El encargado charlaba con los dos únicos clientes, que parecían habituales, mientras ultimaba los preparativos previos al cierre. Al fondo del bar, acodado en la esquina de la barra ante un vaso de vino barato, un borracho de carnes consumidas y estatura ridicula mantenía una agria disputa con alguien invisible situado en el interior de su copa. Pidió otro vaso de vino y, cuando el camarero se amparó en la avanzada hora para eludir servirle, nos sobresaltó a todos con un furioso acceso de insospechada ferocidad: el odio contra el mundo ardía en su mirada, y su voz, rasposa como si el perro rabioso que parecía llevar en las entrañas le hubiese arrancado a dentelladas las cuerdas vocales, consiguió estremecerme. Cuando el camarero, guiñando a los otros clientes un ojo cómplice que delataba la cotidianidad de la escena, le respondió con un bufido amenazador, el hombrecillo, súbitamente acobardado, se retiró como un perro acostumbrado al castigo físico, pero su expresión siguió escupiendo odio demente. Fue ese contraste el que, sin saber muy bien por qué, me empujó a convidar al infeliz en otro lugar. Como había previsto, se mostró receloso al principio, pero acabó por aceptar. Transcurrió así una larga noche en la que, tras algunas sencillas maniobras para despertar su confianza, averigüé que se trataba de un desgraciado con las facultades alteradas por la mezcla precisa de enfermedad mental congénita, soledad y sufrimientos provocados por sus estancias intermitentes en prisión. Por todo ello, Tuccio -así se llamaba: sólo Tuccio. Sin apellido ni pasado. Sin futuro- era una máquina de despecho en estado puro a la que el alcohol provocaba iracundas violencias que, para exacerbar aún más su irritación vital, sólo despertaban la carcajada ajena. Perfecto para un plan todavía inconcreto que, sin embargo, puse en marcha de inmediato.
Los de Chándelis no dieron crédito cuando, en la mitad de esa misma noche, tras obligarles a saltar de la cama y presentarse a la carrera en el salón -cómo me divertía la falsa naturalidad con la que, para no contradecirme ni despertar mi enfado, aparentaban celebrar como verdaderamente ocurrentes estos marciales sobresaltos-, les presenté al inmundo Tuccio, al que había prohibido lavar su ropa o asearse, como mi nuevo secretario, un personaje muy apreciado por las autoridades de Berlín; Luc y Henriette se esforzaron en aparentar que les resultaba verosímil la importancia, a todas luces imposible, del grotesco hombrecillo, e incluso lo presentaron con hilarante protocolo al desconcertado personal del palacio. Al día siguiente, la primera comida en tan grotesca compañía me resultó más grata a medida que Tuccio se embriagaba y volvía la situación insoportable con eructos y ventosidades que los cada vez más inquietos anfitriones trataban de ignorar. Esperé a los postres para anunciar que el palacio, y todas sus dependencias, y todas sus posesiones y personas, pasaban en ese instante a ser propiedad de mi amigo, que podría utilizarlos a capricho: un despojo humano, marginado a palos por la vida, amo y señor de un entorno de cuento de hadas… Los de Chándelis -me satisfizo sobre todo la mirada de escandalizado odio hacia mí que Henriette trató de disimular sin conseguirlo- rieron ruidosamente mi ocurrencia hasta que se produjo la entrada de los seis miembros uniformados de las SS que vigilarían desde ese momento el estricto cumplimiento de la orden. Los comensales -y en particular el propio Tuccio- me miraron consternados y llenos de incertidumbre.