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Inicié el Experimento Tuccio -además de por un simple afán de venganza hacia los archivizcondesitos, cuya humillación en esas circunstancias me divertía contemplar- porque intuía que algo interesante para mis investigaciones podía derivarse de la observación de ese cúmulo de despecho viviente convertido en amo del paraíso reservado hasta ahora a otros. Convertir al bufón en rey fue un proceso que encontró serios obstáculos: al principio, el desgraciado no se creía que el mundo hubiese girado tan favorablemente, y el recelo lo llevaba a aislarse como un animal doméstico temeroso de sus amos. Tuvo que mediar un estallido histérico del archivizcondesito para que Tuccio, al enfrentarse a él, descubriese sorprendido que los SS se ponían a sus órdenes. Debió de ser en ese momento cuando despertó su maldad acobardada, humillada y apaleada durante toda la vida. ¡Y cómo lo hizo! Al poco tiempo, el ala del palacio dedicada al experimento era una ciénaga-prisión por cuyos pasillos atestados de excrementos y selectos residuos gastronómicos vagaban los archivizcondesitos y sus sirvientes, obligados por la presencia de los SS a representar exquisita normalidad mientras se esforzaban por esquivar, como alimañas aterrorizadas, cualquier encuentro con el hombrecillo devenido en monstruo de insospechado sadismo con el que, sin embargo, debían sentarse a comer y cenar manteniendo las más encantadoras maneras mundanas. Ya imaginarás que, primario como era, Tuccio basaba su reinado en la humillación física de sus vasallos y en el disfrute sexual de sus vasallas, dedicando especial atención, en los respectivos terrenos, a Luc y Henriette. Obviamente, y por eso mismo, eran también los archivizcondesitos el objeto principal de mi estudio y observación. Hasta sólo dos meses antes habían sido personas seguras de sí y de la inviolabilidad de su exclusivo entorno, seres fuertes, invencibles y superiores a los mortales comunes. Unas cuantas sesiones de tortura física convencional, como las que seguían practicándose en los sótanos, habrían doblegado su espíritu sólo temporalmente: sin duda, una vez devueltos a la normalidad de su castillo habrían terminado por encontrar en él consuelo y refugio donde lamer sus heridas. Mi plan, sin embargo, se había propuesto el quebranto de sus mentes a través de la destrucción de esos refugios últimos, los reales y tangibles y también los imaginarios o recónditos. Mis dos putas de la Sombra Azul me habían dado la idea: ambas -cada una por su propia razón- vivían según la regla diáfana y única de satisfacer mis caprichos, que yo, llevado por el afán científico, había ido degenerando hacia límites cada día un poco más crueles y repugnantes en busca de algún conato, por mínimo que fuese, de rebelión. Pero ninguna de las dos había reaccionado, ni siquiera durante las sesiones más duras. ¿La causa de tal abnegación? Sin duda, la claridad de las duras reglas del juego: en sus mentes se había conectado un circuito de seguridad, según el cual todas las depravaciones que les obligaba a ejecutar eran trámites a superar en aras de la supervivencia de la hija, en un caso, y de la mera ambición en otro. Todo tenía una razón lógica -aunque a ellas pudiese parecerles demoníaca-, y eso permitía a mis esclavas no perder la razón: sabían que yo, dictador de las reglas de su vida y de su muerte, buscaba únicamente extraer placer de sus cuerpos, y nunca, por ejemplo, me hubiese divertido despellejando la pierna de alguna de ellas, porque eso hubiera estropeado para siempre mi apreciado juguete. Pero, ¿y si ese caprichoso amo de sus vidas aplicase, en vez de una diabólica lógica, una diabólica ausencia de lógica? ¿Si su capricho fuese efectivamente despellejar la pierna del juguete sin esperar ningún placer a cambio, aunque fuese innecesario, sólo porque sí? ¿No destruiría eso el refugio último en el que se amparaba la cordura de la víctima? Me atrevía a afirmarlo, y el progresivo hundimiento de los archivizcondesitos era la prueba de que me encontraba en el camino acertado. Por supuesto, se trataba sólo de un primer paso, que no llevaba -no aún- a la «castración del toro», y era necesario profundizar en el experimento, trasladarlo a otros estratos sociales, encontrar la fórmulainfalible que lo hiciera extrapolable y garantizase la destrucción de cualquier refugio mental imaginable. Ése era, más o menos, el discurso que había preparado para la próxima visita de Reinhard: aunque consciente de sus fisuras y lagunas, de sus golpes de efecto en algunos casos huecos, contaba a cambio con la espectacularidad de algunos de los resultados obtenidos: sabía que a Reinhard le divertiría la terrible situación del palacio lo suficiente para seguir confiando en mí, incluso para entusiasmarse con mis progresos, y esperaba ansiosamente la llegada de mi jefe y amigo. Todo iba bien, muy bien.

