¿Nervioso, Jeannot?
Inciso para su información, Ferrer: Jeannot era el diminutivo con el que Lars me llamaba cuando pretendía irritarme -así, ya lo he dicho, lo hizo el día de nuestra última entrevista en la cárcel-; pero aquí no era ésa la función del arrogante guiño: el antiquísimo apelativo, de uso exclusivo entre ambos y por tanto secreto, me demostraba que era el verdadero Lars quien sonreía al otro lado del papel.
Dime: ¿cuánto le has ofrecido al mensajero para que te entregue esta carta antes de tiempo? No habrá sido mucho, seguro; la generosidad extrema nunca estuvo entre tus defectos. Pero en fin, aquí la tienes: la prueba de que todo acaba por llegar o por regresar. Mírame a mí: aunque también podría decirse que en realidad nunca me fui… ¿No eras tú el que decía en uno de tus libros que el corazón, o como mínimo una parte de él, siempre se queda allí donde ha amado? Pues entonces, podría decirse que siempre he estado en París. Ahí, junto a ti, junto a la sombra difusa de lo que fuimos. Qué hermosos, aquellos años. ¡Qué felices! Y qué lejanos, más de medio siglo ya. No, la amistad tampoco se olvida. Me consta que también tú lo sabes porque
Sonó el teléfono. Ferrer interrumpió la lectura y estiró la mano para coger el auricular. El manuscrito le estaba creando la desagradable sensación de ser la pelota en un partido cuyas reglas no alcanzaba a vislumbrar, y el duelo dialéctico entre los dos ancianos comenzaba a resultarle indiferente.
– ¿Sí? -contestó.
– ¿Luis Ferrer? -preguntó con elegancia cautelosa una voz masculina cargada de convicción.
– Soy yo.
– Hola, Luis -se transformó la voz en afable y seductora, claramente amistosa-. Soy Roberto Soas.
Soas… El nombre le sonaba; alargó la mano hacia el informe de Marisol y buscó en el sumario el apartado correspondiente, que en este caso carecía de fotografía del personaje: «Roberto Soas, cincuenta y dos años, economista y coronel del Ejército del Aire español. Ahora está metido en el proyecto hotelero de la Montaña».
– Ah… ¿Cómo estás? -respondió Ferrer con cierto fastidio por la interrupción. Curiosa combinación, pensó: «militar y economista».
– Pues ya ves, muy ocupado. Pero llamo para darte la bienvenida.
– Hombre, gracias. La verdad es que todavía estoy un poco perdido -mientras hablaba, Ferrer continuó leyendo; ahora las notas manuscritas de la propia Marisoclass="underline" «Yo definiría a Soas como una especie de gerente atípico, que lo mismo organiza una campaña publicitaria que da instrucciones al jefe de seguridad; en todo caso, tiene mucho poder y es un trabajador obsesivo, sobre todo desde que su mujer murió en circunstancias trágicas hace unos meses». Viudo: una corriente de simpatía hacia Soas invadió a Ferrer; no sólo porque su propia mujer hubiese fallecido tiempo atrás, sino porque la pérdida de Soas era reciente. Como la de Pilar. Ferrer arrancó la hoja referida a Soas y la guardó en su cartera.
– Precisamente porque te imaginaba perdido -continuaba Soas- me he permitido invitarte a la fiesta de esta noche. Presentamos la maqueta de nuestro complejo turístico en tu hotel, el Madre Patria, y creo que te puede gustar. Además, en el asunto que te ha traído, el de los indios, soy el máximo experto. El que se chupa todos los dolores de cabeza que provocan.
– Sí, estaría bien que me contases -dijo Ferrer sin demasiada convicción; distraídamente, mientras sostenía el auricular entre el hombro y la mejilla, comenzó a ojear el manuscrito. El texto de Laventier se alternaba con las cartas escritas, a mano y también en francés,por Víctor Lars. Mientras hablaba, leyó al azar algunas líneas de éstas.
– Mira -seguía la voz de Soas-, la fiesta es a las diez. Bájate un poco antes y mi secretaria te buscará por el bar. Se llama Marta.
– Vale -admitió Ferrer-, y así hablamos tranquilam…
Se interrumpió de golpe, con la mirada clavada en una frase de Lars. Atónito, leyó un poco más. La voz de Soas era un murmullo que no escuchaba. De pronto, Ferrer sudó frío. Luego sintió, inconfundible en el estómago, la garra de la inquietud y del miedo.
– ¿Luis? ¿Sigues ahí?
