Me recorrió un estremecimiento helado. Las sílabas se repitieron en mi mente muy lentamente, como si no quisieran concluir la conformación del nombre al que tuve que acabar por enfrentarme: ¡Jean Moulin! El destino -o la maldición en cuya existencia creí en ese preciso instante-, no contento con regalarme la fama de otro, me condenaba además a la gloria igualmente inmerecida de haber «salvado» no a un patriota cualquiera, no a uno más, sino a Jean Moulin, el mártir, el máximo héroe de la Resistencia francesa, uno de los símbolos mundiales de la lucha guerrillera contra el fascismo. Comprendí con terror que mi vida pertenecía desde ese instante al hecho falso que el azar amañó aquella lejana noche de 1941. La impostura adquiría ahora su verdadera magnitud, su carácter irreversible, su macabro brillo final. ¿Parezco excesivo? ¿Tal vez debería haber elegido consolarme pensando que lo único cierto era que ayudé a Boisset y Moulin, y lo demás eran elucubraciones? Puede ser; o, más decididamente, sin duda sí. Pero en mí pesaba más la propia sinceridad íntima: era consciente -como lo sigo siendo- de que ayudé a Jean Moulin tan sólo porque la presencia de madame Fontaine me forzó a ello, como subrayaba el sueño recurrente que por aquellos días me acosó hasta convertirse en pesadilla: podía ver a Jean Laventier trabajando solo en su consulta aquella fatídica noche… La enfermera se ha ido ya y escucho ruidos cautelosos en la entrada. Con igual prudencia, me asomo a la ventana sin encender la luz y distingo dos figuras, una de ellas ensangrentada, sobre las que no queda duda: hombres de la resistencia, enemigos del amo que castiga con dolor… Me veo sudar frío, correr de nuevo el visillo, regresar al despacho esmerándome en no hacer chirriar el suelo, cerrar la puerta por dentro, sentarme a la mesa y aguardar en la oscuridad, siempre en silencio, siempre aterrado, a que la proximidad del nuevo día obligue a los dos hombres a buscar otro cobijo… Imponiéndose al silencio que cubría los Campos Elíseos, el sollozo apenas perceptible de Boisset por el amigo muerto, por todos los amigos muertos, era un dedo acuciante clavado sobre mí. Quise escapar, confesar la verdad, llorar al menos como el hombre a mi lado… Pero me limité a aguardar la conclusión del minuto de silencio, a corresponder a los abrazos que por doquier me dispensaron emocionados franceses anónimos y a dejar pasar el día temiendo la llegada de la noche, que inevitablemente me abocaría al enfrentamiento con la conciencia. Para acallarla, ensayé un juramento, el de rentabilizar los beneficios de mi supuesta hazaña en favor de las ideas por las que Fontaine y Moulin habían muerto, pero esa inconcreta estratagema no podía esconder el nítido camino único que mi conciencia señalaba: para recuperar la dignidad debía contar la verdad sobre «El Médico de la Resistencia» sin más tardanza, al día siguiente mejor que al otro. Pero la decisión que la noche y la soledad hacían obvia se desdibujaba por la mañana, disminuida su fuerza por el miedo concreto a pronunciar la primera palabra de la confesión, a sentir en la carne, el primero de los muchos desprecios a los que, esta vez sin retorno y hasta el día de mi muerte, me condenaría esa misma sed de héroes de la nueva Francia que tan vertiginosamente me había encumbrado. Resignado a la impostura, creí ver una salida airosa en el ejercicio de mi profesión, pero la carrera contra la gloria de los muertos estaba perdida de antemano. Como si fuera una de las ramas de la maldición, cada paso que humildemente intentaba el psiquiatra Jean Laventier recibía enseguida los apoyos que la entusiasmada patria prestaba al Médico de la Resistencia, y puedo asegurar que uno de los peores momentos de mi vida fue aquel en que acepté, de nuevo ante el amanecer de una Notre-Dame que la paz nos había devuelto a París y a mí, que mi vocación y mi verdadero talento -¿mi talento? ¿Lo podía demostrar? ¿Podía afirmar que lo poseía?- yacían abajo, muy hondo bajo tierra, sepultados por un destino falso al que no tenía el valor de renunciar y por el que, peor aún, estaba desistiendo de mis sueños, mis esperanzas y mi vida. ¿Dónde estaba aquel joven que, en ese mismo escenario, había jurado que haría algo realmente grande por el ser humano? Para no aceptar la desoladora derrota que esa pregunta sin respuesta entrañaba, me decidí a la aventura que llevaba tiempo maquinando, y esa misma mañana, apenas concluyó el rito fortalecedor de la salida del sol sobre la catedral, clausuré la consulta y me presenté ante la autoridad competente con un sencillo proyecto que deposité sobre la mesa. Renunciando a cualquier sueldo, generosidad que permitía mi situación económica personal, solicité las ayudas necesarias para inaugurar el centro Héléne Fontaine, que se especializaría en la atención psiquiátrica a víctimas de los horrores de la guerra: entre el cemento y el acero de la posguerra, una lanza en favor de la fragilidad de los sentimientos humanos. Los rigores financieros de la reconstrucción nacional, que no habrían costeado el proyecto de Jean Laventier, se doblegaron de inmediato ante la fama del Médico de la Resistencia y, cuando un año después abrimos el centro y atendí al primer paciente -una muchacha de mirada perdida obstinada en no hablar-, pude por fin descansar. El resto, público y notorio, coincide con mi biografía de compromiso con las causas humanitarias, compromiso que en señal de respeto a aquellos dos muertos lejanos decidí culminar con la renuncia al premio Nobel -es usted el primero en conocer la verdadera causa de esta renuncia- y con el crimen que, también en nombre de ellos, me dispongo a cometer.