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Y bien, Ferrer. Antes de dejarle con Victor Lars y lo que de él nos interesa a usted y a mí, una última aclaración. Mi interés porque le alojaran en la habitación en la que ahora se encuentra no era gratuito; respondía a un afán de que, digámoslo así, estuviera usted ambientado mientras leía. Debe saber que, tras muchas pesquisas -pues Lars nunca me dijo desde dónde me escribía-, averigüé que, mientras buscaba un acomodo definitivo, mi amigo ocupó esta suite en la que se encuentra usted ahora. Durmió en su misma cama y contempló el mismo paisaje.

Tal vez su mente había concebido ya al monstruoso Niño de los coroneles.

El mismo paisaje… Ferrer marcó el número de recepción.

– Quería hablar con el director del hotel.

Le pasaron.

– ¿Algún problema, señor Ferrer? -preguntó la amable voz masculina.

– No, al contrario, todo bien. Verá… Tengo una curiosidad… Los libros de registro del hotel, ¿se conservan desde hace muchos años?-Están en la caja fuerte. Son como un diario del establecimiento.

– ¿Podría ver el del año cuarenta y siete?

– No veo por qué no… ¿Algo relacionado con un reportaje para su periódico?

– Sí -mintió Ferrer-. Si me lo bajase después, a la fiesta.

– Ah, ¿va a acudir? Magnífico. Y no se preocupe, yo se lo llevaré.

– Gracias.

– Estaba pensando… si va a sacarnos en el periódico tal vez le interese hablar con Raúl. Es el decano de nuestros camareros. Entró en el hotel de botones, cuando se inauguró en mil novecientos cuarenta y tres. Ahora lleva el restaurante.

– ¿Estará en la fiesta?

– Naturalmente.

– Pues sí, sí me gustaría hablar con él.

– Cuando usted diga.

– La fiesta empieza a las…

– A las diez.

– ¿Podrían avisarme a las nueve y media?

– Ahora daré la orden.

– Gracias. Hasta luego pues. Y dígales también que no me pasen más llamadas.

Ferrer colgó, tomó el manuscrito y se instaló en la mesa ante la ventana. El sol rojizo se retiraba hacia la línea del horizonte. Llegaba la noche… El mismo paisaje que contempló Victor Lars cuando «tal vez su mente había concebido ya al monstruoso Niño de los coroneles»… Ferrer se acomodó y buscó entre las páginas el momento en que comenzaba Lars la narración de su historia.

Capítulo Cuatro

…Y OTRO CABALLERO FRANCÉS

«Química inmersa en el azar: así nacemos y eso somos. Por esa causa morimos.» ¿Recuerdas, Jeannot? Era uno de nuestros lemas, uno de aquellos criterios de observación, según nosotros revolucionarios, que íbamos a aportar a la mojigata ciencia de nuestro tiempo. Supongo que, como en los demás «Teoremas Lars & Laventier», también en este caso ensayaríamos un enunciado. ¿Cuál podría haber sido? ¿Algo así como «Reacciones provocadas en el interior de un ser vivo por sucesos que, como consecuencia a su vez de otros sucesos, tienen lugar alrededor o dentro de ese ser»? No me hagas mucho caso, seguro que nuestra definición poseía más solvencia. Aunque la esencia de ese concepto no deja de ser cierta: química inmersa en el azar -sumida, diríamos aquí mejor- éramos tú y yo, acusando cada unosus propias reacciones a los hechos que nos abrumaban, la última vez que nos vimos. Aún recuerdo tu estampa al otro lado de la reja -sería más preciso decir del lado bueno de la reja-, aquel día de 1938: angustiado por mí, solidario pero defraudado a la vez por la inesperada conducta criminal que confesé sin ambigüedades, entristecido por mi futuro pero -y tal vez soy injusto al pensar así- en parte satisfecho, una vez en la calle, de perder de vista al amigo que había coqueteado tan peligrosamente con el mundo del hampa. Seguro que tú también me recuerdas en aquel trance… ¿Permites que dibuje tu última percepción de mí? Probemos: ¿me viste fanfarrón, cínico a pesar de la condena de quince años, aparentemente dueño de la situación bajo el uniforme de recluso? ¡Ah, Jeannot, qué ajeno eres en tal caso al esfuerzo infinito que supuso para mí no suplicar cualquier esfuerzo por tu parte para liberarme! Deduje que, distanciados desde tiempo atrás como estábamos, esa patética actuación, asustándote, sólo hubiera acelerado tu despedida, y por eso preferí encerrarme en el silencio arrogante. Fuese como fuese, allí me quedé: la química de Victor Lars inmersa en el azar, de ramificaciones sólo pavorosas, de la química de la cárcel. Siempre, durante estos algo más de cincuenta años que han transcurrido desde entonces, me he preguntado qué habrías hecho si, prescindiendo de pudores absurdos, te hubiera pedido que me ayudases en nombre de nuestra vieja amistad. Pero no, no te asustes. No me he puesto en contacto contigo para que respondas a esa espinosa pregunta, sino a otra. Ésta:

¿Alguna vez, a lo largo de tu vida, te han detectado una enfermedad grave? De haber sido así, no será necesario que te pida el esfuerzo de recordar: tendrás bien presentes las reacciones de terror y vacío que provoca ese primer contacto con la proximidad de la muerte, y podrás comprender mi torvo estado actual de ánimo. Pero dado que tampoco quiero cansarte con el catálogo de mis síntomas de angustia, paso a exponerte la causa por la que te he escrito tantos años después. En realidad, se trata de una simple cuestión de negocios. Peculiares, ciertamente, pero negocios al fin. Y la culpa, dicho sea con cariño, la tiene tu frenética actitud profesional y humanitaria de todas estas décadas, ésa por la que has llegado al «alto honor de rechazar el premio Nobel».

Lo peor de mi situación -permíteme este pequeño prólogo ambiental- es saber que la muerte se acerca minuto a minuto, que tus días tienen un límite prefijado e ineludible que para colmo desconoces con exactitud. Los últimos meses de reflexión me han permitido concluir que, por lo demás, morir no es malo. Incluso, si ocurre de repente, puede ser bueno: ojalá, cuando llegue tu turno, no tengas tiempo de darte cuenta, puedo asegurarte que soy sincero al desearte esa paz que a mí me ha sido negada. Pero las cosas son como son, y aquí estoy: química a punto de pudrirse por la azarosa enfermedad que pretende frustrar la terminación de mi trabajo… que acabaría por frustrarla de no ser por ti. Porque ocurre que vas a vencer a la muerte en mi lugar. Gracias a tu colaboración, mi obra, que hasta la actual situación dramática he ocultado con celo obsesivo -es lógico: me iba la vida en ello-, obtendrá por fin el reconocimiento que merece. No se trata de un frivolo cambio de criterio: el anuncio del fin ha despertado en mí un inaudito afán de pervivencia, y hacer público mi pasado es la única forma de permanecer, aunque sea como el peor de los hombres, en la memoria colectiva. Tú me darás a conocer y, a cambio, culminarás tu propia carrera de salvador de la humanidad. De alguna manera, lo que soñamos tantas veces en nuestra juventud: los dos cruzando juntos el umbral de la gloria.

Por supuesto, sería más cómodo contártelo todo en persona, pero debo ser cauteloso: quiero la fama, no pasar el resto de mis días en prisión. Por eso debo insistir en llevar la iniciativa de nuestra insólita conversación. Y hablando de eso, basta de charla: ambos sabemos que, efectivamente, una imagen vale más que mil palabras, y ha llegado el momento de darte la primera.