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En nuestro querido París, en el 85 de la calle Laigle, vive un exiliado chileno llamado Óscar Fiorino. Tiene cuarenta y cinco años aunque aparenta más, como se puede apreciar en la fotografía que te adjunto, tomada el verano pasado. Por la vida que lleva, podría pensarse que ha superado los traumas de su detención y tortura en Chile entre 1973 y 1976. En la actualidad, colabora ocasionalmente en la prensa francesa y escribe piezas teatrales militantes, de las que, al estar de moda en Europa el tema de los exiliados sudamericanos, ha logrado estrenar dos. Como se imagina a salvo, todas las mañanas -él no sospecha que yo lo sé-escribe o lee en el café situado frente a su portal. Te pido que vayas a ese café llevando contigo un teléfono móvil, que identifiques por la fotografía a Fiorino y que, a prudente distancia y sin perderle de vista, llames al número del café, preguntes por él y, cuando se ponga al auricular, le digas «helado de menta y canela». Sólo eso, «helado de menta y canela». El resto lo verás con tus propios ojos.

El desafío tenía toda la apariencia de los irritantes juegos juveniles de Lars, pero la enfermedad mortal de mi antiguo amigo me obligaba de algún modo al respeto. Además, y como siempre, había sabido apretar las teclas exactas de la intriga: ¿qué, tan aparentemente importante, iban a ver mis ojos tras pronunciar las absurdas palabras?Al llegar al café, marqué el número de teléfono apenas ubiqué a Fiorino, un hombre pequeño y rechoncho de barba canosa, más avejentado que en la fotografía incluida por Lars en su carta, que parecía reposadamente concentrado en sus papeles, dispuestos sobre una mesa cercana al ventanal. Cuando el camarero se acercó a él para comunicarle que le llamaban, tragué saliva: mi actuación tenía algo de mezquina e intolerable, y estuve a punto de colgar y marcharme. Pero era tarde: Fiorino desapareció tras la columna que llevaba a la cabina telefónica y, unos segundos después, escuché por el auricular el leve acento sudamericano de su voz aflautada. Tras una pausa dubitativa, me decidí a pronunciar las palabras mágicas: «helado de menta y canela». De inmediato me sentí ridículo; Lars, creí comprender, aparecería en ese instante carcajeándose de mi ingenuidad, intacta cincuenta años después, y nos abrazaríamos antes de dar paso a la narración mutua de nuestras vidas. Estaba reprochándome la facilidad con que había caído en la trampa cuando Fiorino, sin haber respondido una palabra, salió de la cabina. De inmediato supe que ocurría algo de extrema gravedad: demudado, el chileno miró a un lado y a otro y abandonó el café con precipitación tal que apenas me dio tiempo a seguirle tras recoger las carpetas y papeles que abandonó sobre la mesa. En la calle, lo vi caminar con la prisa decidida de quien conoce con precisión su itinerario; en dos o tres ocasiones tropezó con los transeúntes, y gracias a esos involuntarios retrasos pude seguirlo hasta la boca de metro de Porte des lilas, por la que desapareció a toda prisa. Fui tras él y, con los pulmones al límite, llegué a tiempo de localizarlo en el andén: presa de creciente inquietud, receloso de la cercanía de cualquier viajero, caminaba sin parar, diez pasos en una dirección y otros tantos en la contraria, y miraba cada poco hacia la oscuridad del túnel por donde debía aparecer el tren. ¿A quién esperaba? La angustia de su expresión me decidió a dirigirme a él, y la devolución de sus carpetas era la excusa perfecta para abordarle. Me concentraba en la búsqueda de las palabras que debía utilizar para no despertar su recelo cuando el tren entró por fin en el andén. La gente se aproximó instintivamente hacia los vagones. Fue sin duda ese bullicio humano el que me impidió ver el momento en que Fiorino se arrojó a la vía: sólo escuché el frenazo, un siniestro golpe seco y los gritos aterrados de los testigos. Entonces, como una revelación, comprendí que Fiorino había seguido un plan exacto, previsto -y acaso ensayado durante años- para escapar, con la ayuda de la propia muerte, del espeluznante horror que entrañaban para él las palabras «helado de menta y canela». Huí de la estación como si fuera un asesino -¿Y no lo era? ¿Qué nombre se asigna a los que, aunque sea ignorándolo, dan el paso último para que culmine con éxito un asesinato escrupulosamente estudiado? ¿Y qué, sino eso, era lo que, con mi involuntaria colaboración, había cometido Lars con el chileno?-. A pesar de los muchos atenuantes con que la razón trataba de aliviarme, notaba la conciencia como un dolor físico en el pecho: había empujado a un hombre hacia la muerte. Lo había matado. Pero ¿había sido yo? Es decir, ¿era plenamente responsable de su muerte? Durante los días siguientes, que consumí aterrorizado y hundido, a solas con las reseñas periodísticas del suicidio de Fiorino, leí, en busca de alguna luz, los papeles que éste había abandonado al salir del café: contenían una obra teatral en proceso de escritura; era mediocre y simplista, puede que ridicula en algunos pasajes, pero eso no cambiaba mi implicación en la muerte de su autor. La presencia física de aquellos papeles me desasosegaba: arrojarlos a la chimenea era destruir pruebas -¿pruebas de qué?-, pero guardarlos se parecía demasiado a ocultarlas.