– Sí, sí… Roberto, disculpa. Luego hablamos. Hasta ahora.
Colgó. Fue entonces consciente del repentino silencio, que estúpidamente se empecinó en escuchar para retrasar el enfrentamiento con lo que acababa de descubrir y tenía terror de verificar. En un infructuoso intento de dominar la situación, se dijo que lo que había visto era imposible. Pero al analizarlo con objetividad descubrió que las fechas coincidían. Buscó el principio del párrafo y, tras otra pausa cobarde, se atrevió a leer de nuevo las palabras de Victor Lars. Esta vez muy despacio, como si tras cada letra se ocultase un secreto crucial del que pudiera depender su vida.
Llevaba semanas de malvivir en un charco inmundo, un ruinoso país americano de saldo cuyo nombre no te desvelo, tratando de introducirme en el exclusivo círculo de los militares dueños del poder mientras esperaba el momento de largarme a cualquier otro lugar, cuando la suerte me regaló unade sus conjunciones más inhabituales: ya sabes, lugar oportuno y momento oportuno. Fue durante una fiesta nocturna en la embajada española a la que había conseguido ser invitado. Al parecer, una subversiva se había introducido en el edificio y el embajador español negaba el permiso de registro. El oficial que estaba al frente del contingente militar, ante la oposición del diplomático, desenfundó su arma y le amenazó allí mismo, en el centro del jardín, delante de todos; le puso la pistola junto a la cara, y por cómo le ardían de furia los ojos sé que estaba dispuesto a apretar el gatillo. Calculando que la muerte del embajador español sería un engorroso asunto para este país de opereta, me dejé llevar por la intuición y actué deprisa. Arrebaté la cámara a un indeciso fotógrafo que miraba la escena con la boca abierta y pulsé el disparador: la luz del flash lo iluminó todo y, como el chasquido de los dedos de un hipnotizador, devolvió al energúmeno la cordura. El soldadito guardó el arma y se fue con sus hombres. Al día siguiente, suponiendo que mi oportuna actuación me abriría las puertas del palacio de gobernación, solicité audiencia al presidente. Cuál no sería mi sorpresa al averiguar que el oficial de la pistola, el energúmeno, era nada menos que su hijo. El presidente se mostró muy agradecido por mi ayuda, en verdad deseoso de recompensarme. Le hice saber que me encontraba eventualmente sin trabajo. Hablamos… y aquí me quedé. Aquí me quedé y aquí sigo, Jeannot, aguardando
Ferrer leyó el párrafo otra vez y luego otras dos veces más. Buscaba algo que contradijese la casualidad prodigiosa que se materializaba ante sus ojos, pero no lo encontró. Sin apartar la vista del papel, buscó en la cartera la fotografía. Casi con miedo, apoyó sobre la carta de Lars El Enigma del Calcetín Morado y mantuvo la imagen así durante unos segundos durante los que por primera vez en su vida experimentó que su mente, repentinamente vacía, era incapaz de hilvanar pensamientos. Víctor Lars, que acababa de irrumpir en su vida a través de los folios escritos con intenciones todavía oscuras por el ilustre Laventier, era el hombre que con su actuación había impedido, sin saberlo ni buscarlo, que Larriguera matase a su padre la noche del primero de mayo de 1947… Durante toda la lectura, Ferrer se había mantenido en guardia ante la posibilidad de que Laventier pretendiese engañarle de alguna manera, manipularle para lograr de él ese «especialísimo favor que deseo pedirle». Por tanto, era previsible y legítima la utilización de guiños cómplices que atrajesen su atención y su simpatía. Sin embargo, era rigurosamente imposible que nadie, aparte de él mismo y de sus fallecidos padres Aurelio y Cristina, conociese la verdadera historia de la fotografía del primero de mayo, su crucial importancia para la familia Ferrer. Además, parecía evidente que el párrafo de Lars que tanto le había afectado estaba en el manuscrito sólo para dar continuidad al relato global más amplio del que formaba parte. No, si las palabras de los dos ancianos franceses eran ciertas -y, sin conocer a Lars, el prestigio de Laventier y sus descarnadas confesiones le concedían sobradamente el beneficio de esa credibilidad-, ninguno de los dos podía prever -y por tanto, tampoco utilizar- la excitación que en él iba a provocar el conocimiento de lo que no era sino una casualidad asombrosa: Lars estuvo también en la embajada de España en Leonito aquel día de 1947. Y, gracias a los favores obtenidos por su actuación de aquella noche, se había instalado en el país.