Выбрать главу

Ferrer volvió las páginas del manuscrito hasta regresar a la carta que, por indicación expresa de Laven-tier, había dejado señalada.

«Posdata: estoy tumbada en la cama del hotel, tengo una gran terraza al lado, hace sol y calor, me acuerdo de ti, me voy a ir quitando la ropa, un te amo por cada prenda. Te amo… te amo… te amo… te amo…»

No le costó imaginar el mazazo que debió suponer para Laventier la evidencia de que Lars, en circunstancias que sólo cabía imaginar siniestras, había tenido la carta en sus manos antes que él. Ferrer notó removerse y comenzar a latir en las venas la inquietud por la relación de sus padres con Lars.

Y luego repetía varias veces «te amo», ¿verdad, Jeannot? Algo así: lo siento, mi memoria no da para más. Aunque sí recuerdo qué era cierto y qué falso en aquel texto. Por ejemplo, Florence no se estaba quitando la ropa porque ya estaba desnuda. Y hacía sol, sí; pero no donde ella se encontraba (que, desde luego, no era Italia). Y aquí se acaba esta carta, cuécete un poco en su jugo. O, si tienes mucha prisa por saber más, coge el coche y vete a Loissy. Allí, junto al fonógrafo que guardas como una reliquia, te espera otra carta. Sí, no te sorprendas, aunque ahora no pueda desplazarme tengo por todo el mundo colaboradores para estos pequeños encargos que tanto me gustaba hacer personalmente a mí antes de que me atacase un amago de infarto en mi habitual suite de Madrid, durante mi última gira europea.

¡Lars en Madrid! ¡Y no esa única vez, a juzgar por la familiaridad con que se refería a su hotel! Ferrer visualizó tenebrosas ramificaciones del súbito presentimiento que le asaltó: Lars coincidiendo en alguno de los actos sociales que sus padres frecuentaban, sentado incluso a su misma mesa, departiendo amablemente con ellos… preguntándoles con encantadora cortesía por su hijo. La asociación de ideas fue más allá: Lars, desde la seguridad de un coche de cristales ahumados, espiando a Bego mientras llevaba a Pilar al colegio; o departiendo amablemente con ambas tras la fachada de encantador caballero anciano que sin duda era su especialidad impostar.

¿Por qué no? ¿Qué me habría impedido estar allí? Todo está a mi alcance, también -o sobre todo- los más íntimos santuarios de aquel a quien me propongo acosar. Sólo tuve que dar las órdenes precisas y mi mensajero se desplazó hasta Loissy para depositar la carta. Corre a leerla. Florence te espera.

¿Tan poco has tardado, Jeannot? No, no te inquietes, no te estoy observando, carezco de cámaras de control remoto e ingenuidades similares; simplemente, tiene lógica que, apenas terminada mi nota anterior, hayas ordenado a tu chófer que te traiga hasta aquí: ¿me equivoco al pensar que, dentro de los márgenes que te imponen el exceso de peso y ese bastón que siempre llevas en público, has entrado al caserón con precipitación y has corrido hasta el fonógrafo en busca de esta carta? Pues ya la estás leyendo; ahora, despide al chófer con la orden de regresar mañana a recogerte. Bien, ya lo has hecho… Estamos por fin solos: es el momento de confesarte que en mi primera carta larga no te he dicho toda la verdad; en realidad, he mentido con cierta holgura en determinados pasajes. En algunos casos se trataba de una cuestión de seguridad, de impedir que por tus propios medios pudieras aproximarte a mí o a determinados fragmentos de mi pasado: el nombre de Chándelis -tal vez te has molestado en comprobarlo- es falso, aunque no lo que ocurrió en el palacio que requisé para instalar mi laboratorio de tortura; en otras ocasiones te he mentido con el objetivo -no alcanzado, evidentemente- de ablandar tu sensibilidad para predisponerla en mi favor: por ejemplo, en la estación de tren desde la que emprendí la huida no sentí angustia alguna por el futuro de soledad que me aguardaba; y tampoco vi a la puta rubia: igual que a su compañera morena, la maté en el burdel, como el testigo incómodo que era, antes de que los americanos entraran en París. De todos los sentimientos que, a propósito de ella, he reflexionado y matizado, sólo la fascinación que ejerció sobre mí la ignorancia sobre cuál de las dos era la puta profesional y cuál la abnegada madre es cierto; eso, y el hecho de que no hay nada como la sumisión mental absoluta de un cuerpo hermoso desnudo. Pero como ves, se trataba de maquillajes de la verdad de orden secundario. Sin embargo, hay otra mentira verdaderamente importante que, sin duda, ya te intrigó durante la anterior lectura: tu colaboración, involuntaria pero decisiva, en el éxito de mi plan de fuga. ¿A qué me refería?, estoy seguro de que te preguntaste al leerlo… Durante la ocupación de París, coincidiendo con mi conocimiento de la muerte de Heydrich, en junio de 1942, recuerdas que te encontré por casualidad en el Sena, te seguí hasta Loissy y te vi bailar a solas con el espectro que, lo comprendí de inmediato, sólo podía ser de Florence… A partir de aquella visita, Loissy fue mi segunda casa, el cuartel general desde el que ejecuté los preparativos de mi plan de fuga que, como recordarás, debía permanecer oculto para todo el mundo y especialmente para mis colaboradores directos. Consistía este plan en el secuestro y cobro de rescate de personas adineradas. Gracias a Loissy el espacio donde mantener discretamente ocultos a mis futuros prisioneros estuvo resuelto: la amplia bodega del caserón y sus oscuros sótanos eran celdas que nadie descubriría, ya que, como me demostraron las telarañas que cubrían las puertas el primer día que me aventuré a inspeccionar el lugar, tú nunca bajabas a ese subsuelo de moho y oscuridad. Por tanto, tenía ya mis mazmorras secretas y clandestinas: compartes conmigo el honor de haber sido copropietario de la única prisión de Francia que la Gestapo desconocía. Veamos ahora a mis víctimas. Te preguntarás a quién se le podía exigir un rescate en el París ocupado: lógico, yo también me lo pregunté… Todas las fortunas expoliables estaban ya expoliadas, y sus nuevos titulares, al detentar el poder, eran intocables. Entonces, ¿a quién secuestrar? Reconozco que el problema me estancó durante algún tiempo; hasta que un día, mientras me acicalaba en Berlín para acudir a la ópera con Vera madre y Vera hija, el espejo me mostró a la víctima ideaclass="underline" fascistas franceses que, como yo, estuviesen ya preocupados por la fuga y se dedicasen a atesorar, más o menos clandestinamente, valores con los que iniciar una nueva vida. En una palabra, mis propios colegas. Naturalmente: ¿cómo no lo había pensado antes? Con mis conocimientos y contactos, no fue difícil encontrar a las víctimas concretas o incluso crearlas a medida: en dos ocasiones me encargué de que sendos ayudantes temporales a los que había contratado fueran pagados con oro. Eran hombres jóvenes, sin ataduras, a los que yo mismo hice ver los tiempos difíciles que se avecinaban y las ventajas de ocultar su fortuna en lugares secretos, y fueron los primeros a los que llevé hasta Chándelis con la promesa de una especialísima orgía, los primeros a los que, tras narcotizar sus bebidas, encadené a las paredes de tu bodega. No podía entretenerme en chantajear a los familiares de la víctima con ayuda del convencional goteo del paso del tiempo: en mi particular planteamiento cada segundo contaba. El secuestrado debía entregarme sus bienes en un tiempo mínimo, y la tortura era la herramienta adecuada. Aún recuerdo la primera experiencia: violenta y trabajosa, angustiosa incluso desde mi perspectiva de verdugo; nada tenía que ver observar y dirigir sesiones de tortura con ejecutarlas personalmente; los detalles -desnudar al sujeto para desprotegerlo por completo, amordazarle contra su voluntad, oler de cerca su sudor- se volvían sórdidos y contagiosos en su obscenidad, y la aplicación de dolor con los escasos medios de que disponía, ardua de por sí, veía acrecentada su dificultad por el hecho de que, al menos en dos de los casos, la rabia por mi traición volvió a los prisioneros iracundos y temibles, verdaderamente aterradores a pesar de su inmovilidad: sabían, porque no podía extraerse otra conclusión, que en cuanto hablaran estarían muertos. De hecho, comprendí enseguida que el suplicio debía ser continuo y particularmente espeluznante, a fin de que la víctima, superados pronto sus límites de resistencia al dolor, desease confervor la muerte y, para lograrla, se apresurase a entregarme su tesoro. Los torturaba sin descanso, día y noche, con toda la ferocidad que era capaz de improvisar sobre la marcha, pues allí no disponía de sofisticados ingenios mecánicos. Cuando me cansaba, y para no perder tiempo en desplazamientos, recuperaba el aliento allí mismo, entre los aullidos y excrementos del prisionero, pero otras veces me veía obligado a regresar a París para atender compromisos ineludibles, en cuyo caso los dejaba encadenados y amordazados, lo que espoleaba mi inquietud mientras aparentaba tranquilidad en la reunión o el cóctel que había requerido mi presencia: temía, sobre todo al principio, que el prisionero se liberase por sus propios medios e irrumpiese, furioso y ensangrentado, donde yo me encontraba. También imaginaba que alguna casualidad te llevaba a descubrirlos; porque has de saber que en tres ocasiones coincidiste con ellos; incluso en una de ellas, mientras te regodeabas una y otra vez con el vals que, remoto, llegaba hasta la mazmorra, yo torturaba a una de mis víctimas más tercas, un pistolero gascón. Descubrí así, al amordazarlo para que sus gritos no llegaran hasta ti, que el dolor humano se duplica, se triplica, se multiplica hasta el infinito cuando la víctima no puede gritar: pegado al rostro del gascón mientras separaba la piel de su tórax, pude observar cómo los alaridos obligados a permanecer dentro de su cabeza se hinchaban como un globo y amenazaban con reventar las venas del cuello o hacer saltar lejos de sí los globos oculares. Aquel gascón fue también el último de mis inversores: con él consideré satisfactorio el tesoro reunido y pude abandonar la tensa actividad que, a esas alturas, había llevado ya a la Gestapo a tratar de esclarecer las extrañas desapariciones nombrando a un sagaz investigador especial que incluso llegó a fisgonear peligrosamente en las proximidades de mi entorno: hubiera sido penoso ser fusilado por un ejército vencido, al borde del desastre y la desbandada. Pero en fin, cosa pasada; ahora, Jeannot, baja a la bodega. Los cadáveres de mis víctimas están -supongo que allí siguen- en el gran tonel hueco que hay a la derecha de la puerta; en cuanto a los lingotes de oro que no pude llevar conmigo, deben de continuar bajo la octava baldosa de piedra del suelo, contando desde la entrada. Quédatelos en concepto de alquiler de la mazmorra y sal enseguida al jardín: ahora llega lo verdaderamente importante.