Habían transcurrido quince días de la muerte de Fiorino cuando el mensajero trajo otro paquete sin remite. Lo abrí con ansiedad: como si conociera mi impaciencia y hubiera visto mis desvelos a través de un agujero en la pared,

Lars entraba directamente en materia.

Sorprendente, el coraje del chilenito, ¿eh, Jeannot? E inesperado, además: pocas veces he visto resoluciones tan drásticas.

¿Resoluciones? ¿Así, en plural? ¿Se habían dado, pues, otros casos? La indignación me llevó a devorar la carta a trompicones, saltándome párrafos, dudando si llamar a la policía en ese mismo instante o esperar a la conclusión de la lectura, hasta que me di cuenta de que para comprender ésta en su totalidad debía comenzar de nuevo,desde el principio y sin interrupciones. Pero fueron inútiles los deseos de leer mansamente: abrí un cuaderno y comencé a anotar en él todas las ideas que pudieran servir a la detención de Victor Lars por el asesinato de Óscar Fiorino. No me preocupaba mi implicación, que asumiría con gusto ante cualquier tribunaclass="underline" la patética angustia del desdichado exiliado chileno exigía justicia. Y yo iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para dársela.

Tal vez de entre los muchos detalles de nuestra última entrevista recuerdes, Jeannot, que juré no permanecer mucho tiempo encerrado. Debo reconocer que, en aquel momento, fue sólo un impulso instintivo con el que pretendí impresionarte, mantener ante ti algún resquicio de orgullo; pero enseguida el horror del encierro haría evidente que, en efecto, tenía que fugarme como fuera. Quiso la suerte que el hampón que se encaprichó sexualmente de mí, un tal Louis Crandell, resultara ostentar cierto poder en nuestra galería; esa circunstancia me liberó de verme forzado a satisfacer a otros amantes no menos repulsivos. Suyo en exclusiva, me obligué a ganar su confianza, y lo hice con tal tesón y habilidad que llegó a creerse depositario de mi amistad sincera. Curiosos mecanismos de la mente: yo mismo, a pesar de la aversión que me despertaba este jabalí primitivo y velludo, desarrollé hacia él una especie de aprecio derivado de la protección que me otorgaba; por la misma razón, le odié cuando, a mediados de 1939, finalizó su condena y me dejó solo, abandonado de nuevo al azar que esta vez aguardaba para mí en los ases de una grasienta baraja con la que se decidió quién pasaba a ser mi nuevo propietario sexual. Llegaron así meses terribles, en los que los enfermizos caprichos de mi nuevo amo, un viejo que reinaba en la galería gracias a los espléndidos sueldos que pagaba a su guardia pretoriana de presos y funcionarios, atormentaron y desquiciaron mi mente hasta el punto de que la guerra con Alemania era para mí un remoto rumor que sólo pasó a primer plano cuando se tuvieron noticias de la capitulación de Francia y de la ocupación de París: esta circunstancia, se ilusionaban algunos condenados a cadena perpetua, podría ser buena para la población reclusa. Y para mí, en efecto, lo fue.