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Ferrer no se enfadó por la estratagema de Marisol; incluso le resultó indiferente que su llegada provocase el interés de la prensa o azuzase contra él a los hombres del tal Leónidas… Su verdadero objetivo íntimo era pisar Leonito por primera vez tras -se entretuvo en calcularlo durante los primeros minutos de vuelo- treinta y seis años, cuatro meses y, obviando las variantes de los años bisiestos, doce días.Cuando el avión estableció el rumbo entre las nubes, Ferrer se abandonó a una melancolía que lo sumergió en un viaje al propio pasado, repentino, denso y real como el corazón prodigiosamente apacible de los tornados… Muchos años atrás… Otro avión pero la misma sensación de vacío e incertidumbre que entonces no pudo definir pero tampoco olvidar, el tiempo girando sobre sí mismo o anclado en ninguna parte… 4 de febrero de 1956…

Tenía él tres años… El avión le alejaba del lugar hacia el que volaba ahora: la República de Leonito, el lugar donde había nacido y vivido en un orfanato con su hermano gemelo hasta que, inesperadamente, cambió su vida.

Aquel día, Panizo -siempre había retenido el nombre del enfermero encargado del hospicio- les anunció que ambos habían tenido la suerte de ser adoptados por sendas familias ricas. Se trataba del sueño de todo huérfano, avivado y mitificado por el bondadoso Panizo en sus charlas a los niños durante el recreo o en los cuentos con que los tranquilizaba las noches de tormenta, pero a él no le importó entonces ese cambio que no comprendía ni tampoco el hecho de que sus padres adoptivos disfrutasen de la mejor situación económica imaginable. Sólo le inquietó la separación de su hermano. Además del propio Panizo y en menor grado los otros niños del asilo, era lo único que quería y tenía en el mundo. Aún podía recordar cómo, en algunas noches tormentosas, se abrazaban para ahuyentar el miedo y él, aunque también asustado por los truenos, se crecía para añadir aventuras inventadas a los cuentos escuchados a Panizo hasta conseguir que el cuerpo a su lado se relajara y durmiese… Su hermano partió algunos días antes que él; lo recogió un enorme y lujoso coche negro que despertó comentarios de admiración entre los demás niños, envidiosos de la fortuna que no les había sonreído. Ferrer apenas podía recordar el instante concreto de la separación pero, por alguno de esos caprichos indescifrables de la mente, jamás había sido capaz de borrar de la memoria la imagen del gran coche negro cruzando la verja y enfilando la curva que conducía a la carretera, aquel día lluvioso de 1956: la última ocasión en que vio a su hermano, fallecido dos años después a causa de la epidemia de cólera que asoló el país… La lluvia había persistido durante días; la escuchaba por las noches en la cama cuyo lado ahora vacío procuraba no rozar, la veía golpear contra las ventanas al despertarse y, después de comer, cuando la hora de la siesta convertía el asilo en caserón silencioso y él se escabullía del dormitorio, dejaba que le mojase el rostro junto a la verja tras la cual, más allá, se dibujaba la curva que llevaba a la carretera… Todavía llovía cuando Panizo lo llevó al aeropuerto y le hizo prometer, tal y como ya había hecho su hermano, que algún día volvería para contarle la vida nueva y feliz que ahora comenzaba… Todavía llovía cuando Panizo le besó y él sintió que no quería partir, y cuando el avión hacia España despegó y sobrevoló Leonito capital… La lluvia era el recuerdo más nítido de aquel momento, y a su alrededor giraban los demás sentimientos experimentados por el corazón infantil de Ferrer: todos borrosos, debilitados a causa del tiempo o reinventados a lo largo de los años posteriores por la nostalgia que la lluvia de Madrid despertaba irremediablemente en su corazón. Todos lejanos excepto uno.

