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Retozón como cualquier otro mamífero, el ser humano tiende a conformarse con los objetivos alcanzados si éstos son suficientemente gratificantes: la reunión en los salones del Grand Hotel entre Heydrich y los fascistas franceses fue una prueba viviente de ello. Muchos de los notorios colaboracionistas allí presentes -que de no ser por determinados matices patibularios podrían haber pasado por honrados comerciantes de ultramarinos festejando las provechosas ventas del año- escucharon las palabras de Heydrich con atención protocolaria, sin captar la invitación a mejorar nuestra prosperidad que subyacía en las palabras del brillante orador al que aplaudieron intercambiando gestos de aprobación. Si enseguida me resultó evidente que aquella caterva de patanes estaba sobradamente saciada con los despojos que arrancaban a latigazos a sus víctimas, ¿cómo no iba a resultárselo al inventor de la represión inteligente? En estas circunstancias, era lógico el gesto de desagrado que Heydrich mantuvo tras su alocución, como también lo fue que, cuando logré sortear el círculo de los que le adulaban y me presenté osadamente como psiquiatra especializado en técnicas represivas, insistiera para que permaneciese a su lado. Influyeron, debo también decirlo, mi dominio del alemán, que me permitía comunicarme matizadamente con él, y, por supuesto, nuestras afinidades estéticas. Si en alguno de los libros de tu biblioteca se reproduce una fotografía de Reinhard Heydrich, abandona por un momento la lectura y búscala. ¿Ves sus manos? Blancas, esbeltas, de elegantísimos dedos sensuales… nítidas, concluiría yo. Manos de violinista -Reinhard lo era, y dicen que muy bueno-que por fuerza debían sentirse asqueadas ante la proximidad de las zarpas peludas y torpes, proclives a la palmada ruidosa y el apretón sudoroso, que pululaban aquella noche a su alrededor. Tras la cena de protocolo llegó el momento de dar paso al agasajo putañero que mi jefe y sus colegas habían organizado para la delegación nazi. Apenas había la orquesta concluido la segunda pieza, Heydrich, enigmático de repente, me apartó del ruidoso trajín de acarameladas mujerzuelas y se ofreció a mostrarme algo que sin duda despertaría mi interés. Picado por la curiosidad, lo seguí tras poner buen cuidado en pedir al suspicaz Laffont autorización para ello, e instantes después recorría, lleno de orgullo, la calurosa noche parisina de agosto de 1941 a bordo del Mercedes descapotable oficial de Reinhard Heydrich, que me hacía cómplice de sus ironías sobre los inconvenientes de las reuniones concurridas como la que habíamos abandonado. El aire que me azotaba el rostro llenaba mis pulmones de hermosas perspectivas de éxito a corto plazo.

Sin duda no has olvidado nuestras ya remotísimas visitas a los burdeles de París. Pocos, de entre nuestros amigos y conocidos, nos creían cuando afirmábamos que la prioridad de tales incursiones no era el sexo, sino, ¿te acuerdas?, continuar exprimiendo juntos la noche con el aliciente que a ésta le daba la disponibilidad de cuerpos femeninos hermosos y anónimos que a veces ni siquiera utilizábamos. El mismo espíritu, puedo afirmarlo, presidió la visita con Reinhard a la para mí hasta entonces desconocida Sombra Azul, exclusivo burdel que dirigía una dama parisina de mirada altiva y apretón de mano firme. «¿Un poco de música para amenizar nuestra charla?», no he olvidado que dijo Reinhard cuando, tras atravesar los pasillos y salones extrañamente solitarios del local, tomamos posesión del lujoso reservado hasta el que la dama nos había precedido. Asentí, y entonces entró la insólita orquesta: dos mujeres desnudas, rubia una y morena la otra, tan hermosas que su irrupción, más que excitarme, me embelesó; para evitar que mi anfitrión pensase que regalaba a un patán, ensayé una sonrisa de suficiencia y pregunté por los instrumentos. «Ellas son los instrumentos», sentenció Reinhard mientras hacía un gesto: de inmediato las putas, sumisas como ingenios mecánicos, iniciaron una coreografía lésbica plagada de sonidos sexuales a la que Reinhard, viniendo a recordar que la interpretación era únicamente música para amenizar nuestra charla, dio la espalda con indiferencia tras mostrarme el sencillo mecanismo que regía la dirección orquestaclass="underline" chasqueó una vez los dedos y la partitura de gemidos se ralentizó automáticamente; los chasqueó dos veces, y arreció de inmediato hacia un crescendo que otro chasquido devolvió al volumen inicial de sugerente envoltorio sonoro para nuestra conversación. Ésta resultó particularmente instructiva: aunque para entonces yo ya imaginaba que la guerra sólo buscaba instaurar a un nivel sin precedentes una estructura de amos y esclavos garantizada por mercenarios uniformados, jamás me había enfrentado a sinceridad tan descarada como la de mi nuevo amigo. Reinhard concebía la guerra como una empresa -fue la primera vez que escuché un término mercantil aplicado a un proceso político, aunque no sería la última- cuyo motor de arranque había sido el acceso al poder, otorgado a través de las urnas por la manipulable imbecilidad nacionalista de una

