Es imprescindible que sepa que, en paralelo a mi trayectoria oficial -que, lo reconozco, fue arraigando dentro de mí hasta hacerse gratificante, apasionada e irremplazable-, ha sido mi rutinaria existencia la de un hombre entristecido y mediocre que, como me había vaticinado Notre-Dame en los momentos bajos de mi vida, nunca logró encontrar a la persona que borrase el recuerdo de Florence. Dicen que sólo llegan a ser sublimes los idilios truncados contra la voluntad de los amantes antes del primer año de existencia, y yo reflexionaba sobre la veracidad de esa máxima durante los regodeos masoquistas en que indefectiblemente se transformaban las visitas que efectuaba al caserón de Loissy, que como monumento al recuerdo de ella conservé a pesar de las fabulosas ofertas que de continuo recibía por los terrenos, valorados hasta el disparate gracias a la construcción, prevista en su día por mi padre, de una cercana y transitada carretera nacionaclass="underline" podía escuchar su ruido remoto desde la habitación en la que un día, bajo el dosel de cuya maldición me reí entonces insensatamente, palpé por única vez la felicidad verdadera. Tenía ya asumido que había de finalizar así mis días, sumido en la melancolía por ese recuerdo. Sin embargo… Tras anunciar mi renuncia al Nobel, comenzó a llover sobre mí un aluvión de mensajes procedentes de distintos lugares del mundo. Todos pidiéndome que reconsiderara mi decisión.
Todos excepto uno.
Era un paquete rectangular cuidadosamente embalado y protegido por el plástico transparente de la empresa de mensajeros que lo entregó, cuya dirección era el único remite a la vista, y contenía un ejemplar de The end of the Theater, un relato de entre los menos populares de Joseph Conrad que sin embargo fue siempre mi favorito. Se trataba de una primera edición -la fecha de impresión correspondía al año en que fue escrito el libro, 1902-, pero lo que le daba un inesperado valor era la firma dibujada en la primera guarda: nada menos que la del propio Conrad, según atestiguaba una incuestionable certificación notarial que acompañaba al presente. Agradablemente sorprendido, abrí con la mejor de las disposiciones el sobre blanco, carente también de remite, que se hallaba en el interior del libro, y hallé en su interior una carta manuscrita con elegantes trazos de tinta negra; este tipo de misterios inocuos siempre lograban despertar mis simpatías, y me instalé cómodamente para leer el escueto texto de la carta, que decía así (se trata de una copia: el original permanece en la notaría de París, junto a las demás pruebas del crimen):
A principios de este siglo no existía en el mundo honor más grande que ser Caballero de la Orden del Imperio Británico. Tu admirado Joseph Conrad, querido amigo, fue elegido para recibirlo; pero lo rechazó y hoy, en la inscripción de su tumba, sólo puede leerse, desnudo de calificativos, citas bíblicas o panegíricos inevitablemente desmerecedores, su escueto nombre. Y es que «sólo una cosa supera la gloria de aceptar la mayor distinción, y es la gloria de rechazarla». Me alegra que tú, como en su día Conrad, lo hayas comprendido así al desairar a la rancia academia sueca. Recibe mi más cordial enhorabuena por tu noble decisión. Afectuosamente,
Victor Lars.
Victor Lars: nunca tres sílabas habían sido tan contundentes. La firma de mi antiguo amigo me provocó un escalofrío y una extraña excitación, y también un miedo difícil de clasificar: habían pasado más de cincuenta años desde que lo vi por última vez, sonriendo tras la reja de la celda -«Tranquilo, Jeannot. No sufras por mí. No estaré aquí mucho tiempo»- con el mismo aplomo cínico con que ahora, como si nunca se hubiera marchado, como si en realidad siempre hubiera estado cerca de mí, reaparecía en medio de un premeditado halo de secretismo que, si bien me hacía feliz por un lado, despertaba también interrogantes sobre las verdaderas pretensiones de la misiva. Mientras mis dedos, nerviosos, tamborileaban sobre la portada del libro, reparé en que Lars no había perdido su tendencia a marcar las reglas: ninguna dirección, ninguna pista… Me encontraba por tanto a su merced: ¿le asaltaría el capricho de reaparecer otra vez? Y, de ser así, ¿le apetecería satisfacerlo? Molesto por la perspectiva de aguardar la respuesta y por el trasfondo de estúpido forcejeo infantil del juego, me encaminé de inmediato hacia la dirección que figuraba en el albarán de la mensajería que había entregado el paquete. Estaba a unas pocas manzanas de mi casa y era uno de esos días en que el tráfico colapsa París, así que caminé, reflexionando durante el trayecto que me sentía gratamente inquieto por la irrupción del viejo y querido amigo en mi monótona existencia, y mi excitación creció cuando el encargado del almacén de la agencia me mostró un segundo paquete que debía serme entregado una semana después, ocultando también cualquier pista sobre su origen. Fue inútil que tratara de sobornar al empleado: hasta pasados los siete días -que consumí entre la impaciencia y el enfado: al final, Lars había logrado hacerme entrar en su juego; pero no importaba: ansiaba verle. ¡Teníamos tanto que contarnos!- no pude abrir el sobre, que, en este caso, contenía una carta. Ésta: