Un abrazo.
Ésta es la carta que Lars -explicando luego el tortuoso sistema que debía utilizar para comunicarme con él- me escribió. Tal vez usted, al leerla influenciado por el hecho de hallarse en la misma habitación que ocupó él hace años, sostiene en estos momentos mi escrito como en su momento sostuve yo el suyo: lleno de perplejidad e indignación.
Había terminado de leer con las primeras luces del alba, y tal vez eso afiló mi energía. Los recortes sobre la muerte de Fiorino y la obra de teatro que el desdichado ya nunca terminaría me recordaron el deber que inicialmente me había impuesto: poner a Lars ante la justicia. Para ello era imprescindible seguirle el juego, pero su intolerable arrogancia me llevó a actuar por instinto antes que con frialdad y análisis y, casi a renglón seguido, redacté y envié al desconocido número de fax que Lars me facilitaba una respuesta iracunda y contundente en la que exponía -con nobleza absurda que no debí cometer- mi intención de denunciarle y perseguirle con todos los medios legales a mi alcance, y le escupía además todos y cada uno de los puntos de mi cólera y desprecio. Tal vez esto último, el desprecio explicitado a un canallesco psicópata, fue lo que lo provocó todo. Según mi abogado, al que puse al corriente de la situación, la carta de Lars no era prueba de indicio claro de delito, pues podía también tratarse de la broma bien armada de alguien retorcido en cuya localización, dificultosa y puede que imposible, no cabía esperar que se implicasen los sobresaturados y pragmáticos servicios policiales. Siguiendo su consejo, solicité opinión a un profesional de la investigación; para alguien que, como yo, jamás se había planteado contratar a un detective y por tanto sólo tenía de esta figura las tópicas referencias cinematográficas, fue una sorpresa comprobar que, según las solventes fuentes que consulté, era una mujer la mejor detective de París. De cincuenta y tantos años, corpulenta y pequeña, con el brillo de la auténtica inteligencia en la mirada, Anne Vanel dirigía con voz suave y maneras educadas a un nutrido equipo de profesionales jóvenes, hombres y mujeres, que parecían reverenciarla: Vanel coincidió con mi abogado en que la policía no dedicaría un minuto al peculiar asunto y se comprometió a elaborar un primer informe del mismo en el plazo de dos semanas. La espera se me antojó interminable y, como si en esa indagación pudiese hallar pistas que aportar a la efectividad de la detective, dediqué el tiempo a rememorar mi ya lejanísima amistad con Lars. La evocación fue imponiéndose imperceptiblemente,casi diría que a traición, sobre el enfado y el afán de justicia, y desembocó en una depresiva añoranza del propio pasado que acabó por enfrentarme, a pesar de mi estado de salud razonablemente bueno, a la idea de mi propia muerte, que por simple ley natural no podía acechar demasiado lejos. Contra esos lóbregos pensamientos me esforzaba por rebelarme cuando llegó una nueva carta de Lars. Era seca y no menos iracunda que la mía. Pero no era eso lo peor.
No has querido por las buenas, Jeannot. A ver por las malas: ¿es que no he sido claro al pedirte tu colaboración, al explicarte que te necesito? ¿Es que no has entendido que, para darme a conocer, nadie reúne el nivel profesional, de un lado, y el conocimiento de mi pasado y persona, por otro, que reúnes tú? ¿Qué crees, que no he indagado otras posibilidades? ¡Claro que hay periodistas de fama mundial que pagarían millones por lo que yo deseo revelar! Pero no me conocieron como tú, y sería el suyo un retrato incompleto, frío e incomparablemente inferior; eso, sin contar con la probabilidad de que concediesen en sus escritos más importancia al impactante tema que a su genial autor; también hay jueces e historiadores, científicos y humanistas… pero ¿quién de ellos ha rechazado el Nobel? Esa catapulta mediática fue lo que, tras mucho meditarlo, me decidió a escribirte. Ahora no puedes rechazarme. Aunque quieras. Así que, ya que no he conseguido inflamar el supuesto afán justiciero -que, ahora lo veo, poca consistencia tiene- del «Médico de la Resistencia», apelaré al instinto de hombre, de ser humano que se pretende digno, de Jean Laventier. Apelaré a tu odio, Jeannot; lo avivaré… Dime, ¿dónde prefieres que te hiera? ¿En el sentido del honor de médico y caballero? ¿En ese tan cacareado valor que te convirtió en heroico pacifista francés y mundial? ¿En el corazón de tu imperio humanista? Pero no, que tú decidas nos llevaría tiempo y carecemos de él, así que permíteme que sea yo quien elija… Olvidemos por un momento tus dedicaciones humanitarias, la grandeza de tu espíritu y lo que representa esa «mirada de un niño desvalido» a la que tanta importancia dabas en algún anuncio reciente de televisión, y centrémonos en tus instintos primarios. Hablemos de Florence.
Al ver escrito el nombre de la mujer que amé, supe que Lars lo había tenido en mente desde el principio. Como el as en la bocamanga del jugador. Sentí miedo de verdad. Miedo físico.
¿O no fue primario tu orgullo cuando, al conseguir por fin poseerla, me restregaste la victoria con maneras ancestrales de macho arrogante? Sé que no la olvidaste cuando se fue a Italia porque tú mismo, involuntariamente y sin explicitarlo, me lo permitiste saber durante aquellos días del París ocupado en que te seguí y te vi vagar por el caserón de Loissy (no es que me haya acordado de pronto del nombre; es que en mi anterior carta aparentaba haberlo olvidado) como una sombra herida de muerte. Así supe que el recuerdo de Florence no sólo había sido lo más importante de tu vida: también seguía siéndolo. Supongo que con la edad se habrá remitido aquella pasión, pero aun así probaré a ver cómo reaccionas ante las nuevas noticias. Puede que guardes su última carta; sí, eres de ésos, de los que escuchan el vals que le gustaba a su amada, de los que bailan con su espectro, de los que se regodean en su masoquista desesperanza… De los que guardan las cartas de amor. ¿La tienes a mano? Probablemente sí, ya de joven eras muy fetichista, pero por si me equivoco, permite que te recuerde algunos de sus párrafos, aquellos que, como si así preservases íntegras las posibilidades de su regreso, te negabas a mostrarme. Ya ves que no era necesario. Los conocía bien, los había escrito yo. Aunque no, no es exacto: en realidad, no fue mi mano la que trazó las palabras. ¿No me crees? ¿Quieres que te lo demuestre? ¿Por ejemplo con lo que decía la posdata? Allá va, imagíname caricaturizando un tono afeminado y frunciendo los labios: «Hace sol, estoy tumbada en la cama, desnudándome, un te amo por cada prenda que me quito»…