la muerte de la enfermera me tenía asignado otro papel.
«JEAN LAVENTIER, EL MÉDICO DE LA RESISTENCIA». El sensacionalista titular de prensa fue al día siguiente el cebo que atrajo las miradas de los franceses hacia la historia impresa del doctor que, bajo la inocente fachada de su consulta psiquiátrica, suministraba medicinas y recetas a la Resistencia a través de su enfermera. Reproducida a cuatro columnas, mi imagen portando el cadáver de la mujer que ya nunca podría decir la verdad constituyó la guinda emotiva de una aventura épica que la opinión pública, ávida de héroes, de inmediato mitificó. La espiral se desató cuando la pequeña florista que había sido testigo de mi aventura junto al Sena reconoció mi fotografía. De aquel día yo sólo recordaba los disparos que me rozaron y el terror que me paralizó, pero la muchacha -y tras ella, los demás testigos en cascada, autoestimulados por el reconocimiento del rostro del «Médico de la Resistencia» en el periódico- tenía grabada a fuego la imagen de un hombre valiente -yo- aguantando gallardamente el acoso del soldado alemán para no denunciar a los patriotas que huían. No tardó en visitarme un representante del recién instaurado gobierno para reclamar mi colaboración. Por pudor, por moralidad y por respeto a la muerta me opuse, pero él esgrimió los conceptos de patriotismo, deber y disciplina para negarme tal derecho: a mi pesar, posé para imágenes propagandísticas, discurseé en escuelas y hospitales y visité a heridos y convalecientes de mil afrentas. Mi consulta, tal vez no haga falta decirlo, adquirió notoriedad, y en la antesala se apelotonaban periodistas y curiosos -también nuevos pacientes: la impostura comenzaba a regalarme prestigio profesional- junto a comerciantes con proposiciones publicitarias insólitas y muchachas deseosas de besar al hombre que había aliviado el dolor de su novio, herido en el frente de la clandestinidad. No podía negarme a escucharles o estrechar sus manos, pero cada noche, en la cama, la usurpación del destino de madame Fontaine me roía la conciencia como el crimen no confesado que de alguna forma era, y de nada servía que brindara asu memoria cada momento de gloria que vivía como falso héroe. Resignado a convivir con esa esquizofrenia, me aferré a la esperanza de que, al capitular Berlín, el regreso paulatino a la normalidad iría disolviendo en la memoria colectiva el recuerdo, para mí ignominioso, del legendario «Médico de la Resistencia», pero unos días antes del primer aniversario de la liberación de París fui requerido para abrazar ante las cámaras a otro miembro del ejército de las sombras al que, según me anunciaron, conocía bien. El nerviosismo que me solía invadir antes de estos actos -calificado invariablemente por la prensa de encomiable modestia-, se alertó ante la posibilidad de que, por alguna razón, el recién llegado estuviera en disposición de descubrir mi engaño: explicar a estas alturas la falsedad de mis heroicidades me habría abocado a un aspecto nuevo, y esta vez público, de la infamia. ¿Quién podía ocultarse bajo el nombre de guerra de Boisset, cuyo historial patriótico incluía atentados contra los nazis y peligrosas tareas de espionaje para los aliados, pero también cárcel, tortura y una pena de muerte finalmente frustrada gracias a la oportuna irrupción de los libertadores? La incógnita -más inquietante porque Boisset había expresado su deseo de darme un abrazo «después de tanto tiempo»- iba a desvelarse para colmo en público, frente a las cámaras de los periodistas y la mirada de los proceres de la nueva Francia. El miedo a perder la inmerecida fama -¡de nuevo, contradicciones de la mezquindad!- me atenazó durante la noche previa al evento, se intensificó por la mañana durante el recorrido, pleno de inexplicables augurios negros, del coche oficial que me trasladó hasta los Campos Elíseos y se volvió insoportable cuando, al subir a la tarima, alguien me llevó hasta Boisset. Durante unos segundos, estudié los ojos inquietantemente familiares que a su vez me estudiaban a mí, pero era difícil o imposible reconocer las facciones de tiempos mejores bajo los trazos que la tortura y el sufrimiento psíquico habían dibujado en el rostro de Boisset. Sonrió: una hendidura entre cicatrices que no logró afear la intensidad de la emocionada mirada que se revelaba amiga. Con lágrimas en los ojos, me abrazó; cautelosamente, le correspondí. Las cámaras captaron el momento, pero ambos flotábamos ajenos a ellas: Boisset apretado a mí y conmovido; yo, intentando saber dónde había visto esa cara. Un oficial tomó entonces la palabra para pedir a los presentes que le acompañáramos en un viaje al pasado… 1941, una noche cualquiera del París ocupado. Dos patriotas, uno de ellos herido, huyen por las calles de la ciudad del acoso del enemigo y encuentran cobijo en la casa de un médico francés comprometido con la lucha de la libertad que les acoge y cura al herido, que puede así reintegrarse a la lucha. Gracias a las palabras del oficial reconocí de repente a Boisset: era el acompañante del hombre al que madame Fontaine y yo atendimos la noche maldita de mi flaqueza, el hombre que permaneció todo el tiempo fuera de la habitación, vigilando la entrada, y que por tanto creía ciegamente lo que no había visto pero los hechos parecían evidenciar: que yo salvé a su amigo y le ofrecí el refugio de mi casa. Recorrió mi cuerpo un alivio instintivo -nadie iba a descubrirme- que, con igual celeridad, me reprochó la conciencia. Para apartar de mí la confrontación de sentimientos, abracé de nuevo a Boisset: ahora sí reconocí en él al joven angustiado y luchador. También él me abrazó, más fuerte. Ante nosotros, únicos supervivientes de aquella noche, el oficial declamó entonces una plegaria por los ausentes de toda la guerra, encarnados en la enfermera que calladamente, desde las mismas entrañas de la bestia, luchó y dio su vida por la libertad, y el patriota herido que, «a pesar de los cuidados de este hombre», dijo señalándome, «murió poco después en las trágicas circunstancias que todos conocemos y pertenecen ya a la historia más heroica de Francia. Pido un minuto de silencio por Héléne Fontaine: Y pido un minuto de silencio por Jean Moulin».