Cuando el avión enfilaba el Atlántico en dirección a Europa, su fascinada curiosidad le llevó a mirar por la ventanilla. Y justo en ese instante las nubes se levantaron para dar paso a la nitidez del cielo más azul, en uno de esos bruscos y habituales desplazamientos vertiginosos del clima de Leonito -«cambios de humor del cielo» en el argot de los pilotos, espectáculo adicional para los pasajeros… magia pura para un niño en su primer viaje en avión- y le fue dado ver la última imagen, ya poderosamente iluminada por el sol, del país que abandonaba: la Montaña Profunda, el legendario promontorio rocoso rodeado de inaccesibles bosques por tres de sus caras y cortado a pico por el este sobre el océano. La Montaña Profunda, que había sido desde el principio de los tiempos el símbolo más reconocible de la república caribeña… Según las leyendas de Panizo, refugio de terribles piratas y tumba de codiciosos aventureros que buscaron inútilmente su mítico tesoro; según la tradición oral, cuna del legendario caudillo indio Leónidas Foz, iniciador de la lucha que habría de culminar en la independencia cedida por España en 1823; según las enciclopedias y libros de historia, el único emblema patrio ajeno a intereses de guerras civiles, golpes de estado e inestables gobiernos premonitorios de nuevos golpes de estado… La impresionante imagen de la Montaña le acompañó durante las largas horas del viaje, como un cuento vivo de ramificaciones infinitas, y perduraba en su memoria al llegar a Madrid, cuando descendió del avión y aceptó, entre confundido, inquieto e ilusionado, los besos de los dos desconocidos que habrían de llegar a ser sus queridísimos padres: Aurelio y Cristina Ferrer, el diplomático español y su esposa originaria de Leonito que, destinados finalmente a España tras casi diez años de servicio en el país centroamericano, llevaban tres luchando por traer a su hogar aquello que la naturaleza les había negado y las leyes del país hermano otorgado: un hijo adoptivo, él. Luis Ferrer podía aún recordar -o, más precisamente, no habría podido olvidar nunca- el momento pleno de repentina seguridad y hermosas perspectivas de futuro, en que, como por arte de magia, desapareció toda su incertidumbre por el destino que le aguardaba. Fue cuando Cristina Ferrer, mientras su marido cumplía con los últimos requisitos legales, lo cogió en brazos, lo besó y, exultando una felicidad y cariño protector que su contacto derrochaba casi físicamente a través de la ropa, le susurró:

– Te llamas Luis. Eres mi hijo.

El hondo sentido de su bautismo español -tal vez inventado, pues difícilmente un niño de corta edad podría haber retenido con precisión las palabras- había acompañado a Ferrer durante toda la vida como un talismán de magia secreta. Cuando en 1977 nació su hija Pilar, Ferrer -inexplicablemente supersticioso al respecto- aprovechó una noche que Bego, su mujer, dormía para salir de la cama en silencio, sacar al bebé de la cuna y, con la misma clandestinidad observada por Cristina aquel lejano día de más de veinte años atrás, decirle muy bajito al oído:

– Te llamas Pilar. Eres mi hija.

Ese instante tierno no se había desdibujado jamás de su memoria y era uno de los recuerdos que, haciendo insoportable el peso de la muerte de la niña, le había llevado a escribir «La muerte, la inexistencia, la nada son la única redención imaginable para mí, que he cometido el más monstruoso crimen», antes de que la avería del motor le animase a confesar su acto a la espera de una muerte que, al no haberse producido, le dejaba otra vez a merced de un destino irreversible de culpa y cobardía.

– Señores pasajeros, en unos minutos iniciaremos la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto de Leonito capital. En nombre del comandante y de toda la tripulación…

La voz apartó a Ferrer de sus negros pensamientos y le provocó un estremecimiento de emoción: al despegar de Madrid se había prometido que en el mismo instante en que la azafata anunciase la llegada a Leonito examinaría el contenido del sobre color crema que guardaba celosamente en el bolsillo interior de la americana.