mayoría suficiente de alemanes, ignorantes del futuo de servidores más o menos bien remunerados que, según su nivel de utilidad, les aguardaba tras la victoria; sin embargo, las tenaces oposiciones que habían surgido y seguían surgiendo en Europa al paso del nazismo obstaculizaban el proyecto. Hombres como los que mientras nosotros hablábamos celebraban su grosera juerga en el Grand Hotel estaban preparados para terminar con los opositores encadenados a los potros de tortura, pero, fiándose en exceso de esa brutalidad, despreciaban temerariamente el valor humano, y no acababan de comprender que sin la erradicación definitiva de la última chispa de rebeldía la empresa nunca se asentaría por completo. Y ahí era donde podía entrar yo, concluyó Reinhard mientras chasqueaba los dedos, esta vez tres veces: las putas acometieron entonces una representación de climax erótico que fui invitado a observar en profundidad. Supe entonces por qué estábamos intimando allí y no en otro lugar: «Una de las dos mujeres es una conocida profesional de la prostitución -reveló mi nuevo amigo poniendo cuidado en ocultar cuál-. Si juega bien sus cartas puede enriquecerse, y lo sabe; la otra, sin embargo, se esfuerza por excitarte por otra razón. Te invito, o mejor, te reto a que averigües cuál. Dispones del resto de la noche». Me dejó entonces con las dos mujeres, y pude disfrutar de ellas: eran perfectas, sublimes; todos sus movimientos,incluso cada uno de sus suspiros, estaban encaminados a profundizar otro poco más en los matices de mi placer, y nada alteraba sus vehementes entregas de objetos sexuales resignados al carácter irreversible de su condición, pero tenían prohibido hablar de cualquier cosa que no estuviera en relación directa con mi satisfacción y, por mucho que escruté en detalle a cada una de ellas, me fue imposible entrever siquiera una aproximación de respuesta para la pregunta de Heydrich, que me desveló el misterio a la mañana siguiente: «La segunda mujer se esfuerza por excitarte porque mantenemos secuestrada a su hija, y la seguridad de la pequeña depende de que tu satisfacción sea la que esperas y no otra inferior», explicó mientras las dos putas, arrodilladas frente a mí a la espera de nuevos caprichos, exhibían en sus rostros una obscenidad irreprochable que impedía averiguar quién era la profesional y quién la angustiada madre; lo absoluto de esa sumisión me excitó con morbo que iba más allá de lo puramente sexuaclass="underline" era el punto más álgido que la posesión de un ser humano podía alcanzar. Reinhard, divertido por mi entusiasta reacción, me dio a las dos putas como regalo de bienvenida a su nuevo equipo y anunció que iba a dar órdenes a su ayudante para que me proveyera de fondos y salvoconductos y pusiera bajo mi mando una pequeña dotación de la Gestapo. ¿Psiquiatría aplicada alas técnicas represivas? Ahora iba a tener oportunidad de demostrarlo… Ignoro si fui capaz de disimular la brutal descarga de adrenalina que la perspectiva del éxito me inyectó. Si manejaba con inteligencia esa oportunidad de oro, podía alcanzar objetivos ni siquiera entrevistos entonces. Por supuesto, no sabía entonces que Reinhard Heydrich financiaba por toda Europa proyectos como el mío, atractivos a pesar de su abstracción, indefinición o incluso inconsistencia esencial, y lo hacía sin esperar de ellos resultados brillantes o siquiera útiles para sus objetivos, sólo porque le divertía contar a su alrededor con una dispersa cohorte de cachorros brillantes dedicados a inventar juegos para él. Sin duda, debí parecerle candidato idóneo para esa exclusiva selección. Me advirtió que deseaba resultados en un tiempo razonable que ciframos en tres meses y se despidió, dejándome a solas con el regalo: la primera orden que como su nuevo propietario di a las putas fue prohibirles que me permitieran entrever el menor vestigio de su verdadera identidad. Ese desconocimiento me fascinaba, y disparó salvajemente mi deseo por ellas durante los largos meses que las disfruté en la Sombra Azul. No creas, Jeannot, que me he demorado en matizar algunos detalles en apariencia superfluos de esta escena por una tardía vocación de pornógrafo: lo que ocurrió aquella noche es crucial para el asunto que ahora nos interesa, pues no es gratuito afirmar que aquellas dos mujeres fueron la madre del Niño de los coroneles. Más exactamente, su primera madre: no sería justo olvidar a las que vendrían después.