Un día particularmente caluroso del verano de 1940, Crandell entró de nuevo en la galería; pero esta vez no como un convicto reincidente: vestía su corpulencia con un elegante traje cruzado, y sus maneras y aplomo parecían evidenciar alguna clase de ilimitado poder. Traía una orden de indulto a mi nombre y una propuesta que acepté sin apenas darle tiempo a exponerla. Ya en la calle, Crandell me explicó la esencia de los nuevos tiempos: Alemania era la dueña de París y de casi toda Francia, y pronto lo sería del mundo entero. Los invasores estaban reclutando un ejército paralelo, formado por civiles franceses, para actuar contra los últimos focos de resistencia. Crandell, designado para formar uno de los grupos operativos, había pensado en mí. Emocionado por la libertad, fui sincero al agradecérselo de corazón; unas horas después, la primera copa fuera de la jaula, el traje nuevo y el revólver que lastraba mi costado me hicieron sentir el dueño del mundo. Más aún que de los invasores, París era totalmente mío. Aunque, ¿qué importancia tenían en ese momento tales sutilezas? Mis compañeros de grupo, todos reclusos liberados para esta misión, y yo habíamos pasado de ser escoria arrojada por los jueces a un pozo ciego donde se nos apaleaba y violaba a sentir cómo los ciudadanos de bien, que habían alentado y aplaudían nuestra reclusión, temblaban ahora cuando llamábamos a su puerta.
Al poco de mi reclutamiento conocí al jefe de nuestro escuadrón de la muerte; sin duda, habrás oído hablar de Henri Chamberlain.
Por supuesto, conocía a este criminal de la peor ralea francesa; pero usted tal vez no, así que interrumpo su lectura para explicarle que el tal Chamberlain, alias Laffont, era un canalla sin escrúpulos que no dudó en poner su ambición y entusiasmo a las órdenes de la Gestapo. Tal y como cuenta Lars, fue efectivamente Laffont quien, consiguiendo la liberación de un puñado de presos comunes, organizó una banda criminal cuyo cuartel general de la calle Lauriston 93 provoca todavía hoy escalofríos en la memoria de los parisinos. Allí, Laffont y sus secuaces, sin mediar otros alicientes que el dinero y la ascensión personal, secuestraron, torturaron y asesinaron a cientos de antifascistas e inauguraron la lista despreciable a la que se añadirían, igualmente pletóricos y ansiosos de colaborar, Frédéric Martin Ruy de Merode, Georges Delfane Masuy y tantos otros… Nombres que ensombrecen la memoria histórica de Francia igual que ensombreció mi vida saber que a ese batallón infame debía añadir el nombre de quien había sido mi amigo.
Chamberlain era un hombre inteligente y muy ambicioso. Uno de esos elegidos que saben servirse del devenir histórico sin vacilar. Pronto quiso el azar que hiciese amistad con éclass="underline" creo que distinguió enseguida que tenía en mí a un colaborador que podía aportarle ideas infinitamente más brillantes que las de los matones a los que, sin otra opción, había tenido que contratar; pura canalla que, como Crandell, servían para poco más que avasallar por la fuerza a sus víctimas, cualidad suficiente si el objetivo era tan sólo martirizar a los opositores al régimen nazi y quedarse con sus bienes a cambio, pero escasa cuando asomó en nuestro horizonte la posibilidad de medrar realmente. Supongo,Jeannot, que sabes quién era Reinhard Heydrich.
Por supuesto, como todos los que padecimos la guerra, lo sabía; pero por si usted, de nuevo, no tiene una idea clara del personaje, le cuento quién era. Reinhard Heydrich nació el día siete de marzo de 1904 en Halle, cerca de Leipzig, en una familia…
Aunque no era un experto en la Segunda Guerra Mundial, Ferrer supuso que lo que recordaba de Heydrich -el ambicioso ayudante de Heinrich Himmler en las SS fue un hombre brillante, cruel y carente de cualquier escrúpulo que, desde su despacho berlinés, supo extender la más brutal red represiva por toda Europa -sería por el momento suficiente, y saltó los párrafos que Laventier dedicaba a su biografía para retomar el relato de Victor Lars.
Francia entera debe odiarse a sí misma. Debemos, en el crucial campo de batalla de las ciudades y pueblos del país doblegado, obligar a cada ciudadano a cometer actos de vileza. La opción ideal -y por tanto el objetivo a cubrir- es que cada hombre, cada mujer, cada niño delate, conspire, traicione a su vecino, a su pareja, a su mejor amigo, a sus padres y a sus hijos. Que todos sean viles y sepan que lo han sido y que lo serán para siempre; y que todos, también, conozcan las vilezas de los otros. Que sientan vergüenza de mirarse al espejo y de mirar a quien se le cruce por la escalera o por la calle, que esa vergüenza sea atroz e imperdonable y perdure durante lustros. Una Francia -una Europa-habitada por hombres, mujeres y niños que se sepan indignos de levantar la mirada nunca más tendrá fuerzas, legitimidad moral ni honor para hacernos frente. Ésa es la opción ideal. Ése es el objetivo a cubrir.