Demasiado bien: en la mañana del 27 de mayo de 1942, dos guerrilleros de la resistencia checa disfrazados de obreros dispararon sobre el Mercedes descapotable de Reinhard. Aquel día sustituía al chófer habitual del Mercedes, enfermo de repente, un soldado inexperto que, al iniciarse el tiroteo, frenó en vez de acelerar. Esa circunstancia lo decidió todo. Aunque Reinhard había repelido a tiros el ataque, alcanzando a uno de los guerrilleros, recibió heridas a consecuencia de las cuales murió el 4 de junio: la Historia, tras seducirme, me traicionaba y abandonaba a mi suerte. El mundo que estaba empezando a construirme se derrumbó a mi alrededor.

Toda aquella noche deambulé meditabundo, solitario, sombrío… de veras asustado; el miedo a Laffont -unas semanas antes, sintiéndome a salvo en mi parcelita de poder, había mostrado en público mi arrogante desprecio hacia él, que no tuvo otra opción que amenazarme abiertamente- y la inquietud por el futuro me angustiaron, cercanos y tangibles como nunca. El amanecer me sorprendió caminando cansado y entristecido por las solitarias orillas del Sena junto a las que, ¿lo recuerdas?, tú y yo nos conocimos.

Y fue entonces cuando te vi.

Sí, amigo mío. Al principio pensé que la vigilia me provocaba alucinaciones. Pero no, Jeannot: eras tú; más gordo y avejentado, como cansado y con algo de derrotado pero sin duda tú, acodado en el pretil del Puente de la Tournelle y, al parecer, sumido también en negros pensamientos. Sinceramente emocionado, sentí el impulso de aproximarme y abrazarte, pero la intuición me aconsejó cautela. Poniendo buen cuidado en no ser visto te observé y luego, cuando echaste a andar hacia Notre-Dame, la curiosidad me movió a seguirte. Conocí así la existencia de tu consulta -«Jean Laventier, doctor en psiquiatría», rezaba la humilde placa de la fachada: ¿era ésa la patética culminación de tus sueños de gloria?- y las ventanas de la que debía de ser tu casa, y deduje que la mujeruca que a la hora del almuerzo salió del inmueble era tu ayudante. ¿O se trataba de tu esposa? Tal vez, durante nuestros intensos meses de separación, te habías casado con esa, discúlpame, antípoda de las diosas sexuales que siempre habías imaginado que te depararía la vida: una existencia vulgar y acaso -¿por qué no?- feliz, pero tan alejada de tus anhelos juveniles como contraria a tus gustos estéticos era la impecable corbata que, para mi sorpresa, lucías en tu cuello, tan reacio a esa sumisión social… Digo «tus» anhelos, pero debería hablar en plural. Porque, apostado frente a tu puerta en ese momento adverso de mi vida, me resultó imposible no verme de algún modo reflejado en la placa que simbolizaba tu éxito mediano, irrelevante, estancado y gris (entonces desconocía que esa fachada era el hábil disfraz que te permitió, durante tanto tiempo, ocultar a la Gestapo tus hoy míticas actividades clandestinas). Al poco, abandonaste la casa y subiste a un viejo automóvil. Ya emocionalmente enredado en el espionaje de tu persona y circunstancias, utilicé mis credenciales para requisar otro coche en el que te seguí con discreción. Un par de horas después, tomamos el desvío del viejo caserón de tu familia que yo había visitado en una ocasión. ¿Qué podías hacer allí tú solo?, me pregunté. ¿Una amante? ¿En tan inhóspito lugar? Abandoné el coche a una distancia prudente de la verja de entrada y me acerqué con cuidado hacia la casa. No logré verte durante el resto de la tarde, hasta el anochecer, cuando las luces de la sala principal me permitieron identificar tu silueta. Casi enseguida escuché la música: un viejo vals que, según creía recordar, estaba entre tus favoritos. ¿Me equivoco al afirmar que lo bailaste solo, tomando entre tus brazos al aire por pareja? La noche había caído ya sobre el caserón solitario, aislado como una tumba en medio del campo, y únicamente destacaba en la oscuridad tu silueta moviéndose en el centro del rectángulo luminoso de la ventana; el sonido fantasmagórico del vals, repitiéndose una y otra vez, acabó por estremecerme. Impelido por un miedo súbito e inexplicable -no supe a qué: ¿a la oscuridad nunca temida antes? ¿Al desvarío mental que parecía anunciar tu espectral pareja? ¿A mi futuro? ¿A los tiempos felices de la juventud que, irreversiblemente perdidos, habían degenerado en ese siniestro baile con la nada que espiaba separado de ti por la oscuridad?- corrí hacia el coche y no dejé de conducir hasta que, con las nuevas luces del alba, entré en París. El desasosiego, en contra de lo que había esperado, no se diluyó a medida que el día, al asentarse, me devolvía a la inquietud por mi situación personal.