Palabras de Heydrich que me parecieron ciertamente inteligentes cuando las leí en una nota interna de la Gestapo que llegó a mis manos junto a la noticia de la inminente visita a París del jefe nazi, interesado, entre otras actividades, en conocer a los principales colaboracionistas de la ciudad. De nuestro grupo, sólo Laffont y su lugarteniente Crandell habían sido invitados a esa reunión, y yo maldecía al ver pasar ante mí, sin poder rozarla siquiera, la posibilidad de acercarme a Heydrich, con el que, estaba seguro, lograría sintonizar. Sin embargo Crandell, apenas se embriagara y abriese la boca, se pondría en evidencia ante el culto Heydrich, que desecharía la idea de encomendar al grupo de Laffont otra tarea que la de apalear compatriotas a cambio de quedarnos con sus neveras: yo seguiría siendo carroña despreciada igualmente por vencedores y vencidos. Y ese rol, al poco más de un año de haber abandonado la cárcel, ya me repugnaba. Quería comenzar 1942 con otras perspectivas, y Crandell era el único obstáculo: sabía, por la simpatía que Laffont me había demostrado en múltiples ocasiones, que de no mediar mi grosero ex compañero de celda sería yo quien lo acompañase a la cena ofrecida por Heydrich. Fríamente, resolví eliminar el problema. Pero era un asunto delicado: Crandell tenía en la banda partidarios que no tolerarían un ataque a cara descubierta. La solución, sin embargo, la sirvió en bandeja mi propio adversario.
En los últimos tiempos, cuando tomaba unas copas de más -circunstancia que se repetía con frecuencia creciente-, Crandell había adquirido la costumbre de hacer chanzas entre los compinches de nuestro grupo a propósito de las relaciones sexuales que, empujado él por el rigor del encierro y yo por la imperiosidad de su protección, habíamos ambos mantenido; paradójicamente, no tenía la jactancia otro objetivo que el de la broma viril entre camaradas, y de hecho era habitual que recurriese a ella antes de las juergas que organizábamos con regularidad en los burdeles de la ciudad, a las que yo había dejado de sumarme precisamente por los humillantes sambenitos que su zafia verborrea amenazaba con acarrearme. Unos días antes de la llegada de Heydrich, todos los miembros de la banda decidimos juntarnos alrededor de una mesa para estudiar nuestros intereses y estrategias de cara a la esperada reunión. Fijada la cita a las nueve, hice creer a Crandell que deseaba confiarle algo importante e íntimo,y aceptó verse conmigo antes de esa hora. Como había calculado, la primera copa a la que insistí en invitarle se convirtió en una segunda y ésta en una tercera. Cuando le rellenaron el vaso por cuarta vez, adopté un tono compungido para suplicarle que no airease en público las felaciones que había aceptado practicarle en el pasado. Su reacción fue también la prevista: rió escandalosamente, con alborozo ya alcoholizado, y comenzó, en ese mismo instante, a hacer chistes al respecto. Mis protestas y súplicas, mi fingido embarazo, sólo sirvieron para desbocar aún más su grosería. Crandell llegó a la cena más borracho de lo habitual; a Laffont le disgustó, y tuvo que mantener fría la cabeza para no censurar a su lugarteniente el desinterés que demostraba por nuestro objetivo: Crandell, sin saberlo, estaba ayudando a mi plan. Una de las veces que el malestar de Laffont se hizo particularmente notorio a todos los presentes, me decidí. Adoptando un tono agresivo, recriminé al borracho su actitud. Crandell no reaccionó entonces, pero sí lo hizo cuando pidió más vino al camarero y se lo volví a censurar. Torciendo la boca en gesto obsceno, afeminando repugnantemente su vozarrón y maneras, comenzó a desvelar todo aquello que yo, con doble intención, le había suplicado que callase. Eché leña al fuego aparentando vergüenza y nervios a punto de desatarse. Envalentonado por el efecto de su ataque,Crandell persistió en él. Laffont, puse buen cuidado en cerciorarme, endureció con disgusto la mandíbula y se decidió a poner orden. Mi humillación pública duró unos pocos minutos, pero a ninguno de los presentes le gustó. Terminada la velada, me ofrecí a acompañar al borracho a casa. Todos pensaron que quería recriminarle en privado su actitud. Salimos en medio de un grave silencio roto sólo por las afeminadas chanzas etílicas de Crandelclass="underline" junto a la puerta, manoseó mi sexo entre risotadas supuestamente campechanas que nadie le secundó: fue el último favor que me hizo. Ya en la calle, lo maté con el revólver que él mismo me había regalado: un disparo en la boca, mientras se tragaba de rodillas el cañón del arma entre sollozos y súplicas repentinamente serenas, y los otros cinco en el sexo que en el pasado me había obligado a chupar todas esas veces de las que no debería haber alardeado. Que no te sobrecojan la resolución y el valor físicos implícitos en esta confesión: mi supervivencia exigía el esfuerzo, y el endurecimiento verificado en la cárcel me dio fuerzas para llevarlo a cabo. El corpachón de Crandell flotando en el Sena fue mi pasaporte al respeto definitivo del grupo: ninguno de mis colegas volvió a referirse al asunto, y todos vieron en el ensañamiento entre las piernas la evidencia de que lo había matado yo. También Laffont. El día que me invitó a comer a solas hizo alguna referencia cómplice, me atrevería a decir que incluso humorística, a la primitiva personalidad de Crandell, cuya brutalidad a la hora de trabajar, aunque eficaz, no cumplía los requisitos de sutileza e inteligencia que en aquellos momentos precisaba mi anfitrión para impresionar a Heydrich, con el que íbamos a reunimos al día siguiente él y yo; suspiré de alivio: el primer peldaño estaba superado.